martes, 23 de abril de 2019

Comentario Pascua 2C

El resucitado es el crucificado

Segundo domingo de Pascua 

Eduardo de la Serna



Lectura de los Hechos de los Apóstoles     5, 12-16

Resumen: La comunidad anuncia a Jesús pero también continúa con su ministerio de predicar y hacer signos y prodigios ante el mundo. Lo anuncia con hechos y palabras.

Después de desarrollar una serie de relatos que nos preparan para el surgimiento del primer grupo de discípulos (“movimiento de Jesús”), y antes de dar comienzo a la misión de la Iglesia, Lucas nos presenta un sumario (el tercero), es decir una síntesis de lo que hace la comunidad. El texto a primera vista parece un poco confuso e irregular, por ejemplo, afirma que “nadie se atrevía a unirse al grupo” y a continuación “que el número crecía”. Súbitamente el relato pasa a hablar de Pedro dejando el “todos” con el que había comenzado. Pero veamos:

Después de dos sumarios (2, 42-47; 4, 32-35) se alude expresamente a que “por mano de los apóstoles” se realizaban terata kai semeía, «prodigios y signos». Esta frase se repite en 2,22.43; 4,30; 5,12; 6,8; 7,36; 14,3; 15 12. Es una fórmula que proviene de los LXX, la Biblia griega, donde frecuentemente describe las acciones extraordinarias de Dios en favor de Israel por intermedio de los profetas (por ejemplo, Ex 7,3; Dt 4,34; 28,46; 29,2; 34,11; Sal 135,9; Is 8,18). Hasta ahora, el que hablaba y obraba era Pedro, y acá se aludirá a los “apóstoles” que en Lc-Hch refiere habitualmente a los Doce (es de él que viene la frase “los doce apóstoles”; en otros textos del NT es diferente). Como en 3,11 esto ocurre en el pórtico de Salomón (ver Jn 10,23). Testigo de estos “signos y prodigios” es el pueblo (v.12) que habla elogiosamente de los apóstoles (v.13) lo cual ciertamente aumenta el honor del grupo. Ahora bien, ¿quiénes son “los otros” que no se atreven a juntarse? Puede deberse a algunos impactados y con temor por lo ocurrido con Ananías y Safira (5,1-11) o gente que está en otra parte del templo distante de donde se juntan los discípulos, no es algo evidente en el texto. Como es habitual en él, Lucas exagera afirmando que van “todos” al encuentro y “todos” son curados (v.12.16; recordar, por ejemplo, el “todos” de Lc 15,1-2). Así el número de “creyentes” sigue creciendo (ver 2,41.47b; 4,4). Ya se había señalado – en un sumario anterior - que “todos los creyentes vivían unidos” (2,44) y tenían “un solo corazón y una sola alma” (4,32); aquí se señala que están con “un mismo espíritu” (“unánimes”, v.12b). Este término, salvo una vez en Rom 15,6 es exclusivo de Hechos en el NT (x10). Se aplica a la oración “unánime” de la primera comunidad (1,14; 4,24), unánimes van al templo (2,46) y en general indica algo hecho de común acuerdo, en conjunto y unidad. Es interesante que sea algo que se dice insistentemente de las comunidades ideales que Lucas presenta de modo idílico en los comienzos del libro. Este grupo es calificado de “multitud” (vv.14.16), y expresamente son señalados “varones y mujeres”. Desde el comienzo las mujeres son destacadas en la comunidad (1,14), tanto varones como mujeres son encarcelados (8,3; 9,2; 22,4), ambos géneros hacen crecer la comunidad (8,12; 17,4.12; 21,5) además de aquellas mujeres mencionadas por su nombre como Tabitá, Lidia, Prisca y otras. Siendo que las encontramos desde el comienzo, es lógico suponer que cada vez que se hable de “la comunidad”, “los discípulos” o que cada vez que se utilice un plural, debamos reconocer también a las mujeres en ese grupo.

Abruptamente en v.15 parece retomar la tradición de Pedro que encontrábamos en los primeros capítulos. Algunos lo ven como ruptura. De hecho el sumario es muy semejante a Mc 6,35-36, texto que Lucas no pone en el mismo lugar que Marcos, quizás reservándolo a fin de ponerlo aquí. No es la única vez que Lucas omite algo de Jesús en Marcos en el cuerpo del Evangelio y lo pone – pero aplicado a discípulos - en Hechos; por ejemplo ver Mc 16,64 / Hch 6,11; Mc 15,11 / Hch 6,12; Mc 14,57-58 / Hch 6,13-14 o Mc 4,12 / Hch 28,26-27. En este caso, el sumario aplicado a Jesús por Marcos, se aplica a Pedro (y uno semejante se aplicará más adelante a Pablo, en otro paralelo típico de Hechos entre estos dos personajes, 19,11-12; es típico también de Hechos mostrar que cosas que hace uno, también las realiza el otro).

Continuando la obra sanadora y exorcista de Jesús la comunidad primitiva da comienzo a su  ministerio de anunciar el Evangelio.



Lectura del libro del Apocalipsis     1, 9-11a. 12-13. 17-19

Resumen: una visión inaugural muestra a Jesús que se dirige a "Juan" presentándose a sí mismo para que luego él se dirija a las Iglesias con características que el A.T. atribuye a Dios.

Después de una breve introducción (1,1-3), el libro del Apocalipsis empieza con un canto litúrgico conducido por un guía y respondido por la asamblea (1,4-8). Terminado el canto (algo que será muy frecuente e importante todo a lo largo de un libro con grandes párrafos litúrgicos) nos encontramos con la primera visión, preparatoria a lo que vendrá (las visiones preparatorias son algo también habitual en el libro). Jesús mismo se le presenta al “vidente” y se manifiesta. Esto será una suerte de introducción a los próximos dos capítulos, las cartas a las 7 Iglesias. Así se ha dicho – quizás de un modo algo simplista - que en 1,4-8 el texto habla a Jesús, en 1,9-20 se habla sobre Jesús y en 2-3 es Jesús mismo quien habla.

El vidente se presenta como “Juan”. Siendo que es propio de la literatura apocalíptica la “pseudonimia”, es decir poner el texto bajo el nombre de grandes personajes históricos como Moisés, Adán y Eva, Henoc, Daniel, Baruc quizás se trate de una alusión simbólica. Así en este libro parece aludirse a la tradición de algún gran personaje de antaño, quizás al apóstol. De todos modos, el texto empieza aludiendo al “testimonio” a causa del cual el autor se encuentra en una isla, Patmos. “Testimonio” en griego es “martyría”, otro tema característico de la literatura apocalíptica, propia de tiempos martiriales.

Lo que vendrá a continuación es una “visión” ocurrida el “día del Señor” con lo cual retomamos el clima litúrgico. Se le encarga al vidente escribir a las siete iglesias lo que verá, con lo que prepara los próximos dos capítulos. De hecho, cada carta empieza con una referencia al remitente de la misma aludiendo a un aspecto diferente de esta visión (“esto dice el que tiene las siete estrellas…”, “el que tiene la espada aguda de dos filos”, etc.). 

La “visión”, en realidad comienza en v.12 ya que antes nos encontramos frente a una “audición”. La descripción del personaje comienza entre siete candeleros de oro y finaliza describiendo que “en la mano tiene siete estrellas…”. Lo que se destaca del personaje es que es “como un hijo de hombre”, y a continuación se señala su vestimenta, su cabellera, ojos, pies. La mayor parte de estas descripciones remiten a textos del A.T., particularmente del libro de Daniel, una nueva característica de todo el libro que alude constantemente a textos del AT. Sobre el libro de Daniel es importante señalar que si bien es cierto que habla de un “hijo de hombre” (7,13) éste es puesto en contraste con cuatro bestias que representan cuatro pueblos opresores de Israel (probablemente babilonios, persas, y griegos, ptolomeos y seléucidas). A diferencia de estos, el hijo de hombre también representa un pueblo, Israel, que en contraste con la deshumanización bestial de los otros viene a inaugurar una era de humanización. Esta figura, el hijo del hombre, sin embargo, fue adquiriendo características más personales con el paso de la literatura apocalíptica. En nuestro texto, concretamente, se refiere sin dudas a una persona individual y personal (es interesante que los nombres-títulos “Jesús” y “Cristo” no son muy frecuentes en el Apocalipsis, (x14 y x7 respectivamente) pero indudablemente se refiere a Él.

Ante esta visión, “Juan” cae en tierra – algo que en la Biblia ocurre cuando se está frente a Dios - y nuevamente “escuchamos” la voz que – en este caso - interpretará lo que ha visto y prepara lo que sigue. El que habla se presenta como “el primero y el último” (v.17), el primer título es dado a Dios en el AT (Is 44,6) y en este libro se traspasa a Jesús (nueva característica de esta obra es aplicar a Cristo títulos propios de Dios). Pero esto es interpretado a partir de la muerte y resurrección de Jesús: “estaba muerto, pero vivo”, por eso es “el viviente”. Y por eso es el que tiene la llave capaz de liberar de la muerte (v.18) a los que residen en ese “lugar” (= el Hades). La característica de Jesús vivo por la resurrección de entre los muertos será un elemento más de los muchos que atraviesan todo el libro (p.e. ver 5,6; 14,1). Y concluye señalando que debe escribir lo que es y lo que sucederá. Sin duda se refiere al presente de la/s Iglesia/s, en su situación de tensión y conflicto y su promesa de plenitud a los que se mantengan fieles (los “testigos”). El intérprete (que haya alguien que interprete – generalmente un ángel - también es algo característico de los apocalipsis) aclara que los candelabros y las estrellas son los siete ángeles de las siete iglesias a los que dirigirá la palabra (y la orden de escribir) en los siguientes dos capítulos.

Lo cierto es que “el que vive” por la resurrección (“para siempre”) da el sentido al presente de las comunidades, se dirige a la realidad concreta de las Iglesias y las invita a modificar de actitud o mantenerse en fidelidad, según sea el caso, para que los tiempos críticos en los que se escribe la inviten a mirarse en el “hijo del hombre” y dejarse conducir por él.


Evangelio según san Juan    20, 19-31


Resumen: en dos escenas Jesús se aparece a su comunidad otorgando los dones plenos esperados para el final de los tiempos. Por otra parte, se resalta la identidad entre el resucitado con el crucificado en los signos visibles de la cruz, pero - como el discípulo amado - el Evangelio se dirige a quienes creerán sin ver y así alcanzarán la vida plena de Dios.

El día de la resurrección está concluyendo. De madrugada, María Magdalena fue al sepulcro (20,1); más tarde María se encuentra con Jesús a quien confunde con el “jardinero” (20,15) y lo comunica a los “discípulos” y al atardecer de ese mismo día tiene lugar la aparición a “los discípulos”. No sabemos quiénes eran los que estaban en este relato (por lo cual “los discípulos” como conjunto son los que deben ser tenidos en cuenta en el relato), sólo sabemos quién faltaba: Tomás, que será el protagonista, junto con Jesús, de la próxima y última escena. Esta unidad tiene entonces dos partes separadas por una semana (a fin de que la nueva aparición del resucitado vuelva a ocurrir en domingo). La ausencia y presencia de Tomás marca el elemento - nuevo en la segunda - que las relaciona, pero no hace falta caer en el fundamentalismo de preguntar si entonces Tomás no recibe los dones dados por Jesús en la primera visita.

Empecemos señalando que la presencia de Jesús con las puertas cerradas (v.19.26) parece intentar aludir a que Jesús no ha vuelto a la misma vida pasada: su cuerpo es el mismo, pero es a su vez distinto, es glorificado. Como en la escena que sigue, las palabras de Jesús reconocen el don de la paz (shalom, algo necesario en medio del “temor”; no es justo decir que la paz ya está entre ellos – a causa de la ausencia de verbo, lit. “la paz con ustedes” - ya que el temor y la alegría posterior parecen desmentirlo) que Jesús les otorga (vv.19.26) y a continuación “les muestra las manos y el costado” reforzando así la idea de que “el resucitado es el crucificado”, continuidad y diferencia. Esto dicho anticipa la escena de Tomás, pero también nos adelanta que lo que dirá luego de los que “creen sin ver” no se refiere a los discípulos sino a los lectores del Evangelio.

La alegría y la paz nuevamente otorgadas tienen una nueva dimensión. No se trata simplemente de repetir un saludo y que los discípulos se “alegren” por verlo resucitado, la “paz” y la “alegría” son dones escatológicos, como es escatológico todo el ambiente de esta escena. La resurrección de Jesús empieza a derramar sobre los suyos, los discípulos, los dones esperados para el final de los tiempos. Precisamente el gran don, el que engendra los anteriores, es el Espíritu que ahora entrega el resucitado. Nosotros lectores ya sabemos que sobre el pequeño grupo al pie de la cruz – los creyentes representados en la madre y el discípulo amado - se ha dado el espíritu (19,30), como estaba anunciado (7,39). Pero el espíritu – ver los dichos del Paráclito (ver 14,16.26; 15,26; 16,7, siempre en el discurso de despedida) - no se derrama sobre el pequeño grupo, sino sobre todos los creyentes para ser testigos (20,22; ver 15,26-27).

Ahora bien, como se puede ver en una lectura integral de todo el Evangelio, uno de los elementos centrales de la cristología joánica es presentar a Jesús como “enviado” del Padre. El “enviado” (semítico: “sheliah”) es una institución característica para la cual la persona tiene “la misma autoridad que tiene quien lo envía”, es decir, lo que dice, lo que decide, lo que deja de hacer es el mismo ‘enviador’ quien lo hace. Siendo Jesús “enviado del Padre” evidentemente pronuncia su misma palabra, opera sus mismas obras como queda claro todo a lo largo del Evangelio. “Enviado” en griego se dice con dos términos, pempô y apostellô (de donde viene “apóstol”). Así podemos decir que en el cuerpo del evangelio de Juan sólo hay un “apóstol” que es Jesús. Sin embargo, una vez resucitado, Jesús “envía” a sus discípulos así “como el Padre me envió” (ver 13,16.20; 17,18), y – en coherencia con los textos mencionados - es un envío “al mundo”.

A continuación les da la capacidad de hacer llegar a todos el perdón de Dios (en un texto que tiene cierto contacto con Mt 16,19; 18,18).

La escena queda abruptamente interrumpida – no hay despedida ni partida - con la referencia a la ausencia de Tomás. En un diálogo entre ambas escenas los asistentes confirman que han “visto al Señor” (nuevamente se confirma que la alusión a los que creen sin ver no se refiere a ellos) pero Tomás manifiesta explícitamente su incredulidad yendo más allá de la visión, él quiere tocar.

Ocho días más tarde la escena inicial vuelve a repetirse, como dijimos, pero ahora Jesús se dirige directamente a Tomás invitándolo a hacer lo que había solicitado e invitándolo a no ser increyente sino creyente. La escena concluye con la magnífica confesión de fe de Tomás, “Señor mío y Dios mío”.

Pero veamos algunos elementos fundamentales para entender más plenamente esta unidad: como se ha dicho, la paz y la alegría no son un simple saludo. La paz ya había sido anunciada por Jesús para su vuelta (14,27-28; 16,33; ver Is 52,7, 60,17, 66,12); y también la alegría (14,19; 16,21-22; ver Is 51,3 11, Sal 35,9). El “soplo” podría aludir al relato de la (nueva) creación (Gen 2,7; Sab 15,11) pero parece también coherente con la imagen de la resurrección en alusión a Ez 37 en el relato de los “huesos secos”; la humanidad resucita por el poder creador de Jesús resucitado. La referencia a perdonar y retener se mueve entre dos extremos, y tiene la apariencia de lo que se llama un “merismo”, es decir una figura retórica que quiere señalar la totalidad moviéndose entre dos extremos. En este caso parece simbolizar el control total del acceso a la casa (ver Is 22,22 con términos similares, que también inspira – como dijimos - a Mt 16,19 y 18,18). Puesto que la escena refiere a “los discípulos” sin especificar, parece que debe entenderse que es toda la comunidad creyente la que recibe este “ministerio”.

Los discípulos ya habían escuchado palabras semejantes de María Magdalena que “había visto al Señor”, pero el texto no dice nada sobre las consecuencias de esto (lo que podría estar incluido si creemos que Juan ha desarmado el texto – como hemos dicho la semana pasada - y puesto la reacción de los discípulos al comienzo de la unidad). Las mismas palabras dicen ahora los discípulos a Tomás: “hemos visto al Señor”.

La respuesta de Tomás a los discípulos marca un segundo estadio en su itinerario de fe –luego de la ausencia - Está dispuesto a dejar su incredulidad si es que el resucitado se ajusta a sus criterios, pero «si no» (ean me) cumple sus condiciones, permanecerá en la incredulidad, “no creeré” (ou me pisteuso). Tomás exige “tocar” a Jesús así como María quería aferrarse a su cuerpo (20,17); Tomás – ahora al menos está presente - exige experimentar el cuerpo resucitado del crucificado. Pero el sentido fuerte de “tocar” y “meter” parece destacar, además, la continuidad entre el mundo pasado y presente de Jesús (algo que el paso a través de las puertas refuta, como dijimos). Para creer, Jesús debe aceptar sus exigencias.  Al aparecerse Jesús manifiesta aceptar las condiciones de Tomás, pero a su vez también pretende: “y no seas incrédulo, sino creyente…” (no hace falta destacar la reiteración e importancia del verbo “creer”). Nada indica que Tomás tocara, ahora es él el que acepta la condición de Jesús y manifiesta su fe. Lo que había ido mostrándose en el Evangelio sobre “la palabra” en 1,1-2, el uso por parte de Jesús del absoluto “yo soy” (ver 4,26, 8,24.28.58; 13,19; cf. 18,5.8), y su afirmación «yo y el Padre somos uno» (10,30 y también 10,38) llegan a su “climax” en esta confesión de fe: “Señor mío, Dios mío”. Se ha destacado que el emperador Domiciano (81-96 d.C.)  quería ser venerado como Dominus et Deus noster (Suetonio, Domiciano 13). El ambiente del “culto al emperador” era muy importante en el imperio romano, y quizás sea el trasfondo del dicho, pero no hace honor al texto entenderlo solamente como una confrontación, aunque esta exista; el dicho debe entenderse especialmente en el contexto del mismo Evangelio y su texto (cf. Sal 35,23; Am 5,16).


La confesión finaliza con un dicho de Jesús, “Dichosos los que no han visto y han creído” abriendo así el relato a los lectores del Evangelio, a un nuevo tiempo histórico (17,20; cf. 1 Pe 1,8). Pero no es justo, tampoco, descuidar – en una misma proyección a los discípulos y al tiempo de los lectores del Evangelio - que ya antes, del discípulo amado se había destacado que creyó sin ver (20,8). Eso es lo que están invitados a confesar los destinatarios del cuarto evangelio, y ese ejemplo están (estamos) invitados a seguir.

En los vv.30-31 se presenta la conclusión de todo el Evangelio, el “para qué” fue escrito: “para que crean” y creyendo “tengan vida” (divina). “Juan” ha hecho una selección de signos en esta obra con esta finalidad, “que crean”. No se debe descuidar que este creer aquí se señala explícitamente: “que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios”, algo que en el Evangelio es confesado por Marta (11,27). Siendo idénticas palabras a las de Pedro en la llamada “confesión de fe de Pedro” (Mt 16,16), seguramente debería referirse a Marta con idéntica idea, “confesión de fe de Marta”; por eso a ella Jesús le aclara “el que crea en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees?” (11,26; notar en ambos casos – de Marta y de la conclusión del Evangelio - la centralidad de “creer” y su relación con la "vida" divina). Siendo esta la máxima confesión de fe del Evangelio, no se debería dejar a Marta en un segundo lugar al leerlo. Pero – en este caso concreto de la liturgia de la fecha - siendo esta la conclusión de todo el Evangelio, la unidad merecería un desarrollo mucho más extenso. Simplemente reiteremos aquí la estrecha relación entre fe y vida (divina), eso es lo que el autor del Evangelio pretende. Esos son los “creyentes” – y discípulos amados - y esa es la comunicación de la vida “resucitada” para “todo el que cree”.


Dibujo tomado de http://www.parroquiavilanova.es/2011_04_01_archive.html

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