La meritocracia, el Cielo… y Dios
Eduardo
de la Serna
Hace ya varios días, mi amiga
Consuelo, teóloga feminista, me envió una cita excelente de Dorothee Sölle: “La comprensión individualista de Jesús como ‘mi
salvador personal’ es una catastrófica consecuencia del capitalismo”.
Dorothee (1929-2003) fue una gran teóloga protestante alemana, no muy
reconocida en su tiempo en el mundo académico, pero luego muy valorada en los
ambientes feministas, de la teología de la liberación y el mundo de la “teología
política”, al nivel -nada menos- que de Jürgen Moltmann y el recientemente
fallecido, el enorme Johann Baptist Metz (+ 2 de diciembre de 2019).
La relación entre la fe y la
política viene desde el comienzo de la humanidad, y los intentos de separarlas
(recurriendo de un modo fundamentalista a la frase “devuelvan al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”)
suelen ser excusas por estar en desacuerdo con las teologías o las políticas
vigentes, pero rápidamente olvidadas cuando se coincide con ellas, como es el
caso de Bolsonaro o los golpistas bolivianos. Entre ambas hay una
retroalimentación constante, simplemente porque ambas son humanas, y ambas
abarcan el núcleo vital de la humanidad (mal que les pese a los fundamentalistas
agnósticos). Ya, por ejemplo, una de las obras fundacionales de la moderna sociología,
La ética protestante y
el espíritu del capitalismo, de Max Weber (1864-1920) señalaba la
influencia del calvinismo en la ideología capitalista. Es cierto que, con toda
probabilidad Juan Calvino (1509-1564) estaría en total desacuerdo (como grandes
calvinistas contemporáneos lo sostienen) con esta lectura, pero es cierto que “en
su nombre” se sostenía que el signo “visible” de la predestinación era la
prosperidad. Si todos estamos predestinados (decían) a la salvación o la
perdición, ¿cómo saberlo para no quedar sumidos en la angustia? La prosperidad
es un signo de ello, afirmaban. Ser prósperos, entonces, es un signo de que
Dios nos bendice: God bless America.
No está de más recordar que el
fin de la Edad Media marcó, entre otras cosas, un paso del teocentrismo a un
cierto antropocentrismo. Esto permitió, a su vez, un paso al individualismo. No
puedo dejar de señalar la notable diferencia entre el individualismo (sólo yo)
y el personalismo (yo, tú, nosotros, como destacó el gran Martin Buber, por
ejemplo).
Otro elemento a tener en
cuenta, que merecería un mayor y detenido análisis, es la influencia del
helenismo en el pensamiento teológico (razonable cuando Ireneo [130-ca.200] y
Justino [100-165] intentaron dialogar con la sociedad, pero inadecuado en muchísimas
circunstancias en este tiempo nuestro; José Ignacio González Faus insistió en “Deshelenizar el cristianismo”, algo
rechazado por el papa emérito Benito XVI en el olvidable discurso en Ratisbona
(12 de septiembre de 2006). La antropología helénica, por ejemplo, resulta hoy
incomprensible (el dualismo: cuerpo-alma; el machismo; el poder, entre otros). La
insistencia en lo sexual como “el pecado” parece de una notable influencia
greco-romana. A modo de ejemplo, notemos que en los así llamados “Diez
Mandamientos” hay dos en los que se insiste en un carácter sexual que no tenían
en su origen bíblico; no se trata de “no fornicar/cometer actos impuros” (la
impureza, por ejemplo, en la Biblia es ciertamente ritual, no sexual) sino de
no “cometer adulterio” (6º mandamiento), es decir, no tener relaciones con una
mujer que “pertenece” a un varón. En ese mismo sentido, no se trata de “no
desear la mujer del prójimo” (9º mandamiento) sino de no desear la casa del
prójimo, la mujer del prójimo, los esclavos, los burros, el buey…”, es decir, la
propiedad. Es absolutamente cierto que nadie hoy (salvando los fundamentalistas
más abyectos) sostendría que la mujer es “propiedad” del varón. Aquí solo
pretendo señalar el acento “no sexual” de un texto “sexualizado” con el tiempo
por cierta lectura eclesial. La insistencia sexual vuelve a poner el acento en
algo “individual”, se trataría de pecados “privados”, y así se valora
negativamente como más grave una relación sexual o la masturbación que el soborno,
la tortura o la guerra.
Pero es importante señalar,
volviendo a Dorothee, que no solamente se trata de ambientes protestantes, sino
que también en ambientes católicos (especialmente fundamentalistas) que hay una
insistencia en una relación “individual” con Dios. Son frecuentes, por ejemplo,
los cantos en los que se insiste en “Dios y yo”: ven a “mi vida”, el espíritu
se “mueve en mí”, cantos en los que prima el “yo” y está ausente el “nosotros”.
El nosotros “eclesial”. El “otro”.
Y en este sentido, me parece
preocupante, la insistencia (más del ambiente católico que protestante) en el
tema del “mérito”. Y dejo de lado el uso cotidiano (“vas a tener que hacer mucho mérito para conseguir…”) y me quiero
detener fundamentalmente en el corazón de la “vida cristiana”. Desde el “Reino de Dios” hasta el mismísimo “cielo”. Todo pareciera moverse en el
terreno de los méritos. Hay que “edificar” el reino, hay que “ganar” el cielo. El
terreno no necesariamente es individual, pero suele serlo y quedaba sintetizado
en el espantoso “salva tu alma”, como
si uno y no Dios la salvara, como si se tratara del alma y no de toda la
persona y de la mía y no de la nuestra. Como si no existiera el “pecado social”
(es por esto que en los sectores más conservadores se intenta señalar que la
Iglesia no es “pecadora”, sino que lo son los miembros… los individuos). No
estaría mal dejar a Dios intervenir en la historia (sabiendo que interviene por
nuestra mediación, porque no es un “Gran Titiritero”) y dejar que sea suya la
iniciativa de reinar, aunque cuente con nuestra colaboración para ello; Él lo
edifica, nosotros colaboramos (don y tarea). Pero lo más significativo de toda
esta perversión teológica es la comprensión del Cielo como la gran “meritocracia”.
Yo voy al cielo porque hice méritos (o al infierno si no los hice). Dejo de lado el dato ya conocido de que ni el
cielo ni el infierno son un “lugar” sino un encuentro: Dios con nosotros o
nosotros sin Dios. Y ese encuentro, como todo lo que tiene que ver con el amor,
no se trata de méritos, sino de “gracia”. Nadie merece la amistad de nadie;
simplemente dos amigos nos elegimos mutuamente (y bastante repudiables son los
padres o madres que intentan “sobornar”, con regalos, por caso, a sus hijos o
hijas para que “los quieran” o los quieran más que al otro u otra). Por cierto,
que en la amistad hay acciones, palabras, cosas que pueden fracturar, o matar
una amistad. Pero no se trata de méritos, insisto, se trata de amor, de
encuentro, de gracia y eventualmente de desencuentros. El cielo no es
meritocracia (y si miramos nuestro presente político mundial actual, quizás la
meritocracia se asemeje más al infierno). Dios es amor. Nada que se diga de
Dios es más pleno que afirmar esto. Y Dios no sabe hacer nada que no tenga que
ver con el amor, no puede hacer nada que no sea amor… Y, lo repito, en el amor
no entra el mérito. Teresa de Lisieux dice que “hay una ciencia que Dios no
conoce… la del cálculo”. Entender la vida cristiana como “meritocracia”
-parafraseando a Dorothee- es una catastrófica consecuencia del neoliberalismo.
Imagen tomada (y trabajada) de
http://www.libertyk.com/blog-articulos/2019/1/15/i-igualdad-de-oportunidades-y-meritocracia-por-jan-doxrud
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