La belleza del horror
Eduardo de la Serna
Las situaciones más dramáticas que nos tocan vivir,
por supuesto, las enfrentamos con amargura, angustia, sufrimiento… O, para ser
más precisos, cada uno las enfrenta como mejor sabe, o puede.
Un primer tema es que – como no puede ser de otra
manera – el propio sufrimiento no se compara con ninguno. Simplemente porque es
“nuestro” y el resto es de “otros”. Recuerdo que una vez me ocurrió que
vinieron diferentes personas a charlar conmigo contando situaciones realmente
dramáticas: hijas enfermas, circunstancias familiares agobiantes, momentos económicos sin salida… y, después de escuchar varias de estas, vino una chica
adolescente destrozada porque a quien ella amaba no la correspondía. Obviamente
si me ponía a comparar hubiera sido “sensato” decirle que no tenía la menor
idea de lo que significa el dolor, en comparación con los anteriores. Pero ese
era “su” dolor, un dolor que la abrumaba. Y obviamente no le dije nada de lo
anterior sino que traté de aportarle algún alivio en la medida de mis
posibilidades.
Claro que ya es diferente, pero a su vez no lo es, el sufrimiento de los que amamos. Porque no es "nuestro dolor" pero también es "nuestro". Tiene que ver con la solidaridad y puede iluminar lo que sigue.
Claro que ya es diferente, pero a su vez no lo es, el sufrimiento de los que amamos. Porque no es "nuestro dolor" pero también es "nuestro". Tiene que ver con la solidaridad y puede iluminar lo que sigue.
La historia humana está llena de situaciones
terribles de sufrimiento y dolor, y no es cuestión de hacer un “campeonato” para
mensurar tragedias. La propia siempre es la – para nosotros – urgente. Pero
esto no quita que podamos mirar otras tragedias, escuchar otros clamores, no
para que “mal de muchos (sea) consuelo de tontos”, no para decir “si otros
vivieron eso, ¿de qué me voy a quejar yo?” o cosas semejantes. Pero a veces sí
para encontrar fuerzas, razones, luces que nos ayuden en medio del dolor.
Y no deja de ser fascinante ver que hay quienes
saben, en medio del dolor, ¡y de dolores terribles!, encontrar alegría, o
encontrar belleza.
No son pocas las veces en que un poeta canta en
medio de la tragedia. Y canta con una belleza sublime, sea la muerte de su
padre (Manrique), la situación de abandono que experimenta (incluso de Dios, en
algunos casos; Juan de la Cruz) o incluso el holocausto:
Etty Hillesum escribe en una carta que ella en
medio del campo comentó: “… ‘Se debería escribir
una crónica de Westerbork’.Un hombre anciano, sentado a mi izquierda… replicó: ‘Sí,
pero necesitaríamos un poeta’. Aquel hombre tenía razón, necesitaríamos un gran
poeta, las crónicas periodísticas no bastarían” (carta a dos hermanas de La
Haya, de fines de diciembre de 1942).
No ocurre de un modo diverso en la pintura (basta
con pensar en Guernica, de Picasso) o la música (la Sinfonía 6ta de Tchaikovski
precisamente se titula “Patética”, o el "Requiem" de Mozart). Y estos son simplemente algunos ejemplos de
grandes personajes que han sabido extraer belleza del drama y el dolor.
Algo semejante ocurre con la alegría, que es posible
vivir aun en medio del sufrimiento y el dolor, y de lo que tanto pueden enseñarnos los pobres y su fiesta. Y creo que cuando somos capaces
de descubrir la alegría y la belleza, le arrancamos al dolor y el sufrimiento
una de sus garras más poderosas que es la angustia o la desesperanza.
“¿Es posible hablar de Dios
después de Auschwitz?” se
preguntaron decenas de teólogos y escritores ante esa expresión sublime de la
barbarie humana. Sin duda que la respuesta a esa pregunta (y grandes pensadores
supieron hacerlo durante y después de esta tragedia) depende de la imagen de
Dios que tenemos introyectada. Meditar con profundidad el drama debe ayudarnos
a profundizar nuestra imagen de Dios, y dejar “morir” un Dios ‘titiritero’, que
hace y deshace, que pone y saca, y que se vuelve incapaz de explicar cómo “permitió”
semejante barbarie. Del mismo modo (y ciertamente no estoy comparando) se lo
pregunta el papá ante la cama de su hija moribunda. La pregunta – y sus
eventuales respuestas – creyentes o no, dependerán, o harán madurar o caer una “imagen
de Dios”. Imagen que la alegría o la belleza pueden vislumbrar, o intuir.
Imagen que suscita, por nuestra parte, un profundo compromiso ante el dolor,
ante los dolientes. Si ante el dolor no nos vemos movidos por el compromiso, el
“dios” que se trasunta (así, con minúscula) es un dios del que es necesario, es
sano, es justo ser ateos.
Y – reitero que sin comparar – surgirán siempre
nuevas preguntas: ¿se puede creer, es sensato creer, después de Ayacucho, el
Mozote, la dictadura? ¿Se puede creer después de Macri?
Sólo si la fe nos conmueve, com-padece hacia los que sufren será fe
sana, sensata, justa. De otro modo estaremos ante un Dios que no revela la
belleza en medio del sufrimiento, sino ante una máscara, que no revela alegría
ante el dolor, sino “opio del pueblo”. Creer será sensato en la medida que a
ese Dios lo descubramos en medio del dolor y los dolientes y sepamos movernos
hacia ellos, en la medida en que sepamos ser nosotros ojos de Dios, manos de Dios,
voz de Dios para ellos. Ante una hermana que la hacía sufrir, Teresa de Lisieux
nunca se lo hizo notar hasta el punto que ella pensaba ser su preferida, y le
preguntó “¿Qué es lo que le atrae de mí?”; ella afirma: “lo que me atraía era
Jesús, escondido en el fondo de su alma... Jesús, que hace dulce hasta lo más
amargo...” (Mc “C” 14r).
A lo mejor la fe sea necesaria para “ver” a Jesús escondido,
para ver alegría en el dolor, belleza en el sufrimiento y – sobre todo – ver hermanas
y hermanos en los que sufren. A lo mejor es allí donde Dios se esconde y se
revela. Y donde nos pone manos a la obra para bajar de la cruz a los crucificados.
De eso se trata el amor.
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