La muerte
Eduardo de la Serna
Por
motivos absolutamente razonables, en todas las culturas, y en todas las
religiones, la muerte es un tema de honda reflexión. Se cuenta que, en algunas,
por ejemplo, cuando la muerte ocurre después de una vida larga, fecunda y
feliz, el acontecimiento es vivido como una fiesta, pero, cuando es fruto de
enfermedad, hambre, hechicería o violencia (es decir, cuando esta no es
“natural”) es vivida como un drama.
Probablemente
así se entendiera en algunos momentos bíblicos. La pareja originaria (Adán y
Eva), nada indica que estuviera imaginada como inmortal, pero sí que su muerte
sería un “apagarse”, o un “dormirse”. Cuando se afirma que “por el pecado,
entró la muerte” (Romanos 5,12), nada indica que se refiera a que fuera pensada
como que, en el relato original, el ser humano no moriría. Sin embargo, cuando
esta ocurre como consecuencia de la injusticia, la guerra, la violencia, es
fácil imaginar que se trata de una consecuencia del pecado. Por eso, en el
común de los relatos, una expresión de la bendición divina que se ha conseguido
(o, caso contrario, que se ha perdido) se manifiesta en lograr alcanzar una
“vida larga y feliz” (ver Deuteronomio 22,7).
Sin
embargo, en un momento, la literatura bíblica entra en crisis: la experiencia
(que todos tenemos) de la muerte imprevista del justo o del bueno, provoca una
crisis religiosa en Israel. Esta crisis se agrava cuando (en tiempos del
imperio griego) son premiados los malvados y los que se mantienen fieles a Dios
son asesinados. ¿Qué pasa con estos muertos?
A
esto se ha de añadir que, para un pueblo religioso, como lo es Israel, no poder
estar en contacto con Dios es lo peor que puede ocurrirle a alguien. Es la misma
gravedad de las impurezas varias: una persona que ha incurrido en impureza (que
no tiene necesariamente ninguna relación con el bien o el mal: una persona que
ha enterrado a su padre, ha hecho algo totalmente bueno, pero queda impura; una
mujer que ha dado a luz un hijo, es bendecida, pero queda impura) no puede
tener relación con Dios o con los demás hasta no recuperar la pureza necesaria.
Así mirado, lo peor de los muertos es que no pueden relacionarse con Dios (“los
vivos son quienes te alaban”; Salmo 115,17-18).
En
este contexto surge, en algunos ambientes judíos, la expectativa en la
resurrección. Los justos que han sido asesinados, volverán a la vida para
seguir todo aquello que les han interrumpido (por tanto, volverán a morir al
llegar a la plenitud de su existencia).
En
otros ambientes, en cambio, que no esperan este volver a la vida, se supone que
esta se prolonga en la descendencia (parece la imagen subyacente en la idea de
tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro: trascender).
En
tiempos de Jesús, todo indica que la mayoría del pueblo de Israel esperaba “la
resurrección final” (Juan 11,24), es decir, volver a la vida común, aunque,
como dijimos, no todos tenían esa expectativa (por ejemplo, el partido de los
saduceos, es decir, la elite religiosa y sacerdotal del pueblo). La experiencia
de la resurrección de Jesús llevó a los cristianos a entender la resurrección
de otro modo: ya no como algo a vivir entre los humanos, sino algo a vivir en y
con Dios y con Cristo. Es una vida plena, pero no una vida humana, sino divina.
Por eso, con la novedad de Jesús, el que ha resucitado “ya no muere más”
(Romanos 6,9). Por eso, si la muerte es un “dormirse”, la resurrección es vista
como despertar, o levantarse para ser llevados por Dios al encuentro con Cristo
(1 Tesalonicenses 4,14).
En
algunos ambientes, especialmente griegos, se entendía la muerte como una
“separación del alma y el cuerpo”, algo incomprensible para el mundo bíblico.
Esa imagen sostenía la “inmortalidad del alma” que, además, vivía en el cuerpo
como en una cárcel (“cuerpo, cárcel del alma”). Al morir el cuerpo, ésta se
liberaba. Ciertamente esta imagen no puede entender la resurrección (porque
sería volver a encarcelar el alma que se había liberado). Contra estos escribe
Pablo el capítulo 15 de la primera carta a los corintios, afirmando que esos
tales terminan negando la misma resurrección de Cristo. La concepción bíblica
de la persona humana no es dualista (“cuerpo y alma”) sino unitaria, y por eso
toda la persona muere… pero toda la persona – como en una nueva creación, como
un nuevo Adán (1 Corintios 15,22.45) – es resucitada por Dios como lo fue
Jesús. Esto es lo que repetimos en el Credo: “creo en la resurrección de la
carne y la vida eterna”.
Foto
tomada de https://actualidad.rt.com/ciencias/view/125233-muerte-cientifico-estadounidense-afirma
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