lunes, 26 de julio de 2021

Abanderada

 Abanderada

Eduardo de la Serna



El o la abanderada es aquella persona que lleva la bandera. En la escuela solía ser el mejor alumno. Con el tiempo, menos meritocrático quizás, en ocasiones se elegía al mejor compañero o compañera, por ejemplo (aunque no es poco mérito ser buen compañera/o).

Hacer memoria (re-cordar, volver a pasar por el corazón, re-membrar, volver a pasar por los miembros) de quien fuera abanderada es digno. Justo y necesario. Especialmente cuando hace poquito, ayer nomás, se cumplieron 100 años de su nacimiento y desde la nada oficial, la amnesia macrista, se silenció, se calló nada menos que su voz, esa que movía, conmovía, removía… A lo mejor en el gobierno tenían ellos sí angustia de saber que con sólo hacerla presente muchas caretas caerían.

Una mujer de pueblo, salida de en medio de los pobres, fue reconocida por los humildes como su abanderada. No se me ocurre nada más enorme, nada más gigantesco que el hecho de que los abandonados sepan que esa humilde mujer lleva dignamente su bandera: hace suyos sus clamores, comparte los abrazos, mira de frente con los ojos de la dignidad.

Por eso supieron, los ignorantes, odiarla. Por eso cuando enfermó pintaron paredes con “viva el cáncer” mientras el pueblo, los pobres, los “grasitas”, los insignificantes, empezaron a preparar el duelo y llorarla. El odio, como pocas veces, se mostraba en toda su impotencia y prepotencia. Una mujer, que no negó (como hoy tantas y tantos) ni un “tantico así” sus orígenes, sus raíces, su historia. Por eso la odiaban. Por eso la amaron. Y la aman.

Un día, un 17 de octubre de 1951, pocos meses antes de morir (el 26 de julio de 1952), pronunció un discurso maravilloso. Me permito – aunque extensas -citar unas partes:

Yo no le diré la mentira acostumbrada; yo no le diré que no lo merezco; sí, lo merezco, mi general. Lo merezco por una sola cosa, que vale más que todo el oro del mundo: lo merezco porque todo lo hice por amor a este pueblo. Yo no valgo por lo que hice, yo no valgo por lo que he renunciado; yo no valgo ni por lo que soy ni por lo que tengo.

Yo tengo una sola cosa que vale, la tengo en mi corazón, me quema en el alma, Me duele en mi carne y arde en mis nervios. Es el amor por este pueblo y por Perón. Y le doy las gracias a usted, mi general, por haberme enseñado a conocerlo y a quererlo. Si este pueblo me pidiese la vida, se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado vale más que toda mi vida. (…)

Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

De eso se trata la bandera de la abanderada: de estar del lado de los pobres, aunque eso implique ser odiados, despreciados, y – en ocasiones – perseguidos y desaparecidos, o torturados, encarcelados y otras cosas a los que los “republicanos”, “demócratas” y “civilizados” tienen acostumbrados a los pobres y a quienes hacen con ellos su causa (y las imágenes de Evita siguen apagadas a casi 2 años del nuevo gobierno, ¡gracias, Arroyo!). Causa que también es la de Dios, repitamos a Eva, a quien el pueblo llama cariñosamente “Evita”. Porque los odiadores, lo sabemos bien, y los negadores, siguen presentes, y “ahí están”; pero también está presente Evita. ¡Ahora, y siempre!

 


Foto tomada de http://www.alternativepressagency.com/713_noticia/enfermedad-y-muerte-de-eva-pern

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