sábado, 26 de agosto de 2017

Espiritualidad de la opción por los pobres

Pensando una “espiritualidad de la opción por los pobres”


Eduardo de la Serna



¿Es posible pensar una “espiritualidad” de la opción por los pobres? Pareciera que estamos hablando de dos cosas casi contrapuestas como cuando se habla de “teología de la liberación”. Ya lo señalaba en los comienzos Lucio Gera: 
“¿cómo es posible hablar de una Teología de la Liberación? Si la teología es un hablar sobre Dios (…) mientras que la liberación pertenece a otro discurso, a aquel en que se habla de lo secular” [L. Gera, Teología de la liberación, Miec-Jeci documentos 10-11, Lima 1972, 11].

En un mismo sentido, pareciera que hablar de “espiritualidad” remite al mundo del espíritu (y teológicamente, remite al Espíritu Santo) mientras que los pobres pertenecen a lo estrictamente humano, a lo social. Estaríamos hablando de dos dimensiones diferentes, o hasta casi contrapuestas.

De un modo semejante a lo teológico que hemos señalado, la mirada cambia cuando entendemos “espiritualidad” (cristiana) como una vida según el espíritu (santo). No se trata de una suerte de “energía”, o de una “elevación”, o una “salida de sí” sino de una fuerza interior (en ese sentido sí podría entenderse como “energía”) que viene de Dios y mueve a vivir según Dios. Los grandes espirituales de la historia son aquellos que se han dejado mover el intelecto, el obrar, el compromiso para decir y/o hacer algo de parte de Dios en su tiempo.

Sin duda una de las graves rupturas que se vivieron a partir de la mayor institucionalización de la Iglesia, y especialmente a partir del Cisma de Oriente, es la ruptura entre teología y espiritualidad.  En los primeros siglos la teología estaba ligada estrechamente a la espiritualidad. La “espiritualidad es una forma concreta, movida por el Espíritu de vivir el evangelio” (Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación. Perspectivas, Salamanca 41973, 267]. “La función espiritual de la teología, tan importante en los primeros siglos, puesta en paréntesis después, constituye, no obstante, una dimensión permanente de la teología” [ibid.., 24].

Es seguramente por esto que la teología de la liberación desde sus orígenes se ve a sí misma como “espiritualidad”. Se trata de un vivir y pensar conforme al espíritu ante la realidad de opresión e injusticia, de muerte. Es encontrar al verdadero Dios de Jesucristo frente a las luces aparentes y seductoras de los dioses de la muerte.

Brevemente podemos señalar que en la Biblia judía “la espíritu” (ruaj es femenino en hebreo) de Dios es enviada, desde la creación o para renovarla, para comunicar habilidades a los artesanos, para volver a alguno capaz de las cosas de Dios, particularmente “profetizar”; es paralelo a cumplir la voluntad de Dios. Los legisladores, los reyes, los profetas reciben la ruaj de Dios que los fortalece para cumplir su voluntad. Y si “hoy” eso no se ve, sucederá en un futuro.
 El Señor está con ellos, viven y todo lo que hay en ellos es vida de su espíritu. Tú me curarás, me darás la vida” (Is 38,16).

Ya en la Biblia Cristiana “lo espíritu” (pneuma es neutro en griego) reposa sobre Jesús desde el comienzo de su misión y lo acompaña, algo que destaca especialmente el Evangelio de Lucas. La comunidad eclesial – en Hechos – puede comenzar su ministerio una vez que el espíritu se derrama sobre ella y la acompaña en su tarea evangelizadora. Incluso, cuando la Iglesia ha de dar pasos fundamentales, como la incorporación de los paganos a la comunidad, lo hará recién una vez que el espíritu se manifieste sobre esto. En Pablo es visto como el gran don que recibe la comunidad y también sus miembros individuales para el servicio de todos. En el Apocalipsis el espíritu se dirige a cada Iglesia con palabras claras y concretas para alentar o cuestionar su vida concreta y finalizan juntos, espíritu e Iglesia, clamando “¡ven!”

Es propio del espíritu ser “enviado”, lo cual supone una misión, un encargo. El / los receptor/es (= espirituales) lo reciben con la finalidad de hacer la voluntad de Dios en la historia. Así, valga la paradoja, lo propio del “espíritu” es una suerte de “encarnación”, tanto en el / los destinatario/s como en la circunstancia histórica en la que se espera que este / estos actúe/n. La tarea de los profetas o los reyes en la Biblia, por ejemplo, no es fácil. Hay muchas fuerzas contrarias: no es fácil para un profeta enfrentar el poder del rey para criticar su obrar, no es fácil para un rey enfrentar el poder económico, los sobornos, o los imperios… el espíritu es la fuerza que Dios les da para que “puedan” hacer y decir aquello que es la voluntad de Dios.

Pero ese espíritu no es distinto, ni es distinta la finalidad de su envío ayer y hoy. El espíritu “que habló por los profetas” es el mismo que ayer y hoy se envió a la Iglesia y a la historia para actuar en ella. Ayer y hoy las preguntas son las mismas: el mundo en que vivimos, ¿es conforme a la voluntad de Dios? ¿Quiere Dios lo que vivimos? De allí que una mirada acabada del presente sea fundamental para saber y reconocer la voluntad de Dios.

Yendo a la vida y muerte de los pobres, que es lo que intentamos pensar, la pregunta (las preguntas) exige un serio análisis.

Empecemos con una breve nota: la Biblia de Jerusalén utiliza 217 veces el término “pobre” [41 en NT], la Biblia de Nuestro Pueblo 228 veces [también 41 en NT]. En realidad traducen diferentes términos hebreos o griegos (anî, x120 veces, dal, x48, ’ebîon, x61 o también endeês, x25 [1 en NT]; penijrós, x4 [1 en NT], tapeinòs, x77 [8 en NT], pénês, x80 [1 en NT], ptojós, x158 [34 en NT]), de todas estas veces solamente una (¡una!) se habla de “pobres de espíritu” (ptôjoì tô pneúmati; Mt 5,3), lo que sin duda debe entenderse en el sentido bíblico de “humilde” (con la doble connotación social y espiritual); pero evidentemente entender que “en la Biblia (o en el Nuevo Testamento) los pobres son pobres de espíritu” es – por lo menos – un desatino hermenéutico.

Los pobres son los que no tienen lo necesario para subsistir dignamente, y – por lo tanto – precisan de la ayuda de otros para lograrlo; de aquí el uso tardío de la “limosna”. Un pueblo que sabe ver en los demás miembros de su comunidad verdaderos hermanos no puede permitirse que estos sean pobres, que no tengan lo necesario para su sustento. Todo judío está comprometido a alcanzar esa ayuda necesaria a los “hermanos”. El judío Jesús ciertamente también lo entiende de esta manera. Los distintos Evangelios, especialmente Lucas, también. Es en ese sentido que ha de entenderse el texto del camello y el ojo de la aguja, los ricos están tentados a adorar al dios Mammon antes que en reconocer a los pobres como verdaderos hermanos.

Así, la espiritualidad ha de entenderse como el don del espíritu ante la situación de los pobres.

Podemos señalar – en un primer momento – que no es un tema en cuestión si los pobres lo son por responsabilidad propia o ajena, se trata simplemente de hermanos que necesitan y salir al encuentro de esas necesidades es lo que nos constituye hermanos. La clave, como siempre, es saber cuál es la “voluntad de Dios”. ¿Qué dice? ¿Qué quiere Dios ante esta situación concreta? Frente al hambre, frente al desamparo. 
“¿Qué es necesario hacer? No resistir a lo que ha dispuesto el Espíritu, esto es que no tratemos como extraños a los que tienen la misma naturaleza que nosotros (…) Todos tratamos de llegar a puerto tranquilo, navegando serenamente con la ayuda del Espíritu Santo por el itinerario que nos propone esta vida” (San Gregorio de Nisa, Sermón II sobre “El amor a los pobres”).
Pero más debe decirse, en un segundo momento, ya que con frecuencia (por no decir siempre) la situación de los pobres es una situación causada; es la injusticia, la explotación, el abuso de los poderosos, la opresión. En esos casos, la situación de los pobres se pone frente a otra situación, un conflicto, pero la pregunta – reiteramos – es siempre la misma: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Dios que nos hace hermanos, que nos quiere hermanos, ilumina nuestra mirada y nuestro obrar para buscar que cese la situación que lleva a que los pobres lo sean, a que unos no traten y otros no sean tratados como hermanos. La realidad de los pobres nos confronta ante la voluntad de Dios, nos permite “encontrarnos” con Dios ante una situación concreta. Pero implica, además, saber que esa voluntad de Dios conlleva un envío del Espíritu Santo para modificarla conforme a lo que Dios quiere. Así, la realidad concreta implica un encuentro con Dios, tanto en sí misma y la luz del Espíritu para mirarla con los ojos de Dios, como en nuestro compromiso militante para buscar modificarla y saber que allí está actuando el Espíritu.

La oración tampoco es una elevación, un salir de sí; la oración es un encuentro de amor con Dios (en ese sentido es un “salir de sí” del mismo modo que todo encuentro de amor lo es). Podemos afirmar que nunca hay oración más plena como la de quien se pone ante Dios y dice “hágase tu voluntad”; y porque de amor se trata, es mucho más que lo que se entiende habitualmente por “obediencia”, es buscar hacer su voluntad porque es lo propio del enamorado causar placer a quien ama.

Ciertamente la injusticia, la indiferencia ante el sufrimiento o la necesidad del hermano, o incluso su muerte no afecta a Dios en su ser, pero sí Él puede ser afectado “en su amor”, en “el objeto de su amor” [Gera, ibid. 39], más duramente cuando se trata de los “preferidos” de Dios, los pobres. Del mismo modo, el compromiso en favor de la vida amenazada de los pobres, es un acto de amor que no toca el ser de Dios sino “su amor”, el “objeto de su amor”. La vida, particularmente de aquellos que la tienen amenazada, es un encuentro con Dios y su amor.

La opción por los pobres, entonces, es un hecho de verdadera y profunda espiritualidad tanto en cuanto busca pensar y dejarse iluminar por el Espíritu ante el hermano y su dolor, en cuanto busca conocer y realizar la voluntad de Dios ante esa misma realidad y en cuanto en esa realización se provoca un encuentro de amor con Dios. Se trata de tener claro que “el segundo mandamiento es semejante al primero” y que en el amor al prójimo – y en especial a los preferidos de Dios – se concreta el amor a Dios ya que “no se puede amar a Dios a quien no se ve si no se ama al hermano al que sí se ve”.

Señalemos, sin embargo, que – precisamente porque la realidad de los pobres se trata de una realidad causada por la injusticia, por políticas que no miran al pobre sino al beneficio de unos pocos, por desintereses e indiferencia o incluso por actos violentos – la “opción” implica “pararse” en un lado de la “grieta” para encontrar allí a Dios y salirle al paso, para aproximarse al caído al borde del camino. La afirmación de Juan Pablo II de que “los ricos son cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres” sin duda compromete, no solamente en favor del pobre; “el amor siempre lucha internamente con la muerte” [Gera, 47].

Seguramente nada hay más espiritual que el encuentro con el amor y la vida, de hecho, el Espíritu Santo es espíritu de amor, y es “señor y dador de vida”.

Visto esto, quizás la pregunta debiera ser inversa. ¿Es posible una auténtica espiritualidad cristiana fuera de la opción por los pobres? Si esa opción es el “test” de la fidelidad en el “sacramento del hermano” que tuvo hambre y le dimos de comer, sed y le dimos de beber… quizás sea oportuno señalar que una espiritualidad que no nos dirija la vida, el corazón y la mente en esa dirección quizás sea “espiritualidad”, pero poco o nada tendría de cristiana. 
Sin el Espíritu de Dios, la carne es cosa muerta y sin vida, y no puede poseer el reino de Dios… Pero dondequiera que está el espíritu del Padre, allí hay un hombre viviente… y la carne, poseída por el espíritu se olvida de sí y asume las propiedades del espíritu configurándose según la forma del Verbo de Dios” (San Ireneo, adv Haer V, 9.2).


Foto tomada de http://www.serpersona.info/2008/03/opcin-preferencial-por-los-pobres.html

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