miércoles, 22 de enero de 2020

El pecado de la domesticación


El pecado de la domesticación


Eduardo de la Serna



“Domesticar” es adaptar algo a la “domus” (= casa). El hecho en sí, no es ni bueno ni malo. Es simplemente algo que hacemos. Obviamente, en muchas ocasiones, al domesticar “matamos” algo que pertenece al “domesticado”; en otras, simplemente se produce una adaptación sin que pierda su propiedad. Veamos ejemplos:

  • Los animales salvajes no son “domésticos” (aunque en algunos casos, de ciertas especies, se habla de “semi-domésticos; es el caso del elefante asiático, el dromedario o el chita, por ejemplo; o que dentro de una misma familia los hay domésticos y los que no lo son, como es el caso de la llama y la alpaca, o el guanaco y la vicuña, dentro de los camélidos). Que no muera (por caso las tortugas o ciertas especies de pájaros) no los transforma en domésticos. Es el instinto el que lo lleva, al animal, a vivir una situación de stress que lo afecta notablemente [de ninguna manera hablaré de “libertad”, o de esas tonterías de “persona no humana”. Hay zoológicos de excelencia; pienso en el de Berlín donde los animales están libres de stress sin pretender su “domesticación”; y rechazo la decisión “cambiemita” de cerrar los zoos públicos (los privados no se tocaron) de Argentina, aunque sí debían modificarse totalmente]. 
  • Adoptar un perro de la calle (¿o debería decir “perro en situación de calle”?) sin duda implicará pretender que el perro se adapte a su nueva situación. Rápidamente el perro puede aprender, sin stress, que no debe romper almohadones o las demás cosas que puede o no hacer para convivir “en la casa”.


Estos dos ejemplos de animales me sirven para avanzar en mi reflexión. De una acción negativa hablaré aquí. En otra ocasión he escrito de la domesticación de los santos (los casos de Romero, o el Cura Brochero son sintomáticos). Pero hoy quiero avanzar todavía más. Y para empezar señalo un ejemplo, patético por lo real, triste por lo simbólico, grave por la distorsión: la Virgen de Itatí.

Es sabida la enorme devoción por la imagen de la Virgen de Itatí en el noreste argentino. Pegada a la actual basílica está la pequeña iglesia original, de barro. Pero la afluencia de peregrinos (y sin duda otros temas no tan santos… económicos como era de esperar) motivó la construcción de la gran Basílica actual. Como suele ocurrir, sobre el altar mayor se hizo un gran retablo donde se colocaría la imagen “milagrosa” de la Virgen. Pero, ¿qué ocurrió? El retablo quedó pequeño, la Virgen no entraba. La solución era fácil y evidente: ¡se recortó la base de la imagen! ¡Listo! No era cosa de reformar el retablo. Pareciera que los planes humanos son más sólidos que los de Dios.

Y yendo de lleno al tema, miremos los Evangelios. En ellos encontramos un Dios que se comunica con la humanidad, su amiga. No para dar órdenes y mandatos, no para castigar o premiar, ¡para encontrarse y encontrarnos! Dios tiene algo que decir, y para quienes creemos en Dios no parece sensato no escucharlo; de amistad se trata. No se trata de obediencia estilo fundamentalista, se trata de encuentro. El problema empieza, en este caso, cuando Jesús es domesticado y también lo es su palabra. Este Jesús, este Evangelio “a nuestra imagen y semejanza”, podemos decir, por lo menos, no es ciertamente Jesús. Soy yo mismo metamorfoseado. Entre paréntesis, me resulta curioso que en las mil diferentes imágenes de Jesús que nos hemos dado haya tanta ambigüedad o contradicción. Muchos cristianos “pusieron el grito en el cielo” por un Jesús gay que difundió Netflix, pero no decían nada del Jesús de ojos celestes, rubio y totalmente afeminado de docenas de estampitas o posters. Parece que uno de esos jesuses era de la casa, ¡era rubio!, el otro no [y no me refiero al tema gay, sino a la aceptación de uno y rechazo de otro porque no es “de casa”]. Pero volvamos al tema: Jesús fue ese judío lo suficientemente conflictivo para que las autoridades políticas y religiosas quisieran sacárselo de encima. Callarlo primero, desacreditarlo después, estigmatizarlo y – finalmente – asesinarlo. Esto es obvio indicio de que su mensaje y su persona no eran “domésticos”. Veamos otro ejemplo: la cruz. En tiempos antiguos, pocas cosas había más escandalosas, si las había, que la cruz. Tanto que muchos escritores romanos ni siquiera la podían nombrar (‘leño infame’, ‘suplicio servil’... decían). Pablo habla del “escándalo” de la cruz, y de que hay quienes terminan negándola transformándose en enemigos de la cruz. Pero con el tiempo (tiempos constantinanos) la cruz fue domesticada, y encabeza altares, pechos o domicilios, “in hoc signo vinces” (con este signo vences). Y, digámoslo claramente, si la cruz no conserva su grave nota de escándalo, pues ya no es “la cruz”, es una caricatura.

La predicación de Jesús lo llevó a la muerte, pero hoy la hemos domesticado y es hasta “cool”, o lindo, o amable leer el Evangelio. A lo sumo nos exige “ir a misa”, o hacer o dejar de hacer determinadas cosas (especialmente sexuales, claro), todas ellas de las que el Evangelio no habla. El Evangelio nos invita a un camino que no es “fácil” y “divertido”, porque el amor no lo es: el amor nos hace más plenamente humanos, lo que es diferente. No es fácil y divertido pelear por la causa de los y las pobres, nuestrxs hermanxs. Especialmente cuando su pobreza es causada, y mucho más especialmente, cuando es causada por quienes se llaman a sí mismxs cristianxs. No es cómodo compartir vida y tiempo con los pobres, esos que tienen piojos y “feo olor” (“hedor” lo llama Rodolfo Kusch), es mucho más placentero compartir la mesa abundante y los perfumados aromas de los acomodados. Y no digo que no se pueda ir, pero… esos anfitriones ¿son capaces de compartir su mesa con los pobres o ir a sus casas? Porque de fraternidad y sororidad hablamos [es el tema del rico del Evangelio que no quiere dar los bienes a los pobres… ese del camello y el ojo de la aguja]. De eso trata el Evangelio. La “buena noticia a los pobres” no significa que los que no lo son no puedan tenerla. ¡La tendrán!, pero si comparten con los pobres la mesa y el abrazo. La casa, ya que de domesticación hablamos. Pero si nos hacemos ese Jesús o ese Evangelio a nuestro modo, ese tal ¿es Jesús? ¿Es su Evangelio? Porque creo que si el Evangelio no nos está confrontando continuamente en el test de la fidelidad, es muy fácil (y cómodo) el corrimiento. Y en ese caso, lo que tendremos delante no es el hambriento, el sediento o desnudo, en enfermo o encarcelado que nos revelan a Jesús, sino yo mismo. El Evangelio no se asemeja a un espejo, por cierto.

Es cierto que en el Evangelio me encuentro con Jesús, pero ese Jesús que caminó y comió con nosotros es a ese que encontramos en el y en la pobre, en el caído al borde del camino al que estamos invitados a aproximarnos y poner en acto la actitud de padecer con él (com-pasión). Si el Evangelio no nos mueve hacia los y las últimos de nuestra historia, si no nos sacude “las tripas” (idea que subyace en el término compadecer en griego, splagjnizomai) ante el dolor y las víctimas, uno bien puede preguntarse si no lo hemos domesticado transformándolo en un libro de autoayuda. Si el Evangelio no es “buena noticia” a los pobres, pues no es a Jesús a quien hemos encontrado, sino a nosotros mismos. Aunque nos veamos “mejorados” con barba, rubios y de ojos celestes, “como debe ser”. Un Evangelio domesticado no es la Buena Noticia de Jesús, se parece bastante más a una selfie.


Foto tomada de https://www.religiondigital.org/america/Card-Barreto-Pascua-cuidando-Creacion-religion-iglesia-dios-jesus-papa-francisco-fe-amor-misterio-resurreccion-Luz-semana-santa_0_2112388747.html

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