La muerte de los profetas
Eduardo de la Serna
Mirando
la muerte de algunas y algunos, se impone ahondar en la sabia doble pregunta de
Ignacio Ellacuría, referida a Jesús: ¿por qué muere? ¿por qué lo matan? Es
evidente que en numerosos casos no coinciden las intenciones. Obviamente
coinciden en la persona, pero, por ejemplo, en el caso de Jesús, es evidente
que no quiere ni puede negar el rostro de Dios que ha revelado con sus palabras
y sus gestos, ese Dios que es Padre y que reina cuando sus hijas e hijos son
verdaderamente hermanos y hermanas. El que vino a “reunir a las ovejas perdidas
del pueblo de Israel” quiere, hasta el extremo, mostrar esa fraternidad y
sororidad que muestra, a las claras, cómo es Dios, dónde está Dios, cuál es el sueño
de Dios para la humanidad… Pero esta persona, con esa actitud, pone en riesgo
la pax romana que Pilato debe asegurar; y por otro lado, la popularidad
de Jesús (como la entrada en Jerusalén lo había mostrado), hacía temer en
Caifás y su grupo más cercano, que el movimiento que va surgiendo provoque una
drástica intervención romana y ponga en riesgo el tolerante statu quo
alcanzado entre ambos poderes.
Pero
también es un aporte añadir la interpretación que, de esa muerte, brindan
ciertos autores: que murió por los pecados, que murió para elevado, elevarnos,
etc. El Evangelio de Lucas constantemente repite que Jesús es “profeta”, más semejante
a Elias que semejante a Moisés. Pero él sabe también que los profetas fueron
asesinados por “los padres”, ¿a qué profeta no asesinaron? Por eso, presenta el
asesinato de Jesús como “muerte de profeta”.
El profeta es aquel o aquella
que “habla en nombre de
Dios”, y no se puede ignorar que muchísimas veces los destinatarios (y los de
fuera) no quieren escuchar a Dios; los casos de Jeremías y de Ezequiel son harto
elocuentes. Pero más allá de que sean o no escuchados, la vida del profeta
revela (¡y también su muerte!) que ¡había un profeta! Dios no se desentendió de
los suyos; son los suyos los que se han desentendido de Dios; y en la vida – sus
gestos y sus palabras –, y su muerte, que también es una palabra, Dios sigue
hablando. Nos toca a nosotros escucharlo.
A pesar de seguir el relato de la pasión de Marcos,
Lucas incorpora elementos que le son propios. Omite elementos y añade otros,
como fácilmente puede verse. La misericordia, que era tan importante en el centro
del Evangelio se despliega por doquier en la pasión hasta el extremo de que
Jesús pide el perdón de Dios para todos “porque no saben lo que hacen”. Finalmente,
entregado en Dios (a deferencia de la angustia patente en Marcos y Mateo) le
confía a Dios su espíritu. El profeta Jesús muere confiado en Dios, asesinado
por las autoridades, a las que, a su vez, perdona. Y, siempre siguiendo a
Lucas, la Iglesia está llamada a una militante vocación profética. Si la
Iglesia no es profética estaría faltando a su misma vocación y al seguimiento
de Cristo, según Hechos.
En la historia de la humanidad, y en la de la
Iglesia, hay numerosos casos de martirios. Personas que, con su vida, hasta el
extremo violento de su muerte, dan testimonio de fidelidad en aquello que han proclamado
y creído. Pero algunos de ellos son matados porque se quiere hacer callar su
voz. Voz que Dios dice por su intermedio, voz de profetas. De Romero se decía
que era “voz de los que no tienen voz”, que “podrán callar al profeta, pero su
voz de justicia no” y que “nadie hará callar tu última homilía”. Romero debía
ser acallado; hablaba tan claramente “en nombre de Dios” que se atrevió a
ordenar “en nombre de Dios, ¡cese la represión!”
El profeta puede hablar en nombre de Dios porque
antes lo ha escuchado; siente lo que Dios siente ante la realidad, realidad de
gozo, realidad de dolor. Siente alegría porque los que Dios ama están mejor;
siente enojo, porque no lo están. El Dios que se goza del derecho y la justicia
transmite ese mismo gozo (o el lamento por su ausencia) y es recepcionado por
los y las profetas, ¡y lo gritan! Pero esa voz, debe ser acallada por los que prefieren
escuchar “otras voces”. En este caso, no tanto por confrontar con Dios, sino
por la defensa de un statu quo de injusticia y violencia. Por eso los
matan, por eso mueren.
Pero quizás debamos reconocer que, como en cierto
tiempo de Israel, hoy no pareciera haber profetas. Quizás haya militantes que –
para el establishment – debieran ser eliminados, pero pareciera que faltan
profetas, falta una “voz de Dios”. Claro que siempre queda una pregunta… Si hoy
no se escuchan voces de profetas, ¿es porque Dios no habla y no tiene nada que
decir? ¿o será porque abundan esos sordos que no quieren oír? Porque si no
oyen, no hablarán, y si no hablan no dirán a todos la palabra de Dios que los
invita a cambiar. ¿Y cómo cambiarán si no hay palabras que, de parte de Dios,
les señalen el camino?
«Hijo de
hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Oirás de mi boca
la palabra y les advertirás de mi parte.
Cuando yo
diga al malvado: «Vas a morir», si tú no le adviertes, si no hablas para
advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, él, el
malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti.
Si por el
contrario adviertes al malvado y él no se aparta de su maldad y de su mala
conducta, morirá él por su culpa, pero
tú habrás salvado tu vida. (Ezequiel 3:17-19)
Foto
tomada de https://www.flickr.com/photos/bombeador/314589612
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