La incómoda necesidad de la memoria
Eduardo
de la Serna
Muchos acontecimientos se
conjugan en estos próximos días o semanas que nos invitan a fortalecer la
memoria.
El 24 de marzo de 1976 se
implantó en la Argentina un gobierno genocida. Desde hacía muchos meses se
estaba preparando. Había paramilitares o fuerzas de seguridad descontroladas
(Masacre de Pasco, muertes de Carlos Mugica y de Pancho Soares, por ejemplo),
se había implantado un modelo económico neoliberal pero había todavía una sociedad,
militancia y sindicatos que se oponían; incluso se había ensayado un borrador
de golpe con un brigadier que intentó un levantamiento y lo sancionaron con un “chas-chas en la cola”. Y el 24 de marzo,
impulsado, incentivado e ideologizado desde el establishment, con aporte empresarial y de los medios (basta
recordar el desabastecimiento y las noticias antes y una vez ocurrido el golpe)
y bendecido por la jerarquía eclesiástica, empezó una noche oscura de terror,
muerte, sangre y silencio. La clase media (o quienes sueñan con identificarse
con ella) callaban al ritmo de “por algo
será”, “algo habrán hecho” y
linduras del estilo. Y no hemos de descuidar la complicidad de muchos actores
internacionales (aunque otros militaran fuertemente en sentido opuesto). La
URSS apoyaba el golpe, los EEUU lo alentaba aunque, (a diferencia de la URSS)
recibía denuncias por las violaciones de DDHH y les daba cabida, la embajada
alemana tenía dentro un delegado de las FFAA, la francesa calló hasta que
tocaron a connacionales, la de Israel, a pesar del claro anti judaísmo de muchos,
comerció y vendió armas a la Argentina. Y cuando empezaron a escucharse voces
externas, los Medios empezaron a hablar, en los almuerzos de la TV, por
ejemplo, señalando la “campaña anti-argentina
en el exterior”. La muerte por balas y la muerte por neoliberalismo fueron
carcomiendo el modelo genocida. Terminó el mundial de fútbol con un triunfo en
el que solo creen los fundamentalistas. Los buenos sindicatos (siempre los hubo,
y hay también, de los otros) empezaron a movilizarse y se inventó una guerra
con Chile; cuando esta fracasó por iniciativa de una de las mejores cosas que
hizo Juan Pablo II en su pontificado, se lanzaron a la aventura enloquecida y
alcohólica de una guerra contra Gran Bretaña (y los EEUU) que, a pesar de los
medios, que repetían “vamos ganando”
como si de un partido de fútbol sin Messi se tratara, terminó en fracaso. Cuando la realidad nos
estalló en la cara, la dictadura tuvo los días contados. Y todos los 24 de
marzo estamos invitados a hacer memoria.
En 24 de marzo de 1980 fue
asesinado en El Salvador su arzobispo, Oscar A. Romero. Reconozcamos que la
curia vaticana, impulsada por Alfonso López Trujillo, quería destituir al
arzobispo desde ya hacía tiempo. Un comisario fue enviado, el obispo Antonio
Quarraccino (títere de López Trujillo) que hizo una serie de propuestas
lamentables que fueron frenadas oportunamente por un gran cardenal brasileño:
Aloisio Lorscheider, que realizó una nueva visita y presentó informes
contradictorios a los del innecesario obispo argentino. Pero las huestes de la
derecha no podían soportar una nueva Nicaragua y se jugaron el todo por el todo:
el asesinato del arzobispo fue el puntapié inicial de una guerra civil que, en
los hechos, finalizó con otra matanza, la de los jesuitas. El batallón Atlacatl, inspirado por Elliot Abrams
(el enviado de Donald Trump para Venezuela) ejecutó miles de personas, de los
que la masacre de El Mozote no es sino un dolorosísimo “sacramento”. Pero la
muerte de Romero fue silenciada, doblemente martirizado, acusado de comunista,
propiciador de las guerrillas y otras “linduras” del estilo. Resulta casi
irónico que después que siempre lo silenciaron, negaron y calumniaron, cuando
la beatificación y canonización de Romero avanzaba y ya era un hecho, el Opus Dei (y sus lacayos) empezaron a
decir que Romero era del Opus, que estuvo con el Opus y, por supuesto, nada tenía
que ver con la teología de la Liberación. El crimen de Romero duró muchos años
hasta que el pueblo, que lo había canonizado anticipadamente, impuso su fe por
sobre la estructura eclesiástica. La memoria estaba viva.
En abril de este año, más
precisamente, el 27, en la ciudad de la Rioja serán beatificados su obispo, un
religioso, un cura y un laico: Enrique Angelelli, Carlos de Dios Murias ofm
conv., Gabriel Longeville y Wenceslao Pedernera respectivamente. Una iglesia
martirial que marca un camino de primavera a una Iglesia silenciosa, temerosa y
escondida. Durante décadas el episcopado negó o calló el martirio (estos y
todos los demás). Prefirió creer a los genocidas: “accidente” pontificaron, quizás para tranquilizar su conciencia (o
venderla). Si hasta todavía hoy, grandes pontífices religiosos o políticos de
la derecha siguen necesitando el accidente para no tener que explicar demasiado
acerca de sus vidas de ayer, sus alianzas y sus presentes. Mártires matados en
la dictadura cívico militar con complicidad eclesiástica ciertamente precisaban
silencio; consiguieron memoria.
Todos estos acontecimientos nos
deberían sacudir y desestabilizar. El silencio y sus cómplices fueron grandes
amigos de la muerte, porque la verdad moviliza. Molesta. Incomoda (como la
libertad, reconozcámoslo). Es por eso mismo que los mismos que golpearon cuarteles,
pusieron ministros, callaron mártires, titularon “orden” y demonizaron
militantes, hoy siguen, con nuevas herramientas y viejas malicias, tratando de
callar la memoria, distorsionarla o – a lo sumo – domesticarla. Un Romero o un
Angelelli con cara angelical, un aniversario del genocidio transformado en “feriado”
y no en “día de la memoria” es, precisamente engaño. Y esos mismos son los que nos
han impuesto un inepto (inepto para el pueblo, que apto para ellos) e imponen
otros para que a nadie se le ocurra eso de ser un continente independiente, por
ejemplo. Mirar la lista de actuales presidentes latinoamericanos asusta, con
las contadísimas excepciones por todos conocidas (y la novedad de México, cuyos
resultados aun debamos esperar para ver). Piñera, Uribe 2.0 (perdón, se llama
Duque), Macri, Bolsonaro, Lenin Moreno, que jugaba en el otro equipo, Stroessner
2.0 (Obdó, creo que es el sobrenombre) no permiten demasiadas esperanzas, especialmente
existiendo O Globo y Clarín, El Mercurio y La Nación, El Tiempo y El Comercio, y
tanta prensa mentirosa. Pero la memoria, como canta León, es “libre como el viento”. Y de nosotros, y
de los que queremos que esa memoria nos impulse, motive y comprometa, depende
nuestro mañana.
Dibujo tomado de http://lamosquitera.org/1976-24-de-marzo-2017/memoria-verdad-justicia-2/
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