Manadas, jaurías y comunidad
Eduardo de la Serna
Es
sabido que en el “reino animal” muchas especies construyen su fortaleza por el
trabajo conjunto. Una manada de ñus, de cebras o de antílopes se vuelve casi
inexpugnable para leones, hienas o chacales. Es necesario azuzarlos para que en
la corrida uno quede aislado y pueda así, ser atrapado. Y esta importancia del
conjunto vale para abejas y hormigas, pirañas y sardinas, y otros animales
varios. Para atacar o defenderse muchas especies parecen saber la importancia
de que “los hermanos sean unidos”, que “unámonos como hermanos, que nadie nos
vencerá”, o “que no es cosa de salvarse cuando hay otros que jamás se han de
salvar”. Que “la unión hace la fuerza” no es algo que los animales saben y por
eso lo aplican, sino algo que ellos aplican y por eso nosotros lo sabemos. Y,
no solo “nosotros”, sino también “los otros”. Por eso el “¡divide y vencerás!”,
porque “si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.
Ahora
bien, nada de esto tiene que ver con la importancia de la unidad en el
movimiento de Jesús. No se trata de unidad para la defensa o el ataque (“del
maligno enemigo defiéndeme”, sic), se trata de unidad porque “así somos”; eso
somos. La Iglesia es comunidad, no la suma de individuos; es pueblo, no la suma
de “ciudadanos” (por eso, entre paréntesis, me incomodan mucho las referencias o cantos en singular: “defiéndeme”, “espíritu… ven a mi vida…”, “tú puedes / debes” …). Esa
comunidad es vista como una familia. Pero no como cualquier familia, sino una
familia “al modo de Jesús”. Es evidente que, si bien la familia es una
estructura de base de la sociedad, para Jesús esta debe relativizarse: “Que los
muertos entierren a sus muertos”. Veamos un ejemplo: familias hay de muchos
modos y maneras, ayer, y hoy. Y mañana. Abraham, nada menos, tuvo varias
mujeres. Y lo mismo Jacob, ¡nada menos! Juan el Bautista y Jesús, por lo que
sabemos, ¡ninguna! Pero Jesús propone otro tipo de familia, “los que escuchan
la palabra y la practican” (es decir, los discípulos del Reino), y por eso,
frente a su Pascua definitiva, que es comida de familia, Jesús pregunta por la
sala para “comer la pascua con mis discípulos”, es decir, con la nueva familia.
En esa familia hay un Padre (que es también Madre) que a todxs lxs transforma
en hermanxs. Esa es la comunidad de Jesús. Más adelante, por ejemplo, Lucas,
Pablo y Juan, insistirán en que esa comunidad, además, es “animada” por el
Espíritu Santo. Nadie, entonces, ocupa un lugar jerárquico en la familia de
hermanxs (“a nadie llamen padre”), el discipulado de iguales.
Como
comunidad es evidente que hay diferentes roles, servicios, ministerios. Y nadie
puede pensar que no tiene ninguno o, tampoco, que los que “no son como
nosotros” no son importantes. Es más, Pablo les afirma a los Corintios
(comunidad frecuentemente tentada por la división) que los más importantes son
los más débiles. Nadie debe creer “yo no soy” ni tampoco debe hacer creer a
otrxs “vos no sos”. Lo que importa es el cuerpo, sin duda. No se trata de jerarquías, entonces (jerarquía,
de hieros, sagrado y arjê, principio; ¿puede haber otro
“principio sagrado” en la Iglesia que no sea el Espíritu Santo?), se trata de
ministerios, de servicios, de carismas. En esta comunidad hay diferentes
servicios, sin duda, pero no se trata de “autoridades” o “jefes”. El Papa, o el
Obispo, por ejemplo, son los garantes de la comunidad, los que deben (tienen la
responsabilidad de) cuidar la unidad. Así, se deben entender algunas cosas,
habitualmente malentendidas: un cisma es una ruptura, una división; una
“herejía” es una facción, una parte (o una secta); una excomunión es el
reconocimiento de que alguien no participa de la comunión… Lamentablemente
estas imágenes, por ejemplo, se han entendido exclusivamente desde una mirada
“legal”, punitiva, cuando no siempre son negativas (en el
Evangelio de Juan es frecuente que Jesús provoque “división”, cisma [sjisma],
o en Hechos de los Apóstoles los “cristianos” son vistos como una “secta”, haíresis
de las muchas, como fariseos o saduceos)… Una cosa es reconocer que alguien
no está en (plena) comunión y otra muy diferente es “echarlo” de la comunión
(cosa posible en ocasiones, sin duda, pero no deseable). Debemos señalar, por
ejemplo, que – aunque parezca extraño – quien que atestigua la eclesialidad es la misma
Iglesia, y puede haber (¡y ha habido!) papas, u obispos que no sean
instrumentos de la comunión. Esto es lo que en lenguaje teológico se llama la
“recepción”, el reconocimiento de eclesialidad, de pertenencia, algo que –
evidentemente – no se experimenta en un momento breve, sino que requiere un largo
proceso de discernimiento que asegure la catolicidad (universalidad), la
apostolicidad (fidelidad a la tradición apostólica), la santidad (por la
conducción del Espíritu Santo) y la unidad (porque de comunidad se trata): es
decir, no es un “decreto” el que indica la pertenencia sino la aceptación del
pueblo de Dios. Por eso es importante tenerlo claro, la comunidad eclesial no
es un cuartel con obediencia vertical, sino una comunidad-familia, con comunión
de vidas y de mesa, donde todos los ministerios, servicios y carismas están
puestos al servicio de la comunión / comunidad. Sólo siendo verdadera comunidad
la Iglesia puede mostrar y predicar creíblemente a todxs los seres humanos la
Buena Noticia que Jesús trae a los pobres, ¡que es para eso que existe! Si no,
sería solo un rebaño, y andaría dispersa “como ovejas que no tienen pastor”.
Foto tomada de https://www.diariodemocracia.com/vida/sociedad/171729-multitudinaria-peregrinacion-lujan/
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