jueves, 16 de abril de 2020

Una Iglesia fuera de control

Una Iglesia fuera de control

Eduardo de la Serna




Procurar tener control sobre otros es algo frecuente, por ejemplo, en los padres y madres con respecto a los hijos e hijas: “llamame cuando llegues”, “está de vuelta antes de que den las diez”, “no quiero que te veas con Fulanx”… Y también es habitual que lxs hijxs, en uno de sus primeros signos de crecimiento, intenten correr los límites, a veces negociando, y otras rebelándose contra ese control. Una Iglesia que pretende controlar todo se parece más a una madre que no quiere que sus hijos crezcan, sino que, por el contrario, se mantengan en el infantilismo perpetuo. Pero muchas veces, ese excesivo control puede ser más suicida que la actitud de una buena madre.

Por varias cuestiones, políticas especialmente, el rey Josías (640-609 a.C.), en Israel, prohibió que en todo el pueblo se diera culto a Dios fuera del Templo de Jerusalén. Esta reforma político-religiosa tuvo mucho éxito y fue muy importante en muchos momentos. Pero hubo dos momentos críticos: en el año 587 a.C. y 70 d.C. cuando los imperios de turno destruyeron el templo. La crisis religiosa fue monumental. Décadas tardó el pueblo en encontrar caminos y respuestas a esas crisis. El control del culto, que en momentos fue importante y positivo, en otras condujo a crisis muy profundas.

Por otro lado, en los comienzos de la predicación del Evangelio, el control “brillaba por su ausencia”. Las comunidades cristianas en las ciudades más importantes fueron fundadas por grupos anónimos; no sabemos quienes fueron los responsables de la gestación de las comunidades de Roma, Antioquía o Alejandría, por ejemplo, las tres ciudades más importantes de todo el Imperio Romano. Pero las tres tuvieron un dinamismo verdaderamente impresionante. Otro ejemplo lo tenemos en Pablo. Él sí fundador de comunidades, muchas conocidas por sus cartas. Pero no podemos descuidar que su predicación parece centrarse (aunque luego se desplace, por cierto) en puertos. Allí, además de acompañar la o las comunidades que se iban gestando, podía predicar a los miembros de las caravanas mientras reparaba sus carpas. Pero estos que aceptaban el mensaje de Pablo volverían a sus lugares de origen, y allí – nuevamente sin control alguno – fueron gestando comunidades. El crecimiento impresionante del cristianismo en los primeros siglos, sin duda alguna, se debió en parte a ese “descontrol”.

En la historia de la Iglesia ciertamente ha habido momentos de excesivo control y momentos de libertad, ¿qué otra cosa, si no, es que en la Iglesia exista un Código de Derecho Canónico? ¿O – por ejemplo – que haya existido una “Santa” Inquisición, o un “índice” de libros prohibidos? Pero también es cierto que hubo – en esos mismos marcos históricos – espacios de gran creatividad, en ocasiones autorizadas, en otras toleradas y con frecuencia simuladas. Un buen ejemplo de todo esto es la llamada “religiosidad popular” que se ha desplegado y vivido sin control alguno y ha permitido conservar la fe a millones de personas.

No hace falta, para complementar, abundar en detalles, pero la insistencia de la Iglesia en que Francisco hiciera una regla, o también lo hiciera Teresa de Ávila, por un lado, y por otro, la prohibición de la gestación de nuevas reglas a partir del IV Concilio de Letrán, por otro lado, o la persecución de las beguinas son buen ejemplo de esta actitud controladora, y las rebeldías creativas que dieron vida, aún a pesar de ella.

Y, para no irnos demasiado lejos, es justo pensar en la enorme cantidad de teólogos y teólogas censurados y silenciados durante los pontificados de Juan Pablo II y Benito XVI.

Una de las expresiones evidentes de control viene dada por una serie de normas extrañas por parte de la Iglesia a sus “hijos”. La insistencia del papa Francisco en criticar el clericalismo no siempre viene acompañada de una crítica al “paternalismo”; tener como niñxs a lxs cristianxs pareciera, casi, un modo de ser Iglesia. Y esto se aplica también a los curas, diáconos y hasta, en ocasiones, a obispos. Pareciera que el control es la garantía segura de fidelidad, y, por lo tanto, de hacer las cosas “como Dios quiere”.

Otra expresión evidente del control viene dada por la liturgia. Muchos curas, en sus parroquias, ponen e imponen una serie de normas para recibir los sacramentos que resultan “cargas insoportables”, al decir de Jesús. Y pienso, en concreto en la negativa a administrar bautismos, a regalar el perdón (que no nos pertenece), a las comuniones, y demás normas, en muchas ocasiones anacrónicas, y en otras simplemente expresión de poder (o de búsqueda de lucro). Y esto se agrava, más aún, cuando dirigimos la mirada a la Curia Vaticana. Mirar la lista de los últimos prefectos de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos resulta, por lo menos, escandaloso; empezando por el actual, por cierto. Ver allí a Erinze, Martínez Somalo, Cañizares, Medina Estévez y, ahora a Sarah es casi una invitación tácita a la desobediencia. ¿Cuándo uno “para nosotros”?, podríamos gritar.

Y, me pregunto, en estos nuevos tiempos, ¿no nos atreveremos a correr los límites, con acuerdos o con rebeldías? Se me ocurren decenas de propuestas que sería sensato discutir, dialogar, pensar, estudiar, pero pretender que nada ha cambiado y nada debe cambiar y que el día que abran las puertas todo volverá a ser igual me hace, por lo menos pensar, si hemos escuchado el coronavirus como un “signo de los tiempos”. Alguno avanzó en confesar sacramentalmente por algún medio electrónico (y más de uno puso el grito en el cielo, ciertamente). ¿Tiene una distancia establecida la gracia de Dios? Escuchar a la persona, poder decir una palabra – ojalá – oportuna y dar la absolución ¿tiene un límite medido en metros? ¿Cuál sería el criterio teológico? La bendición papal Urbi et orbi no parece tenerlo. Y esto, todavía más, ¿no podría pensarse para la consagración eucarística? Temas para el debate. Ciertamente esto traerá perjuicios económicos – y graves en ocasiones – en las comunidades, pero los beneficios es creatividad evangélica quizás valgan la pena.

Por cierto, que cuando el hijo se independiza del control de los padres corre el riesgo del error. Y – lógicamente – ningún padre o madre quiere que su hijx se equivoque, especialmente cuando esta equivocación es grave. Pero pueden mantenerlo en el infantilismo permanente, o pueden confiar serenamente en lo que han sembrado. Cuando Pablo predicaba a los camelleros que luego partirían con destino incierto, estaba confiando en aquello que repite a los corintios: “Pablo sembró, Apolo regó, pero Dios da el crecimiento”. A lo mejor es una buena ocasión para renovar la confianza en el Espíritu Santo; que sea él y no los humanos – que en ocasiones hemos demostrado hacerlo bastante mal – el que despliegue las velas de la “barca de Pedro” para navegar mar adentro. A lo mejor, profundizar estos momentos tan raros, especialmente en lo pastoral, y verlos como signos de los tiempos, nos permita escuchar a Dios, ser creativos, aunque nos equivoquemos una y mil veces, y vernos más que como “padres e hijxs” como una comunidad de hermanxs que celebra el Amor de Dios y quiere hacerlo llegar a todxs.



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