La procesión va por dentro
Eduardo de la Serna
Palabra grande la “alegría”. Emparentada con felicidad, pero más
profunda todavía. Emparentada con paz, emparentada con plenitud. Alegre es el
que “está bien”, el que tiene una suerte de plenitud en su existencia.
Obviamente eso no significa negar problemas, no significa ignorar
que pueden ocurrir cosas malas, pero la
alegría es un estado de que algo muy profundo “está como en casa”. Es como
estar “saciado”. Quizás a eso refiera Agustín cuando afirma “nos hiciste,
Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
En ese sentido, la alegría es como un “ya en plenitud”, y por eso
casi hace desaparecer la esperanza. No que no exista – aclaro – sino que el
estado de virtual plenitud llena de paz.
Por eso no hay cabida a la alegría allí donde cunde la
desesperanza, la angustia, el sentirse sin salida, el no ver caminos. Es un “ya”,
pero totalmente opuesto. Un ya de vaciamiento.
La alegría, por otro lado no es propia, porque pertenece también a
los que nos rodea. Es profundamente contagiosa. No contagiosa como es una
carcajada, sino como lo es la serenidad. Y esa alegría se manifiesta. Se
expresa. Se siente. Se ve.
Hay personas alegres, y pueblos alegres. La fiesta, por ejemplo, cuando
no es show, o un ritual organizado sino algo espontáneo y vital, es una manifestación
de una alegría colectiva.
Resulta curioso, a modo de ejemplo, lo dicho por el jefe de
gobierno porteño a raíz del vallado de la Plaza de Mayo con motivo de la fiesta
patria: es por seguridad, “hay que estar prevenidos”. Curioso que en los
últimos años no hubiera tales vallados, había fiesta, los vendedores exponían
su mercadería entre la gente con serenidad y sin problemas, y los rostros trasuntaban
alegría. Más que prevención parecía otra cosa.
El nuevo gobierno asumió proponiendo un cambio. ¡Y vaya que lo hay!
No solamente las relaciones internacionales preludian nubarrones y tormentas,
los trabajadores ven amenazado en el día a día sus trabajos y sus salarios, las
familias viven con angustia el mero hecho de encender una estufa, y desde un
inmenso cinismo cotidiano todos los funcionarios (y mentores) se burlan del
pueblo momento a momento. Sin duda el cambio es un hecho, hemos dado comienzo a
la verdadera revolución de la tristeza.
En su discurso, en el que no se preocupa en lo más mínimo que
refleje la realidad sino simplemente en pronunciarlo, el presidente y sus ceos
repiten machaconamente palabras como
felicidad, dignidad, alegría, a la que le añaden “gente” y algún gestito
descontracturado como haberse sacado la corbata, estar al aire libre, o hacer
un pequeño – y mal – chiste (como cuando in-explicó su participación en la
firma off shore revelada por los Panamá papers, y dijo “todos éramos más
jóvenes”, jaja [digo “la firma” porque sólo ha reconocido una, no porque haya
solo una. Los medios no lo interrogarán y sigue tranquilo]). Pero las palabras
usadas, en un marco new age, de budismo zen releído por Osho y respirado por el
Sai Baba, y rodeado de globos y cara de “feliz cumpleaños” todavía tiene un
marco de tolerancia en “la gente”. Lo que curiosamente empieza a verse es que
aunque en su palabra “la gente” no critique vehementemente (convengamos que
algunos dirigentes, por ejemplo los sindicales, no ayudan demasiado a que el
pueblo se vea expresado y acompañado. Orfandad, se llama), a pesar de la no-crítica,
sí se siente tristeza, se huele tristeza, se palpa tristeza. Y hoy, 25 de mayo
fue un buen síntoma de ello. El día de la revolución de mayo, ¡la revolución
fue de la tristeza!
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