Creer o no creer, esa es la cuestión
Eduardo
de la Serna
En nuestra vida diaria nos
movemos constantemente en el ámbito de la creencia o no. Creemos que el paquete
que compramos de un kilo de un producto tiene un kilo, y no menos; creemos que
podemos cruzar con el semáforo en verde porque los conductores respetarán la
señal; creemos que un amigo o amiga estará a nuestro lado cuando lo precisemos…
Creer no significa ignorar que un empresario puede estafar con la balanza, que
un conductor puede no respetar las señales de tránsito, que un amigo nos puede
defraudar… Sabemos que eso puede ocurrir, pero seguimos creyendo. Seguimos
confiando. Si dudáramos de todo y en todo, la vida se haría insoportable.
Debemos pensar, debemos estar atentos, y – en ocasiones – dudar, pero confiar es algo que nos constituye como humanos.
En esa misma línea de pensamiento, podemos creer que Dios existe. O no. Del mismo modo que ocurre con un amigo o amiga, que con el tiempo es más sensato creer que lo es, es decir, que podemos confiar, pero no tenemos modo de “probarlo” (como sí podríamos probar si el paquete tiene o no un kilo). Porque es algo que no podemos “probarlo” todos hemos tenido experiencias que nos han desilusionado (“creí que era mi amigo/a”) y también amistades firmes que resisten el tiempo (y cuya amistad se confirma y reafirma, especialmente “en las malas”). Con Dios ocurre lo mismo: no podemos probar que exista, pero podemos creerlo.
Si notamos los verbos usados: afirmar, reafirmar, confirmar, confiar, fiarse son todos términos “parientes” de la fe. Y, siguiendo con la imagen de la amistad, es evidente que no es sensato poner a prueba a un amigo o amiga para “asegurarse” que lo sea; actuar de ese modo pone en riesgo la amistad. Pero eso no quita que haya cosas que la ponen a prueba (“las malas”, por ejemplo). En ocasiones, hablando de Dios, buscar “pruebas” (milagros, sanaciones, manifestaciones del espíritu, etc.) suele ser indicio de una fe débil. Curiosamente, “en cristiano” la fe nunca es más plena como cuando nada nos invita a creer; la “cruz” es el ejemplo más acabado: Jesús experimenta incluso que Dios lo ha abandonado (Marcos 15,33), y es en ese momento que podrá expresar que “todo está cumplido” (Juan 19,30) y que Él es su Dios.
Ahora bien, si es cierto que podemos creer o no en Dios, una vez aceptado, no es lo mismo “uno que otro”; es decir, el paso siguiente es pensar ¿cómo es el Dios en el que creo? Y también, ¿cómo es el Dios en el que no creo? Luego de creer en Dios, es importante entender (al menos un poco, en una “dirección”) cómo es Dios. Para entendernos, no es lo mismo si creo en un Dios que es sádico, que es castigador, que es un “viejito bueno que no interviene”, que es una especie de militar que ordena y espera obediencia, etc. Señalo que ese hecho de creer cómo es Dios es una dirección porque si pudiéramos entender plenamente “cómo es Dios”, pues… no sería Dios; si de Dios se trata, este sería in-menso. In-finito, in-visible, in-abarcable (señalo el prefijo “in” porque en esos casos estamos diciendo lo que Dios no es: no es medible, no es limitado, no es visible…). Para ser concretos y dar un paso más, los cristianos, sencillamente, creemos en el Dios de Jesús; es decir, el Dios que Jesús nos muestra con sus palabras y sus gestos. Un Dios al que fuimos conociendo de a poco (eso sería el Antiguo Testamento) hasta que, en el tiempo esperado, se manifestó plenamente. Y, para seguir con la imagen original, ese Dios se va mostrando como se muestra un amigo (ver Éxodo 33,11) y cuando llega el tiempo de Jesús, el Evangelio de Juan nos dice claramente:
«Ya no los llamo esclavos, porque el esclavo no sabe lo que hace su señor. A ustedes los he llamado amigos porque les he dado a conocer todo lo que escuché a mi Padre» (15:15).
A veces,
precisamente porque la fe no se puede “probar” (como sí se puede probar si un paquete tiene o no un kilo) puede sobrevenir una crisis. Una
crisis es una etapa de dudas, de preguntas, de búsqueda de indicios… (crisis es
una palabra griega que significa “juicio”; es decir, en nuestra situación concreta juzgamos si es sensato o
no creer). Las crisis suelen ser muy importantes porque ayudan a profundizar el
sentido, a dar más firmeza a aquello que “creemos”. Una crisis de fe puede servir
para perderla o para que esta resurja más afianzada, más sólida (la idea de la fe
en el mundo bíblico tiene la imagen de las raíces o los cimientos, es decir,
algo que se eleva y resiste, por ejemplo una tormenta, porque tiene bases
sólidas).
Pero todavía
falta un paso: el primero es creer o no creer que “hay un Dios”; el segundo es
creer cómo es y cómo no es el Dios en el que afirmamos creer. El tercer paso es
“creerle a Dios”. Insisto lo ya dicho en otra ocasión: creer no es lo mismo que “obedecer”. Puedo obedecer,
como un niño, lo que creo que debo hacer porque Dios así lo ha mandado, pero
también puedo, como adulto, creer que esto o aquello es bueno, es vida, es lo
mejor… porque le creo a Dios (especialmente, cuando le creo en la crisis, en la
“noche” o la “tormenta”).
Creer o
no creer, como se ve, es muy amplio; es un camino. Y, para volver al comienzo, la
fe en Dios es como la amistad, porque en un primer momento puedo creer que
alguien es mi amigo o amiga, luego – cuando nos vamos conociendo más y mejor –
voy a saber cómo es esa amistad, cómo es él o ella, para, finalmente, y
especialmente en los momentos complicados, saber que cuento con él o ella, o
que ella o él cuentan conmigo, porque “no hay amor más grande que arriesgar la
vida por los amigos” (Juan 15,13). Como Jesús lo hizo. De confiar se trata la fe.
Foto
tomada de https://www.primeraedicion.com.ar/nota/100596458/el-sur-de-brasil-en-alerta-roja-por-la-llegada-de-ciclon-yakecan/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Cualquiera puede comentar y no será eliminado, aunque no este de acuerdo con lo dicho, siempre que sea respetuoso (caso contrario, será borrado). Pero habitualmente no responderé los comentarios, ni unos ni otros, para no transformar este blog en un foro. De todos modos, podrán expresar su opinión.