Elogio del fracaso
Eduardo de la Serna
Quiero hacer una breve reflexión. En realidad, parto
de una convicción personal y, a partir de ella, algo que me resulta divertido.
Divertido y curioso.
Lo que me resulta tal es el hecho de que muchos
amigos y amigas buscan denodadamente defenderme… ¡de mí!
No se trata, por cierto, de que yo busque lastimarme,
agredirme, u otras variantes autodestructivas. No es eso.
Me explico. Hace muchos años (¡muchos en verdad!) yo
vengo sosteniendo y diciendo claramente que ¡he fracasado! Me explico: Ya desde
el seminario he dado clases. Y desde el diaconado (1981) clases de Biblia en
institutos, profesorados, facultades, cursos y charlas. Y, en general, la
recepción que he escuchado o han repetido ha sido muy halagüeña,
felicitaciones, aplausos. Pero, después, a la hora de las repercusiones, en
general, veo que nada de lo que he comunicado ha sido acogido. Pongo ejemplos:
cuando me cuentan que el cura X dijo Tal cosa, o escucho o veo “Via Crucis” o “Pesebres”,
o comentarios, o preguntas me digo: alguien que fue estudiante y de quien yo fui
su docente ¡no puede!, bajo ningún punto de vista puede decir eso, o preguntar
aquello. ¡No puede! Y cuando no es uno, no son dos, sino que es la inmensa
mayoría, la sensación obvia es que he fracasado. Y trato de mejorar la
dinámica, la pedagogía, los ejemplos, pero no puedo dejar de decir lo mismo
(actualizado, por cierto, porque los estudios bíblicos son muy activos,
afortunadamente). No puedo porque creo que eso es lo que hay que decir. Es
decir, saber que el fracaso seguirá vigente.
Pero lo divertido, y a eso me refiero aquí, es que
cuando lo comento, decenas de amigos y amigas me quieren defender (además que
aquellos y aquellas que cambian de tema o hacen silencio tipo “¡otra vez este
con esas tonterías!”). Y acá mi reflexión.
¿Cuál es el problema de fracasar? ¿Por qué tanto
miedo al fracaso? Yo no me muevo ni quiero mover en el esquema de winner – loser.
No entiendo la vida como un partido de fútbol o un campeonato en el que,
obviamente, se pretende ganar, o evitar perder.
Hace muchos años, mirando a Jesús (y – para que no
se me malinterprete – sólo lo menciono a modo ilustrativo, no como ejemplo o
comparación) es evidente que, en su ministerio, en algún momento, a raíz de
circunstancias varias, Jesús experimentó el fracaso (“fracaso de Galilea” lo
llaman algunos). ¿Y qué hizo Jesús en el contexto del fracaso? ¡siguió haciendo
lo mismo! Él estaba convencido que eso era lo que debía hacer y siguió haciéndolo.
Quizás en lugar de dirigirse a las multitudes empezó a dirigirse especialmente
al grupo que lo acompañaba, pero siempre haciendo lo mismo, diciendo lo mismo. El
fracaso no era el problema ni el tema. El Reino de Dios, predicarlo,
ilustrarlo, presentarlo era el tema. Y ese fracaso llegó a la plenitud en la
cruz. Expresión plena del fracaso. En todo caso, si se quiere, el tema no es el
fracaso de Jesús sino si fracasó o no el Reino de Dios.
Otro ejemplo, también ilustrativo, ocurre en un
texto de Pablo (2 Corintios 2,14). Allí Pablo dice que “Dios nos lleva en su
triunfo en Cristo”. Cuando comento el texto, lo primero que hago es explicar de
qué se trata con un “triunfo” (que nada tiene que ver con nuestro uso habitual
del lenguaje). Muestro que se trata de una liturgia militar, en la que delante van los
jefes vencidos son paseados con sus mejores atuendos, junto con los trofeos de
guerra para “honrar” al jefe vencedor de la guerra que mereció tal celebración
(que rara vez se concedía). Detrás del vencedor, a quien se le concedía “el
triunfo” y se exhibía en un carro con cuatro caballos, que pasaría debajo de un
“arco de triunfo”, marchaban los generales co-vencedores. La procesión finalizaba
con el sacrificio a los dioses de los vencidos y la fiesta de los vencedores. Cuando
cuento esto, formulo la pregunta: Dios nos lleva en su triunfo, ¿cómo
vencedores o como vencidos? Y unánimemente la respuesta es como “vencedores”
(yo creo todo lo contrario, y trato de mostrarlo, a continuación). Ser
vencidos, ser derrotados, parece algo espeluznante.
Y aquí empieza mi pregunta… Si somos seguidores de
un derrotado, ¿por qué tenemos tanto miedo a serlo? ¿Por qué mis amigos me
quieren defender de mi explicándome cosas que no logro creer o asumir?
En lo personal, obvio que, en clases, trato de
explicar lo mejor que sé, ilustrar lo mejor posible, actualizarme y ser el
mejor docente que estoy capacitado a ser, pero mi objetivo es tratar de que sea
recibido aquello que debo transmitir. Obviamente no puedo cambiarlo, minimizarlo,
acotarlo… Ser profesor de Biblia significa tratar que la Biblia sea conocida,
recibida, aceptada, y hasta amada. Pero sabiendo que, como pasó con Jesús, por
ejemplo, con Pablo, con tantos y tantas, eso no significa que vaya a ser bien
recibida, o aceptada, o conocida.
Finalizo con un ejemplo más: es evidente que
muchísimas veces, los seres humanos, al exaltar a alguien (y “en cristiano” un
ejemplo es el reconocimiento de alguien como santa o santo) solemos
domesticarlo. Hacerlo entrar en casa (domus) de modo que no nos obligue a
cambiar, que no nos desarme todo lo que ya tenemos organizado y estructurado. Y,
entonces, bien acomodado o acomodada lo/a recibimos y “aplaudimos”. Con lo que
solemos amputarle toda su novedad, lo subversivo, lo profético, lo creativo,
sus desafíos. En cierto modo, al domesticarlo, lo o la hemos hecho “como
nosotros”, uno o una más. Y nos quedamos cómodos con eso. Hemos hecho triunfar
a alguien, pero ella o él, ¡han fracasado!
Imagen tomada de https://ar.pinterest.com/pin/53269208080873162/?mt=login
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