Novedad, reforma y lifting
Eduardo de la Serna
En
la vida cotidiana, con personas o con cosas, cada tanto pretendemos que haya
algún cambio. Ciertamente, según la profundidad u hondura ese cambio será más o
menos fundamental, más costoso de reconocer o de aceptar, más vital. Un
edificio se puede retocar y pintar, se pueden hacer reformas importantes,
ampliando espacios, modificando estructuras, o se puede hacer todo de nuevo. No
se trata solamente de un tema de tiempo (evidentemente, pintar una pared no
insume el mismo tiempo de construirla, revocarla, pintarla, o, tampoco que
empezar todo casi de la nada). Obviamente, además, la recepción ante el
“producto terminado” será diferente: un color puede gustar o no, y,
eventualmente, se lo puede volver a modificar; no es algo excesivamente difícil.
Aceptar un cambio estructural suele ser más complejo (basta recordar la
dificultad que significó la aceptación de la modificación de los altares en el
posconcilio, para que los celebrantes no quedaran “de espaldas”). Y, todavía, más
complicado, frente a algo comenzado “de cero”, la actitud decididamente, puede ser
de rechazo. O no.
En
las cosas de la vida eclesial, suelen ocurrir cosas semejantes. Y cada una
tiene su sentido… y su aceptación o rechazo.
Hay
ocasiones en las que se pretende un simple “lavado de cara”; y no me refiero a
lo edilicio (aunque lo incluya). Que se acepten o no determinados instrumentos musicales
en la liturgia parece algo, en cierto modo, superficial. Obviamente hay gustos
y hay sensibilidades, pero difícilmente alguien, sin trivialidad, diría que se
trata de algo fundamental. Poner toda la atención y palabras en un florero, o
en la disposición de los bancos, por ejemplo, sólo manifiesta la propia
nadería. Es razonable que en una comunidad con una cierta periodicidad se
modifique o actualice el cancionero, o algunos elementos de la liturgia, y todo
eso apunta, fundamentalmente, a mostrar más “amable” el rostro de la comunidad,
de la vida celebrada… Lo mismo es razonable, si se puede (lo económico influye,
por cierto) cambiar la pintura, modificar ciertos adornos, incorporar alguna
imagen religiosa, etc. Difícilmente una comunidad se opondría en lo fundamental
a la conveniencia o pertinencia de esto. Aunque sí es posible que alguien pueda
decir, por ejemplo, que no le gusta el nuevo color, o que prefería el orden
anterior, etc.; se trata de gustos, lo que es un derecho (derecho no sería, pretender
que se haga lo que yo quiero porque yo lo quiero). En principio, sin embargo,
se ha de suponer que todo cambio, aun pequeño, debería tener una razón que lo
justifique: sea que las paredes están sucias, en caso de la pintura; sea que la
intención de la eucaristía entendida como cena compartida, justifique sacar el
altar de la pared para que todos puedan sentirse en torno a la mesa… No se
trata de “cambio porque sí”, lo que no parece razonable. La razón podrá ser
estética, pastoral, histórica, cultural, etc. pero se supone que debiera haber
una razón.
Estos
cambios, cuando se concretan, suelen ser, de un modo especial, frecuentes en
orden a manifestar la vitalidad y el dinamismo de una comunidad, y a hacer más
acogedor el espacio al que se abren las puertas a los que se quiere invitar a participar
en ella.
Un
problema radica cuando el pequeño cambio, estético o periférico, se da, en
realidad, para que, en realidad, no haya cambios profundos (es lo llamado
gatopardismo, “cambio para que nada cambie”); en este caso, se trata de una
estrategia de simulación. No se pretende sino mantener el statu quo.
Esto suele expresar, o bien miedo a los cambios, o bien búsqueda empecinada de
conservar los propios o habituales espacios, generalmente de poder.
Difícilmente el Espíritu Santo pueda entrar donde no lo dejan. Es evidente que
siempre hay personas que se resisten a los cambios, cualesquiera estos sean… En
nombre de los dogmas (supuestos), en nombre de la Tradición (y, por lo tanto,
la supuesta fidelidad), y hasta con un cómodo “siempre se hizo así” … La cosa
es no cambiar. ¿Miedo? ¿Comodidad? ¿Inseguridad? Probablemente.
Otra
cosa, muy diferente, es cuando se propone algo totalmente nuevo. Una comunidad
que se reúne decide, por ejemplo, edificar un lugar para sus reuniones,
celebraciones y fiestas. No lo había, y se propone que ahora lo haya. Así, por
ejemplo, se constituye una “comisión pro …” Ahora bien, como es lógico, esta
novedad nunca es propiamente “de la nada”. Una comisión pro-templo buscará
empezar y edificar “un templo”. Sea de una forma o de otra, un estilo u otro,
unas dimensiones u otras, pero siempre hablamos de “templo”; algo hay “antes”
de empezar: la idea de un “templo”, en este caso. Por empezar algo nuevo, se
puede pensar, organizar, estructurar, pero siempre sabiendo qué es lo que se
pretende. Por ejemplo, Jesús presenta (según la carta a los Hebreos) un
sacerdocio totalmente nuevo. Por tanto, en todo puede ser novedad, ¡y lo es!,
todo puede ser diferente a otros… todo menos “sacerdocio”. Será un modo totalmente
nuevo de “mediación” entre la divinidad y la humanidad, pero “mediación” debe
ser. Ciertamente, si no hubiera mediación, esto “nuevo” será nuevo, pero no
sería “sacerdocio”. Cuando, en la historia de la Iglesia” alguna persona descubre
que el Espíritu lo invita a dar pasos nuevos, esto podrá ser totalmente nuevo,
pero, necesariamente, deberá ser “eclesial” y “espiritual”. Pero, con lo
eclesial y lo espiritual ya asumido, la novedad puede ser total. Ciertamente no
será algo para todos, sino para todos aquellos que deseen andar por esas
huellas. Ese camino nuevo viene propuesto por una persona, o un conjunto de
carismáticos, y es invitación para todos aquellos o aquellas que se sientan
carismáticamente convocados. Las diferentes espiritualidades, congregaciones,
movimientos, experiencias eclesiales son un buen testimonio de esto.
Sin
embargo, suele ocurrir ante la muerte del líder carismático, especialmente
luego de una segunda generación, que la búsqueda de mantener latente el carisma
fundacional encuentra como necesaria la “rutinización del carisma”. No estando presente
aquella persona que sabía descubrir por dónde sopla el Espíritu, se vuelve
indispensable estructurar, organizar, registrar los pasos. En cierto modo, se
pierde vitalidad y dinamismo, pero se garantiza sostener la fidelidad. En ese
caso, se vuelven indispensables los “garantes de la ortodoxia” que aseguren la
vitalidad y vigencia del carisma inicial.
Pero
suele ocurrir– en frecuentes ocasiones – que los garantes de la ortodoxia, no
dan ninguna actualidad vital al carisma, secándolo. No hay ningún encuentro con
la novedad en la que el carisma se enfrenta con el paso del tiempo,
transformando a este en una mera repetición de cosas pasadas. Además, con
frecuencia, muchos de los “garantes” terminan erigiéndose en “dueños”, podando
carismas, acotando elementos, exagerando otros, y – por lo tanto –
interpretando como falsos seguidores a los que no aceptan su monopólica interpretación.
Ciertamente no hay un criterio uniforme para garantizar y asegurar que la
novedad lo siga siendo, pero la fidelidad al carisma fundacional y la fidelidad
a los nuevos tiempos deben caminar juntos en tensión y comunión. Ni mera “moda”
que descuide el carisma, ni mero “tradicionalismo” que ignore la realidad,
parecen aptos para vivir la novedad de un modo siempre nuevo.
Pero
hay ocasiones, en los que una renovación es necesaria, fundamental, pero en las
que no puede haber novedad total. El caso evidente, es la misma Iglesia. No es
sensato pensar una “nueva Iglesia”, aunque sí renovada plenamente, con “nuevos
rostros”, nuevas propuestas, y hasta nuevos carismas, pero no una totalmente
“nueva”. La Iglesia siempre en reforma es indispensable; pero una Iglesia que
siempre se fundamente en Jesús y el cristianismo de los orígenes. Como puede
ocurrir, la reforma puede requerir mayor profundidad o no, puede exigir
modificaciones intensas o no, pero los cimientos no deberían modificarse. La
Iglesia no puede sino ser un pueblo, conducido por el Espíritu Santo,
alimentado y movido por el amor. En esto hay “muchas moradas”, puede haber
diferentes espacios en los que vivir el amor, pero esos cimientos no pueden
modificarse sin perder la propia identidad. Sin Jesús, sin Espíritu Santo, sin
amor, sin reino de Dios no hay Iglesia (y donde hay Jesús, Espíritu, reino de
Dios y amor está, de algún modo, presente la Iglesia). Una Iglesia que debe
estar en permanente actitud de conversión (convertirse al reino) … es decir, ser
lo que es y debe, con la máxima fidelidad a nuestros tiempos. Pero, así como la
Iglesia no puede ser “nueva”, tampoco ha de mostrar un mero retoque; debe estar
en reforma permanente, cambio constante, renovación intensa. Los miedos a los
cambios, tan habituales en los seres humanos, no pueden olvidar que el
conductor de la Iglesia es el Espíritu, y es Cristo, el mismo ayer, hoy y
siempre, y que el amor no deja lugar al temor. Ciertamente, en los cambios
puede haber errores humanos, debilidades y pecados, pero de confianza en el
Espíritu Santo hablamos y no de que el miedo al error (o al pecado) nos
paralice y nos impida andar, nomás.
La
Iglesia acaba de celebrar a “san” Juan Pablo II. Papa que, según mi personal
impresión, hizo todo lo contrario de lo que acá señalo. No me atrevo a decir
que fue el peor papa del s.XX, primero que nada, porque no se trata de un
campeonato… y, además, hemos tenido otros nada celebrables. Pero realmente, y
lo he dicho en otras ocasiones, un papa que muchos hemos sufrido, antes que
acompañado. Ciertamente, expresión patente de una Iglesia en invierno.
Teológicamente,
no creo que la Iglesia sea “el papa” (y, por lo tanto, tampoco lo es Francisco…),
pero creo que el autoritarismo despótico caracterizó su papado; lamenté
profundamente los viajes papales (todos los viajes papales en general, no solo
los de Juan Pablo: creo que hacen mucho mal a las Iglesias locales; no me
refiero acá a encuentros internacionales, lo aclaro), y, especialmente, a la
negación y rechazo de toda novedad. Si algo no caracterizó el período eclesial
de Juan Pablo y de Benito fue la novedad (no creo que sea algo de destacar
tampoco con Francisco, aclaro). Volver a abrir puertas y ventanas, dejar soplar
el Espíritu, mirar de frente y con amor (= sin temor) el mundo contemporáneo,
confiar que el mundo está lleno de “Semillas del Verbo”, atentos a los “signos
de los tiempos”, y confiar en los frutos nuevos de la siembra quizás sea un
buen rostro nuevo de la Iglesia. No pretendo pensar una “Iglesia de cero”, pero
tampoco un mero lifting para simular que estamos mirando de frente la historia
y el mundo. Espero una Iglesia dispuesta a mirar a los ojos a mujeres y varones
de nuestro tiempo, dispuesta a abrazarlos, dispuesta a caminar juntos sin
juzgarlos / condenarlos, dispuesta a la libertad del espíritu y la alegría que
él trae. Creo que hoy la Iglesia está totalmente des-adecuada a la realidad;
creo que el miedo a lo nuevo paraliza en ocasiones y congela en otras. De ser
Iglesia de verdad fiel al proyecto de Jesús y fiel a nuestra realidad se trata.
De ser Iglesia dispuesta a navegar con las velas desplegadas, de ser despojada
y descalza, alegre y contemplativa, espiritual y jesuánica. ¡De ser de verdad
Iglesia se trata! ¡De esa renovación, o reforma hablamos!
Foto tomada de https://www.religiondigital.org/josep_miquel_bausset_24970/Francisco-repara-Iglesia_7_2479622017.html
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