Abanderada
Eduardo de la Serna
El o
la abanderada es aquella persona que lleva la bandera. En la escuela solía ser
el mejor alumno. Con el tiempo, menos meritocrático quizás, en ocasiones se
elegía al mejor compañero o compañera, por ejemplo (aunque no es poco mérito
ser buen compañera/o).
Hacer
memoria (re-cordar, volver a pasar por el corazón, re-membrar, volver a pasar
por los miembros) de quien fuera abanderada es digno. Justo y necesario.
Especialmente cuando hace poquito, ayer nomás, se cumplieron 100 años de su
nacimiento y desde la nada oficial, la amnesia macrista, se silenció, se calló
nada menos que su voz, esa que movía, conmovía, removía… A lo mejor en el
gobierno tenían ellos sí angustia de saber que con sólo hacerla presente muchas
caretas caerían.
Una mujer
de pueblo, salida de en medio de los pobres, fue reconocida por los humildes
como su abanderada. No se me ocurre nada más enorme, nada más gigantesco que el
hecho de que los abandonados sepan que esa humilde mujer lleva dignamente su
bandera: hace suyos sus clamores, comparte los abrazos, mira de frente con los
ojos de la dignidad.
Por
eso supieron, los ignorantes, odiarla. Por eso cuando enfermó pintaron paredes
con “viva el cáncer” mientras el pueblo, los pobres, los “grasitas”, los
insignificantes, empezaron a preparar el duelo y llorarla. El odio, como pocas
veces, se mostraba en toda su impotencia y prepotencia. Una mujer, que no negó
(como hoy tantas y tantos) ni un “tantico así” sus orígenes, sus raíces, su
historia. Por eso la odiaban. Por eso la amaron. Y la aman.
Un
día, un 17 de octubre de 1951, pocos meses antes de morir (el 26 de julio de
1952), pronunció un discurso maravilloso. Me permito – aunque extensas -citar
unas partes:
Yo no le diré la mentira acostumbrada;
yo no le diré que no lo merezco; sí, lo merezco, mi general. Lo merezco por una
sola cosa, que vale más que todo el oro del mundo: lo merezco porque todo lo
hice por amor a este pueblo. Yo no valgo por lo que hice, yo no valgo por lo
que he renunciado; yo no valgo ni por lo que soy ni por lo que tengo.
Yo tengo una sola cosa que vale, la
tengo en mi corazón, me quema en el alma, Me duele en mi carne y arde en mis
nervios. Es el amor por este pueblo y por Perón. Y le doy las gracias a usted,
mi general, por haberme enseñado a conocerlo y a quererlo. Si este pueblo me
pidiese la vida, se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado
vale más que toda mi vida. (…)
Yo no quise ni
quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la
bandera de mi pueblo y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que
ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Yo sé que
Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de
la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla
tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.
De eso
se trata la bandera de la abanderada: de estar del lado de los pobres, aunque
eso implique ser odiados, despreciados, y – en ocasiones – perseguidos y
desaparecidos, o torturados, encarcelados y otras cosas a los que los “republicanos”,
“demócratas” y “civilizados” tienen acostumbrados a los pobres y a quienes
hacen con ellos su causa (y las imágenes de Evita siguen apagadas a casi 2 años
del nuevo gobierno, ¡gracias, Arroyo!). Causa que también es la de Dios, repitamos a
Eva, a quien el pueblo llama cariñosamente “Evita”. Porque los odiadores, lo
sabemos bien, y los negadores, siguen presentes, y “ahí están”; pero también
está presente Evita. ¡Ahora, y siempre!
Foto tomada
de http://www.alternativepressagency.com/713_noticia/enfermedad-y-muerte-de-eva-pern
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