Una enseñanza de los primeros cristianos
Eduardo de la Serna
A fines del siglo I, en Roma, ante la pobreza
preocupante de muchos cristianos, fue común que (“numerosos”) cristianos se
vendieran a sí mismos como esclavos, para – con ese dinero – ayudar a los más
pobres como lo manifiesta la llamada “carta de Clemente”. Ahora
bien, es, además, evidente que quienes se autoesclavizaban no eran socialmente
de la elite (un ciudadano romano no podía ser esclavo). Es cierto que esto
también ocurría entre no cristianos, y los motivos eran variados (buscando un
beneficio personal futuro, como la ciudadanía romana), pero nos interesa en
este caso, la solidaridad (las razones), quizás “encarnando” aquello de Pablo, “considerando
cada cual a los demás como superiores a sí mismo” (Fil 2:3); no se buscaba el
propio bienestar sino el de los pobres.
En los primeros años del siglo II, Ignacio
de Antioquía escribe a los romanos sobre su inminente martirio, y les
pide a los cristianos que no “influyan” para impedirlo. Esto indica que él sabe
que ya había, en Roma, algunos cristianos con capacidad de influir ante las
autoridades, aunque no sepamos más que esto (incluso podría ser un esclavo de
la “casa del César”, por lo que no es sensato sacar más consecuencias).
Ahora bien, un poco más avanzada la
primera mitad del siglo II empieza a haber personas adineradas en la comunidad
romana. En la obra conocida como “El Pastor”, de Hermas se
describe la situación de los pobres, la debilidad de los ancianos y, por
contraste, la actitud de muchos ricos de la comunidad (por ejemplo – y es bueno
notar el contraste – que no compran a los cristianos esclavos para liberarlos),
por el contrario aumentan sus propiedades y lujos (y menciona las trampas y la
codicia como motivación) lo que los lleva a un cristianismo superficial; se
enferman por comer demasiado, se debilitan los lazos en la comunidad cristiana (no
participan de las reuniones para que los pobres no les pidan limosnas; aunque –
para Hermas - la urgencia de sostener la vida de los pobres no debe limitarse a
los pobres cristianos solamente) y muy frecuentemente abandonan la fe para
poder seguir sosteniendo su modo de vida de lujo y placer. No es infrecuente
que los pudientes se excusaban de no sostener a los pobres argumentando que
fingían sus necesidades. Siguiendo una teología propia de la época, Hermas sabe
que muchos sostienen que tales pecados son imperdonables ya que, después del
bautismo, no puede haber – se decía – un nuevo arrepentimiento; Hermas dirá que
ese arrepentimiento es posible, pero solamente una vez en la vida, algo que los
ricos deben tener muy claro en su relación con los pobres.
Me limito a este breve período (fines
del siglo I y comienzos del siglo II) y a solo una comunidad (ciertamente importante),
Roma. El período y la localidad escogidos no son azarosos… la vida y ministerio
de los grandes apóstoles Pedro y Pablo todavía estaba vigente en la ciudad (como
expresamente lo señala Clemente), pero la realidad, el medio ambiente, el crecimiento
y las crisis en la comunidad invita a pensar siempre y creativamente situaciones
nuevas, pero con elementos estables y firmes e inamovibles. La vida de los
pobres es expresión casi sacramental de la fidelidad o no al proyecto de Jesús
que estamos invitados a vivir. La vida (o la muerte) de los pobres, ayer y hoy,
es manifestación evidente de nuestra lealtad, o no, al Evangelio a los pobres, la
Iglesia de los pobres, del Reino que es, o no, buena noticia real y concreta,
veraz y patente en la vida, o no, de los pobres.
Imagen tomada de https://www.museivaticani.va/content/museivaticani/en/collezioni/musei/museo-pio-cristiano/sarcofagi-_a-fregio-continuo/fronte-di-sarcofago-con-scene-bibliche.html
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