El silencio y el Otro
Eduardo
de la Serna
Hace
muchos años (1998) defendí en Roma mi tesis doctoral en el Instituto del Teresianum,
de los padres carmelitas. Uno de los miembros del tribunal era Silvio Baez, que
ya había presentado, aunque aún no había defendido, su tesis doctoral en la
Gregoriana sobre “el Silencio en la Biblia hebrea” y – ya publicada – lleva por
título “tiempo de callar y tiempo de hablar”. Impresa por el Teresianum
en el 2000, la tesis tiene prólogo del querido Camilo Maccise, entonces
Superior General de los Carmelitas Descalzos. El que dirigió mi tesis fue el,
también recordado, Jesús Castellano, gran conocedor de Santa Teresa de Ávila. Siendo
que Camilo y Jesús ya celebran la Pascua de la vida, y que Silvio está
condenado al silencio expulsado, como obispo, de su Nicaragua natal, me permito
estas breves reflexiones en memoria de ellos.
No
comentaré la tesis de Silvio, dividida en dos grandes partes, la primera en
análisis de los textos y términos, la segunda lo teológico y exegético del
silencio humano y el silencio de Dios (siempre limitado a la Biblia hebrea,
debe recordarse). Pero me parece que partiendo de ella hay mucho para pensar en
nuestro tiempo y nuestro presente.
Evidentemente,
todos tenemos “introyectado” un rostro de Dios en nuestro interior, y, con frecuencia,
creeremos que Dios calla o Dios habla en lo que ese “nuestro Dios”, hecho a
nuestra imagen y semejanza, creemos que ha hablado o callado. La urgente
necesidad de “dejar a Dios ser Dios” no debería estar ausente en nuestra vida
que pretende ser de fe, es decir, creer en aquel que es.
Hay
dos elementos interesantes en la Biblia hebrea que merecen ser atendidos…
Se
insiste, con ironía, que las imágenes de los dioses “tienen boca y no hablan”
(Sal 115,5; 135,16; ver Jer 10,5). Obviamente en claro contraste con un Dios,
que sí habla por medio, por ejemplo, de los profetas.
Resulta,
también, irónico el caso de Ezequiel; un profeta que quedará mudo (3,26; 24,27),
pero, que será – a su vez – seriamente advertido si no hablara cuando esta
desapareciera y entonces debe hacerlo (3,17-21).
Entrando
en el Nuevo Testamento, merecen la atención algunos textos:
Es
evidente, que el silencio de un auditorio es necesario cuando alguien está
hablando (Hch 13,16; 15,12; 21,40; 1 Tim 2,11…). Por otra parte, en ocasiones,
el silencio es una recomendación pedagógica (en el caso de Jesús,
frecuentemente desatendida, como ocurre con lo que se ha llamado el “secreto mesiánico”,
en el que Jesús infructuosamente manda callar a los testigos de un milagro). Los
Evangelios hacen referencia a que Jesús, ante el juicio “no abrió la boca” (Mc
15,5; Mt 27,14; Lc 23,9; Jn 19,19), pero, evidentemente no se pretende aquí, resaltar
su silencio sino su semejanza con el Siervo Sufriente de Yahvé (Hch 8,38).
No
puede ignorarse, desde las primeras páginas de la Biblia, la importancia que tiene
el “clamor”, es decir, el grito del dolor. Las “entrañas” de Dios se conmueven
ante esto y Él “no puede” permanecer indiferente. Pero no deja de ser
contrastante, frente al sufrimiento humano, la sensación del “silencio de Dios”.
La clásica pregunta “¿dónde está tu Dios?” es el típico interrogante de quien
mira con otros ojos, de quien espera que Dios haga lo que según la propia “imagen”,
él “debiera” hacer (Sal 42,4.11; 79,10; 115,2; Jl 2,17; Mi 7,10) y no dejando,
así, a Dios ser Dios. El “abandono” de Dios, su “lejanía” es la experiencia
propia ante el dolor. Es, también, la experiencia de Jesús (aunque siempre debe
tenerse presente que una es la pregunta “dónde está” y muy otra es “dónde estás”;
esta es la pregunta del creyente, por cierto, y se dirige a Él).
Ciertamente
no puede ignorarse que, a la hora de “revelar” a Jesús, el Evangelio de Juan lo
presenta como “palabra”. Con ironía José Ignacio González Faus dice que, en la
iglesia, hay quienes entienden que “la palabra se hizo nube y sobrevoló entre
nosotros”. De “carne” se trata, ¡nada menos! De historia.
Ciertamente
eso no significa que “toda palabra vale”. Ya Mateo pone en alerta el “mucho
hablar” en la oración frente a lo que enseña el Padrenuestro (6,7). Es la
palabra que nace de la escucha y del silencio, de un silencio que es fecundo,
por tanto.
No
hace falta demasiada reflexión para saber que cuando se escucha a alguien, esto
ha de hacerse en silencio. “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta
habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Juan
de la Cruz, Dichos 99), pero es obvio que, en este caso, este silencio
es de quien escucha, no de Dios, evidentemente. No es sino indudable que Juan
ha sabido poner en palabras, ¡poesía!, lo que ha rumiado en el silencio. Y no
es sino evidente que, si Juan hubiera callado, quedaríamos en un silencio
infructuoso y sin su “música callada, la soledad sonora (y) la cena que recrea
y enamora” (Cant A 14).
Ahora
bien, resulta que, como no podía ser de otra manera, el Evangelio se comunicó
en una lengua, una lengua que tiene historia, que tiene estructura, que tiene
vida. El griego, en este caso, especialmente. Y en su estructura hay muchos
elementos o ideas que dicen algo distinto de lo que dice la lengua semítica. La
importancia de “deshelenizar el cristianismo” hoy parece casi indispensable. No
son pocas las cosas, o ideas, en las que pareciéramos más seguidores de Platón,
por caso, que de Jesús de Nazaret.
Otro
elemento importante a “deshelenizar” surge a partir del neoplatonismo. La importantísima
Escuela de Alejandría, que había bebido de Plotino, especialmente a partir de
Clemente y de Orígenes, se apropió de muchos elementos griegos “cristianizándolos”
a su modo y con su estructura. Por ejemplo, ascética, mística, contemplación...
Ahora, todos estos elementos de la “espiritualidad” estaban impregnados de un
espíritu más semejante al dualismo platónico que a la ruah de Yahve, al
Paráclito de Jesús… La contemplación, por ejemplo, vista como un salir de sí (ex
- stare, éxtasis) se asemeja más al espíritu del gnosticismo que al “padre
de los pobres” que “habló por los profetas”. Claro que como el ambiente
cristiano en general y por siglos estuvo embebido de platonismo, recién a fines
del s.XIX y principios del s.XX se pudo quebrar una estructura que en realidad nos
era ajena del Evangelio que nos conforma. Nada se asemejan, por ejemplo, varios
místicos del medioevo (“mística de ojos cerrados”) con los grandes místicos y
místicas de nuestro tiempo (“de ojos abiertos”).
Es
interesante, por caso, notar, cómo allí donde Dios parece ausente, y se nutre
gran parte del ateísmo contemporáneo (por ejemplo, ante los grandes dramas de
nuestro presente) encontramos místicos y místicas que miran a los ojos la
ausencia, o el dolor y allí saben encontrar a Dios (Teresa de Lisieux, Etty Hillesum,
Simone Weil, Charles de Foucauld, por ejemplo) y hablar de Él (y con Él).
En una
Iglesia en la que los diferentes carismas dan plenitud al cuerpo, es evidente que
cada uno enriquece al todo, aunque no puede pretender ser, precisamente ese
todo (como no puede un miembro del cuerpo decirle a otro “no te necesito”, 1
Cor 12,21); no existe para sí sino para “todos”. La actitud sectaria, en la que
“fuera de nosotros no hay salvación”, que somos los únicos intérpretes de la
verdad, el bien y la belleza, de que “quién no está con nosotros” no tiene la
plenitud necesaria, suele ser una constante tentación que debemos evitar.
Quienes
creemos que el pueblo también es místico, que también sabe descubrir a Dios,
conocerlo y reconocerlo, que lo encuentra en medio del silencio de su propio
dolor, al caminar y tocar, oler y bailar. Muchos creemos indispensable aprender
del silencio y de la fe del pueblo, precisamente porque se trata de una fe que
nace del silencio del sufrimiento, de encontrar a Dios exactamente allí donde
parecería ausente. Una supuesta contemplación que se alejara del pueblo, de su
silencio y palabras, de su dolor y de su fe, parece más alimentada por Plotino
que por Jesús de Nazaret.
Quienes
creemos que ya no ha de decirse aquello de que alguien fue o es “voz de los que
no tienen voz”, queremos repetir que el pueblo tiene una voz. Es verdad que es
una voz frecuentemente silenciada, desoída, y hay ocasiones en que surgen quienes
logran propalarla por tener otros medios o presencia; pero solo quien no está,
no camina, no bebe y siente el clamor del pueblo cree que su silencio es falta
de voz.
Quienes
hemos padecido de adentro la Iglesia bendecidora de la Dictadura cívico-militar
sabemos que el presidente de la Conferencia Episcopal entonces repetía que no
es “tiempo de hablar” sino “tiempo de callar” (tempus tacendi, porque en
latín sonaba mejor) sin que jamás dijera cuál fue el criterio pastoral que lo
recomendaba. Hoy, la sensación de una Iglesia que calló porque fue cómplice del
terrorismo de Estado es bastante extendido. Incluso en ambientes eclesiales,
por cierto [https://blogeduopp1.blogspot.com/2020/04/tempus-tacendi.html].
Ciertamente
no es el mismo el silencio de la indiferencia que el silencio del abrazo. De
eso se trata el silencio en Juan y en Teresa. De escucha. De amor. Teresa de Lisieux
lo compara con el Jesús que duerme en la barca, al que se niega a despertarlo
porque está cansado de predicar. Ciertamente, el silencio no se trata de
concentrarse en la respiración sino en la escucha, es un silencio en el que hay
otro (Otro, con mayúscula). Como siempre, ¡de amor se trata!
Pintura
El Grito de Oswaldo Gayasamin, tomada de https://ar.pinterest.com/pin/438045501230270524/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Cualquiera puede comentar y no será eliminado, aunque no este de acuerdo con lo dicho, siempre que sea respetuoso (caso contrario, será borrado). Pero habitualmente no responderé los comentarios, ni unos ni otros, para no transformar este blog en un foro. De todos modos, podrán expresar su opinión.