El sentido de la muerte
Eduardo de la
Serna
La vida, y, por
tanto, la muerte, no tienen un sentido. Por eso algunes la orientan en una y
otres en otra dirección. Pero sí podemos darle un sentido, es decir, dirigirlos
hacia un modo de vida, hacia una razón. De allí la clásica frase que, por lo
que sé, pertenece al gran Helder Cámara: “quién no tiene una razón para morir,
no tiene una razón para vivir”.
Podemos
afirmar, además, que la dirección que uno imprima a su vida no necesariamente
es la que otres reciben. Un ejemplo evidente es entender que yo puedo disfrutar
el sentido que doy a mi vida, pero que ese tal sentido, perjudica, o trastorna
la vida de otres. Esto es algo, en muchísimas ocasiones normal. Por ejemplo, en
el amor. Uno puede amar a cierta persona, y, eso provocar, desazón en otras por
no ser elegidas… Sin duda, lo que solemos llamar “realización”, en un primer
momento, vendrá dado por la concreción de la dirección que cada quién imprime a
su vida. Es decir, yo puedo sentir que mi vida ha alcanzado un sentido, pero
ese tal puede no ser celebrado por otros.
Valga esta introducción
para entender ciertas vidas. Y ciertas muertes. Especialmente vale para las
vidas públicas. Alguien que se ha dedicado a la política, por caso, es de
esperar que realiza su sentido en la medida en que ha alcanzado, en mucho, o en
parte, la felicidad de su pueblo. Por supuesto que puede haber quienes finjan
celo político, pero – en realidad – su meta es concretar negocios, enriquecerse,
lograr fama o poder (lo hemos experimentado en nuestro pasado inmediato)… Pero,
por el objetivo aparente, puede, de todos modos, evaluarse por el logro público
o no.
La reciente
muerte del ex presidente, senador, gobernador Carlos Menem, puede pensarse en
esta clave, sin duda. La falta de congoja popular, evidentemente “algo dice”.
Obviamente, es lógico, que muchos de sus antiguos compañeros, aliados (“cómplices”
diría alguno) y sus familiares se entristezcan. También es lógico que
oficialmente se haga un cierto reconocimiento protocolar. Pero, resulta
evidente, que el neoliberalismo, que se introdujo por la fuerza en un gobierno
dictatorial y genocida, y no se sostuvo, necesitaba entrar “popularmente”, para
lo que fue necesaria la traición. [En un segundo (o tercer momento, el macrismo)
fue necesaria la mentira y el odio.] Pero, en lo personal, nada de esta muerte
me entristece. Ciertamente no me alegra, ni la celebro. Pero entristecerse, o
dolerse, es otra cosa. Murió uno que destruyó las raíces más profundas de la
solidaridad, la justicia social, la vida y el futuro con esperanza de un pueblo.
Uno aplaudido por Alsogaray y abrazado con Isaac Rojas, nada menos. Alguien
reconocido por Mirtha, Malena, Domingo Felipe, obviamente, y muchos, muchísimos
otros innombrables. Murió impune uno que hace patente la falta de justicia (o
la justicia direccionada y manipulada, que, en este caso, es lo mismo). Los
organismos de Derechos Humanos, ciertamente, no harán duelo, como sí lo harán
los genocidas y sus familiares. Se podría hacer una larga lista de hechos
lamentables de su gobierno, ¡muy larga!; simplemente valga a modo testimonial
ver la lista de quienes lamentan su muerte y la de quienes sólo cuestionan su
paso por la función pública. Y mirando los nombres, es evidente de qué lado
elijo quedarme.
Foto tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Bandera_de_Argentina_a_media_asta.jpg
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