jueves, 18 de agosto de 2016

Huelga, ayuno, dieta...

Huelga, ayuno, dieta… y otras yerbas

Eduardo de la Serna




Aunque los términos digan más o menos lo mismo, cada uno tiene su contenido, y en ellos encierra matices. Y, por lo tanto, no dicen lo mismo aunque parezcan. Y que son distintos es algo que bien saben los mentimedios, al decir de Mempo Giardinelli, los mentirosos o los poetas.

El término ayuno pertenece al lenguaje religioso. Se supone que haciendo tal cosa (o, en este caso, dejando de hacerla) es más pleno, o más fluido, o sólo así eficaz el contacto o encuentro con la divinidad. No son pocas las culturas religiosas que exigen un ayuno a sus fieles para estar disponibles a la intervención de Dios. Bien se puede señalar, mirando la antropología cultural, que el control sobre los orificios (alimento y sexo) suele ser expresión también del modo social de relacionarse (Mary Douglas); el control de los cuerpos refleja el control social. En esto, el ayuno manifiesta, en cierto modo, cómo es el Dios en el que determinada cultura cree. En el Israel bíblico, por ejemplo, sabemos que el ayuno es expresión de verdadera religiosidad en diferentes grupos como los fariseos, los esenios o los discípulos de Juan el Bautista. Aunque Jesús ha parecido distante de esta práctica sí parece frecuente en el inmediato cristianismo; pero no tanto como práctica religiosa necesaria – que no lo es – sino como signo. Sin duda no se significa con esto que el alimento sea malo, aunque en algunas culturas puede ser visto como preparatorio a desenfrenos (especialmente en la bebida). De este modo, el ayuno es visto como “auto-control”, como algo que capacita para estar bien preparado para el encuentro con la divinidad.

La dieta suele ser presentada como un acto concreto en orden a cuidar o mejorar la salud. Sea por un problema orgánico que requiere evitar determinados alimentos, sea por motivos estéticos en los que – con razón o sin ella – uno o una pretende verse mejor. En estos casos puede ocurrir que uno pueda o deba prescindir de determinado alimento, pero no de otros ya que son ciertas propiedades las que debe evitar o cuidar. “Estar a dieta” por problemas orgánicos (vesícula, riñón, páncreas…) o por verse mal (habitualmente gordura) lleva a exigirse una (rigurosa) dieta. La esclavitud del “cuerpo bello”, especialmente ante la falsa propuesta de determinados varones o mujeres como “modelos” de lo que se supone debiéramos ser, invita en muchos casos a la pregunta de la sensatez de determinadas dietas.

Una huelga, en cambio, suele ser un gesto visible de solidaridad. Una huelga de trabajo, es decir la suspensión del mismo, suele tratarse de un acto solidario en el que un colectivo pretende que determinada situación, que afecta a un grupo con el que se está en relación, cambie. En cierta manera una huelga es un acto de firmeza, vigor y – hasta, en determinados casos – de violencia. Una huelga de transporte es un acto de violencia controlada y limitada que pretende manifestar la solidaridad y conseguir con la “molestia” un llamado de atención y, eventualmente, un cambio. Una “huelga de hambre” puede entenderse como “la menos violenta de las huelgas” en cuanto que no afecta a terceros, pero quizás también la más firme o vigorosa. En general, como hecho, es más simbólico que real, pero no deja de ser muy movilizador. Ha habido casos que terminaron en muertes, pero lo habitual no es esto. La huelga de hambre es una denuncia pública y visible, en muchos casos fundamentalmente simbólica; y en esto sí afecta a la sociedad.

En los tres casos se trata de un mismo hecho: no ingerir alimentos, pero el nombre cambia según sea la motivación. Ayuno si esta es religiosa, dieta si es estética o médica y huelga (de alimentos) si es política (lo que no quita – sin duda – que una motivación religiosa puede llevar a una huelga, ¡que casos hay por miles!). En el primero de los casos la motivación religiosa es primero Dios (sea por creer que para el encuentro con la divinidad es preferible o bueno; en estos casos no es diferente del ascetismo); en el segundo una motivación física para recuperar la salud, real o ficticia; en el tercero para conseguir o evitar un fin social o político. En ninguno de los casos se sostiene (aunque en el primero podría haber alguna desviación en ese sentido y en el segundo alguna patología) que el alimento sea algo malo.

Una breve nota merece – en continuidad con el control de los orificios ya señalado – la vigilancia sobre determinado tipo de alimentos. El tema ritual (con lo que se aproxima al ayuno en este aspecto) indica que determinado alimento o determinado modo de cocción está vedado por voluntad de la divinidad. El tema de la pureza y los tabús (también lo plantea Mary Douglas) merece un buen análisis y es – por ejemplo, en el mundo bíblico – característico de Israel que no puede comer determinados animales impuros (cerdo, mariscos), y otros puede comerlos matados de determinada manera (desangrado) o cocinados de otra (no cocinar el cabrito en la leche de su madre). Del mismo modo que determinada vestimenta caracteriza a determinadas culturas, lo mismo – se entiende – ocurre con determinados modos o costumbres de alimentación. Se trata, en estos casos, de una cuestión de identidad.

Otra nota merece una grave patología de nuestro tiempo: la bulimia y la anorexia. Sin duda se tratan de enfermedades que merecen atención clínica y psiquiátrica, pero – en cuanto al aspecto visible – se trata de lo mismo: no ingerir alimento. Sin dudas las motivaciones (ocultas) han de buscarse en otros lugares a los mencionados, aunque se racionalice – a veces, al menos – como una suerte de “dieta” encubierta.

Pero queda un elemento más, sin dudas el más grave. El principal. El urgente: ¡¡¡el hambre!!! Hay millones de personas que no ingieren alimento y no hay motivaciones religiosas, médicas o solidarias que le den sentido al (no)hecho. Hay injusticia, inequidad, ¡¡¡hay derroche!!! Y, por el otro lado, hay pobreza, carencia… muerte. Hay sistemas que provocan justa distribución del ingreso, mientras que hay sistemas que propugnan el individualismo, la indiferencia, la meritocracia emprendedora. Hay, en la inmensa extensión mundial, millones de personas que no ingieren alimentos (o ingieren algunos de pésima calidad nutricional), y mal harían los que en nombre del ayuno religioso entienden su actitud como “encuentro con la divinidad”, mal harían los que desperdician alimentos y los que pretenden solidaridad con causas nobles no dimensionando que el alimento del que prescinden bien serviría – al menos en parte pequeña – para los hambrientos del mundo.


Y hay momentos en los que algunas circunstancias confluyen: algunos creemos que el ayuno puede permitir un mejor encuentro con la divinidad en la medida en que ese alimento sirva para saciar al menos una boca de herman*s; algunos creemos que los sistemas económicos de hambre se despreocupan (o, lo que es peor, preocupan, porque así les “cierra” su esquema de la copa llena que jamás rebalsará) de los dolores y angustias de l*s herman*s; algunos creemos que hay una solidaridad urgente que despierte a los miles de dormidos e indiferentes. La economía hambreadora del macrismo nos exige a los creyentes en el Dios de la vida una palabra y una intervención. Una huelga de hambre, movida por el caso concreto de la injusticia flagrante contra Milagro Sala es a su vez un grito contra un modelo. Porque Milagro representa un modelo a la vez que Gerardo Morales representa exactamente el contrario (sólo que Morales tiene poder y un séquito de obsecuentes judiciales que le dicen “sí, patroncito” a la vez que él repite lo mismo en los ingenios). Ambos representan modelos que, precisamente, tienen que ver con la comida de los pobres, con la vida digna. La huelga de hambre es, precisamente, un grito de solidaridad para que los sordos oigan, para que los mudos hablen y se abran los ojos de los ciegos, precisamente y especialmente de aquellos que eligen no ver, oír o hablar. La huelga de hambre no es para los huelguistas, es para que no tengan hambre los hambrientos, para que tengan justicia las víctimas del estado policial jujeño y – sobre todo – para que muchos y muchas, ojalá la mayoría, empiecen a gritar ¡basta!, ¡pará la mano! E insistir en aquello del pueblo unido. Aplicar una política de hambre no es un derecho que un gobierno tiene; es más, resistir contra ella es una obligación de los cristianos. Algunos nos llamarán “golpistas”, “intolerantes” y “sembradores de violencia”… la ironía es que, por ejemplo, entre otros, eso lo digan en los almuerzos televisados.


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