«Nosotros los religiosos, los buenos, los puros»
Eduardo de la Serna
Había
una serie de cosas que el pueblo judío tenía claras, como cosas que lo
constituían. Ellos eran el pueblo de Dios y Él era su Dios. Como pueblo de Dios
ellos debían encontrarlo de un modo diferente a como los demás pueblos se
encontraban con sus dioses y diosas. Vivir conforme a la voluntad de Dios era
el modo; y si en un primer momento el planteo era de “obediencia”, más adelante
se empieza a ver en clave “amor”, entonces, al Dios que antes se le debía “temer”,
ahora estamos invitados a “amarlo”. En los últimos escritos, especialmente los
sapienciales, todavía se da un paso más y la invitación que se insinúa es a “agradarle”
a Dios, cosa que Pablo repite con insistencia. Ahora bien, esta actitud con
respecto a Dios tenía la ventaja de que podía vivirla, y reconocerse entre
ellos, porque estaban en la tierra de Dios (ver Ex 5,5), donde se vivía la “ley
de Dios”, y gobernado por un rey que era visto como “hijo de Dios”. Pero en los
años 597 y 587 a.C. los babilonios tomaron Jerusalén, depusieron sus
autoridades y, finalmente destruyeron la ciudad y el templo llevando a la elite
judía cautiva al destierro. En la tierra quedaron los pobres (2 Re 24,14), pero
los que “cuentan” (los “importantes”) fueron llevados al exilio donde empezaron
a vivir una crisis, ¿cómo encontrarnos con Dios “en tierra extraña”? Allí, por
un lado, muchos empezaron a reelaborar contraculturalmente los relatos de la
creación, del diluvio y otros textos remarcando que no era el dios Marduc sino
Yahvé el creador, el que acompaña en el diluvio, etc., pero, por otra parte,
¿cómo vivirlo? ¿Cómo experimentar el encuentro? Es así que, especialmente los
sectores sacerdotales, profundizan un modo más interior que el pasado para “sentirse
judíos”, y acá, entonces, se refuerza la importancia de la circuncisión, se destaca
la importancia del sábado y el descanso y se profundizan las leyes de “pureza”
(con las que se entendía que había alimentos puros e impuros, y personas puras
o no; por ejemplo, un judío sólo podía casarse con una judía y viceversa; jamás
con “hijos de un dios extranjero”). Ahora bien – y acá lo que me interesa
reflexionar – cuando los persas dominan Babilonia y permiten a los judíos que lo
desean regresar a su tierra, los que lo hacen vuelven con estos esquemas mentales.
Pero la “gente de la tierra”, los que habían quedado, no habían dado esos
pasos. Entonces, los de la elite regresados, empezaron a considerar impuros a
quienes, casados con no-judíos no rompieran su matrimonio (Mal 2,11). Así, el
término “gente de la tierra” (en hebreo ‘am haaretz) que antes era
positivo, empezó a ser despectivo.
En tiempos de Jesús, según narra Juan,
pareciera que algunos de los sectores de la élite también tienen una mirada
crítica a los seguidores de Jesús: «¿Acaso ha creído en él
algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos
malditos». (Jn 7,48-49). Si bien es posible que esto sea algo más propio de los
tiempos de Juan que de Jesús, no deja de tener significación.
En los escritos rabínicos y el Talmud, posteriores – al
menos en la redacción – al tiempo de Jesús, se da un paso más aún: está
recomendado evitar (o directamente prohibido) comer con ‘am haaretz;
estos eran “ignorantes”, no eran “el verdadero Israel”.
Es interesante, por un lado, notar la evolución que ha
sufrido el término, de referir a los “judíos” a pasar a referir a los “malos judíos”.
Pero es importante, también, notar cuál es la actitud de Jesús y el
cristianismo de los orígenes frente a ellos. El contraste, especialmente viene
dado con los “fariseos” que se entienden a sí mismos “separados” (de allí parece
que viene el nombre, fariseos; aunque hay que señalar que no es fácil hablar
con precisión de este grupo porque ha pasado por muy diversos momentos y las
fuentes para conocerlos no son precisas). Es sabido que, como grupo muy
religioso (y detallista) los fariseos pretenden ser cuidadosamente fieles a
Dios, vivir la vida cotidiana como si la casa, el trabajo, las comidas fueran en
el Templo. Pero no es menos cierto que los fariseos fueron un grupo no muy
numeroso (aunque sí, al menos en momentos, muy respetado). El común de la
gente, el “pueblo”, los ‘am haaretz no tenían esas actitudes, y – al menos
en algunos momentos – fueron despreciados por aquellos. Jesús, como hemos
señalado en otras ocasiones, no pone su acento en la pureza, relativiza el
sábado y, si bien, él y sus primeros discípulos, estaban circuncidados, ya en
las primeras comunidades, la apertura a los “incircuncisos” fue evidente
(aunque conflictiva por momentos). Es decir, precisamente aquello que era
sustancial para los que volvieron del exilio, era relativizado por Jesús y su
grupo. Lo que para Jesús cuenta principalmente, entonces, no es la actitud
religiosa de fidelidad (aunque no la critica cuando se vive honradamente) sino
la actitud de vivir como verdaderos hermanos y hermanas, que es donde Dios
reina. La actitud de desprecio a los “no piadosos” es, precisamente, una
negación de esta fraternidad y sororidad que Jesús propone. Es desde y con los ‘am
haaretz que Jesús empieza a mostrar este reinado; es desde y con los “débiles”
que Pablo empieza a mostrar el cuidado y respeto al “cuerpo eclesial”, es en la
atención de los desprotegidos, como “el huérfano y la viuda” donde se ve la
verdadera religiosidad. No se trata de ser “piadosos y puros” (y creerse superiores),
se trata de “ser hermanxs”. De eso se trata.
Foto tomada de https://www.religiondigital.org/vaticano/Francisco-ama-Dios-hermano-mentiroso-religion_0_2193980606.html
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