Ezequiel, un profeta mudo
Eduardo de la Serna
De
la vida de Ezequiel sabemos bastante poco. Era sacerdote (Ez 1,3) pero nunca aparece
en actos de culto; aunque hacia el final de su libro tiene una magnífica visión
de la restauración del Templo y de Jerusalén (caps. 40-48). Está en Babilonia,
en el cautiverio.
Es
bueno recordar que cuando los babilonios dominan sobre los judíos (año 597
a.C.), toman la ciudad de Jerusalén, ponen un rey vasallo y llevan cautivos a
la elite de la ciudad (Ezequiel entre ellos). Cuando diez años más tarde, el
rey vasallo amaga con rebelarse, los babilonios destruyen la ciudad, llevan más
cautivos aún y arrasan con el Templo (año 587 a.C.). Ezequiel escribe en este
tiempo intermedio entre ambas deportaciones; por eso en un primer momento
critica mucho la ciudad y su pecado (ver caps. 4-24. 33-36), pero cuando ocurra
la destrucción final, dejará esta actitud crítica y pasará a predicar la
esperanza (ver cap. 37-39 y lo ya dicho de 40-48). Así que tenemos dos momentos
clave en la predicación de este profeta. Sin embargo, hay un elemento que
merece nuestra atención, más allá de esta doble etapa. A ella queremos
dedicarnos en esta nota.
Como
a los demás profetas, Dios lo llama para hablar en su nombre a su pueblo. Eso
es lo propio de los profetas: “hablar en nombre de Dios”. Lo hacen con
palabras características: “así dice el Señor” (Is 1,18; 10,24; 22,15...;
Jer 2,2; 4,3...; Am 3,11; 5,3...; Abd 1; Ag 1,2; 2,6; Zac 1,16; 2,12; Mal 1,4;
3,10...), “fue dirigida la palabra de Dios al profeta...” (Is 38,4; Jer
1,2.11; 2,1...; Jon 1,1; 3,1; Ag 1,1; 2,1; Zac 1,1; 7,4...), “oráculo del
Señor” (Is 1,24; 3,15...; Jer 1,8.19; 2,9...; Os 2,18.23; 11,11; Joe 2,12;
Am 2,11; 3,10...; Ab 1,4.8; Mi 4,6; 5,9; Nah 2,14; 3,5; Hab 2,18; Sof 1,2; 2,9;
Ag 1,9; 2,4; Zac 1,16; 2,9; Mal 1,2... [todas estas citas son sólo ejemplos,
porque se encuentran estas palabras muchas más veces; sólo pretendemos mostrar
que la idea es muy frecuente, y que se da en todos los profetas. No señalamos
ejemplos de Ezequiel ya que de él estamos hablando]) ... Y esas palabras de
Dios están dirigidas sea a un rey, un juez, a falsos profetas, o al mismo
pueblo. Claro que lo habitual en los profetas es que no fueron escuchados, o – peor
aún – fueron maltratados por hablar, como es el caso especialmente nítido de
Jeremías (ver, por ejemplo, Jer 20,7-10). La cosa es que Ezequiel recibe un
llamado de Dios quien le pone las palabras en su boca, en este caso en una visión:
debe tragarse un libro donde están escritas las palabras (2,8-3,3). Pero lo
dramático está en que Ezequiel sabe, ¡y Dios mismo se lo dice!, que no lo
escucharán (2,7; 3,6-7.11.27). ¿Para qué lo envía entonces Dios a hablar si no
será escuchado? O peor aún, lo escucharán pero como quien escucha a un buen
cantante, pero las palabras “entrarán por un oído y saldrán por el otro”:
«Y tú,
Hijo de hombre, la gente de tu pueblo anda murmurando de ti junto a los muros y
a la puerta de las casas, diciéndose uno a otro: Vamos a ver qué palabra nos
envía el Señor. Acuden a ti en tropel y
mi pueblo se sienta delante de ti; escuchan tus palabras, pero no las
practican; con la boca dicen elogios, pero su ánimo anda tras el negocio. Eres para ellos como un cantante de amor, tienes
buena voz y tocas armoniosamente. Escuchan tus palabras, pero no las practican».
(33,30-32).
Incluso,
llega a ocurrir que Ezequiel quedará mudo hasta que sea el momento preciso de
hablar de parte de Dios (3,24-27), con lo que el fracaso parece total: cuando
hable no será escuchado y en los demás momentos no podrá hablar. Podemos decir
que no es muy diferente a lo que sabemos de otros profetas, pero no podemos
dejar de preguntarnos el porqué de esta vocación. El ejemplo que el mismo Dios
le da, el de un centinela es clarificador (3,16-21), pero insuficiente: está
puesto para alertar los peligros, si avisa y no cambian de actitud, ellos serán
responsables, pero el centinela habrá cumplido su misión; en cambio, si no
avisa (por ejemplo, sabiendo que no será escuchado: “¿para qué voy a hablar si
no me escucharán?), ellos serán responsables de su situación, pero el centinela
también habrá fallado. Pero esto también parece insuficiente, parece un ejemplo,
pero en medio de una vocación al fracaso.
Y
acá es importante recordar que los profetas no son llamados “para sí mismos”
(en realidad, esto es válido para todos los ministerios y servicios en la
comunidad). El profeta existe para hablar de parte de Dios a su pueblo, por
tanto, no es el profeta el que cuenta, sino que cuenta Dios y cuenta el pueblo.
Dios habla, pero el pueblo no quiere escuchar, ¿y entonces? Pues entonces, la
palabra del profeta resulta un testimonio contra quienes no escucharon. No
podrán decir que Dios no dijo nada, no podrán decir “no sabíamos”, “nadie nos
avisó”. Serán responsables de su propio fracaso, porque Dios no se desentendió
de ellos. El profeta, que es “voz de Dios” debe – precisamente – hacerla
escuchar, y no puede omitir pronunciarla; al hacerlo “se darán cuenta de que
tenían un profeta en medio de ellos” (2,5; 33,33). Dios no se desentendió
de su pueblo, pero él no quiso escucharlo. Y eso que le ocurre a Dios es
semejante a lo que le ocurre al profeta. Éste debe repetir – como buen
centinela – “así dice el Señor” (2,4; 3,11.27). Es interesante en estos
textos recién citados que no se dice qué es, en este caso, lo que debe repetir
el profeta que dice el Señor; aquí no interesa la palabra concreta sino el
hecho mismo de que Dios habla a su pueblo y este no lo escucha. Él no se
desentiende de nosotros, aunque a veces no sabemos o no queremos escucharlo.
Pero sigue enviando profetas, aunque a veces los prefiramos mudos, o no nos
interpelen sus palabras.
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