Las praxis frente a los pobres
en los primeros siglos del cristianismo
Eduardo de la
Serna
En un planteo
quizás teológico, es pertinente saber qué decía tal o cual autor acerca de los
pobres. Podemos ver qué decían los profetas bíblicos, por ejemplo, o Jesús y
los primeros cristianos, o incluso los grande Padres de la Iglesia. Eso nos permite
pensar con seriedad acerca de cómo se ve la vida (o la muerte) de los pobres.
Por ejemplo, los pobres como “sacramento de Cristo”, o “vicarios de Cristo”,
por decir lo más común. Pero, por aquello de la “recepción”, de la vida y tradición,
por la presencia del Espíritu Santo, parece oportuno pensar, no sólo la teoría
sino también la praxis eclesial frente a los pobres, de leer la vida de los
cristianos se trata. Y me permito comentar tres elementos de diferentes tiempos
y lugares de la Iglesia de los primeros siglos.
I.- El testimonio
(o no) frente a los pobres. Es conocido el texto del gran Tertuliano de Cartago
(norte de África, ca. 160-220) acerca de la reacción de la sociedad al “ver” a
los cristianos, especialmente en su actitud frente a los pobres: “¡miren cómo
se aman!” (Apología 39,7). Pero eso no significa que, en la práctica, siempre
haya sido así. Y encontramos algunos textos que lo afirman: “Los ricos, por su
parte, con dificultad se juntan con los siervos de Dios por miedo a que se les
pida algo” (Hermas [Roma, primera mitad del s. II], Similitudines IX,
20.2) y también: “Así, pues, no nos contentemos con llamarle Señor, pues esto
solo no nos salvará (…) Debemos, eso sí, compadecernos los unos de los otros y
no ser avaros. Confesémosle con estas obras y no con las contrarias” (2º Clemente [mitad del s.II, autor y región desconocida], IV.1-3). La avaricia (que el
discípulo de Pablo llama “idolatría”, Colosenses 3,5) es una de las grandes
manifestaciones de la fuerza demoníaca contra la que era necesario el exorcismo
(así Orígenes, “durante muchos años Satán nos ha tenido atados y cautivos”… “la
palabra y la predicación de Cristo liberan” [Homilía, Josué I.7] y Justino, “cuatro
demonios esclavizan en particular a la gente: libertinaje, artes mágicas, afán
de riquezas y posesiones y la violencia” [1ª Apología 14,2-3]); es de señalar
que para Orígenes, cualquiera y sin ninguna formación especial podía realizar
un exorcismo (Contra Celso VII.4).
El testimonio,
o la falta de él, en la atención de los pobres y la solidaridad es un elemento
constitutivo fundamental de la fidelidad (o no) que la Iglesia reconoce.
II.- Los
tesoros de la Iglesia. Durante la
persecución de Valeriano (256-259) el Papa Sixto II es capturado y ejecutado. Lorenzo era su diácono y el gobernador de Roma – para financiar las guerras – le preguntó por los tesoros de la Iglesia.
Lorenzo le prometió que se los mostraría. Al día siguiente llevó a los pobres.
Interrogado dónde estaban los tesoros que había prometido, mostró a los pobres
diciendo: "Estos son los tesoros de la Iglesia” (Hi sunt thesauri
ecclesiae) (San Ambrosio [ca. 340-397], De officis ministrorum,
II,2.28; PL 16, col 141). Es de notar que, si bien en Oriente se conservaron
las “Actas de los mártires”, en Occidente no ocurrió esto [¿quemados en la
persecución de Dioclesiano (primeros años del s. IV)?], por lo que debemos
recurrir al testimonio posterior de los cristianos, como Ambrosio).
III.- El puesto de los pobres. Durante la primera mitad del s. III, en Siria un autor desconocido,
quizás judeo-cristiano, escribe una obra que se conoce como “Didascalia de los
Apóstoles”, que se conserva solamente en siríaco. En ella se narran diferentes
situaciones de la Iglesia. Los ministerios ya estaban más establecidos, y una
cierta discriminación de género y social es evidente. En la celebración eucarística
– dice – en la punta oriental se sienta el obispo rodeado de los presbíteros.
Varones y mujeres laicos están separados. Los niños en un costado. Cada quién
debe ubicarse en el lugar que le corresponde, teniendo en cuenta el honor, y quién
no tenga la debida compostura será reprendido por el “diácono interior”. El “diácono
exterior”, en la puerta, recibe a los rezagados y les franquea o impide la entrada,
según el caso. Si es una persona honorable, debe conducirla al “lugar que le
corresponde”. Si fuera un presbítero u obispo, ha de conducirlo al lugar oriental
de preeminencia. Si alguien no cediera su puesto al honorable recién llegado,
el obispo no interrumpe su predicación, pero el diácono interior debe
avergonzarlo en público. Todos deben aprender “a ceder su sitio a quienes son
más honorables”. ¿Pero qué ocurría si el recién llegado fuera un pobre? Sorprendentemente,
ahora, al obispo, que no había interrumpido en ningún momento su sermón, “Tú,
obispo (dice la Didascalia) interrumpirás tu sermón y harás un sitio para el
pobre cediéndole tu sede… deberías actuar de corazón en favor suyo, aun cuando
tú debas sentarte en el suelo” (DidAp II.58.6).
En la Iglesia primitiva, es evidente, no sólo se teologizó acerca
de los pobres, incluso con vehemencia y profetismo, sino que, también, se
pretendió militantemente, que la praxis eclesial reflejara el lugar que los
pobres han de tener, y la reacción cuando esto no ocurriera. O tempora, o
mores!
Dibujo tomado de https://www.lmcomboni.org/exe/EvangeliiGaudiumES/la_inclusin_social_de_los_pobres.html
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