martes, 8 de noviembre de 2016

Los místicos y su aporte a nuestra fe (y pastoral)

Los místicos y su aporte a nuestra fe


Eduardo de la Serna

dibujo de Juan de la Cruz: "por aquí ya no hay camino" tomado de www.ocdburgos.org


Los místicos, sean de la religión que fueren (si profesan alguna) son aquellas personas que comunican una experiencia personal con Dios. Este es el punto de partida.

Es cierto que cualquier persona podría hablar de su experiencia, y sería justo por cierto. Por lo cual me permito, para empezar, una analogía. Cualquiera puede escribir su autobiografía, cualquiera puede escribir versos, cualquiera puede escribir su experiencia… pero son pocos, ¡muy pocos!, los que saben comunicarlo de una manera que nos permita leer “algo”. Todos pueden contemplar la belleza (aunque a veces hagan falta “ojos” para ver), lo que no significa que todos puedan compartirla. Hace falta un artista para hacerlo de un modo que “llegue” al receptor. A nadie se le niega el derecho de escribir, pero no todos son poetas. Muy pocos lo son. O músicos. O pintores… O místicos.

Usando palabras de Teresa de Ávila, hay un triple paso en todo esto: tener una experiencia, comprender la experiencia y contar la experiencia. A cada uno de estos pasos lo llama “mercedes / gracias”: “porque una merced es, dar el Señor la merced, y otra es entender, qué merced es, y qué gracia, y otra es saber decirla, y dar a entender cómo es” (Vida 17,5).

Sin duda, para comenzar, es urgente un primer paso: ¿cómo discernir una experiencia personal (y por lo tanto indiscutible o incuestionable) como verdadera experiencia de Dios? Es sabido en la vida de todos que hay experiencias que parecen provenir de Dios y en nada se le parecen. La propia psiquis, por ejemplo, nos puede hacer vivir experiencias que – con la mejor buena voluntad y religiosidad – creemos que son “experiencias de Dios”. Pero por otro lado, puede haber profundas experiencias de Dios que habrá quienes interpreten como “trampas” de la psiquis, o cosas semejantes. ¿Cómo saberlo? Sin duda ¡no hay manera! Y sería injusto presuponer falsedad como un a priori en lo que alguien cree experimentar a Dios. Quizá una nueva analogía podría ser la experiencia del amor. Podemos creer que amamos y más tarde o temprano descubrir que no lo era, que nuestra “experiencia” se le parecía, nuestras sentimientos nos invitaban a creerlo, pero luego la maduración, la rumia nos llevó a discernir o distinguir. Nadie debería necesariamente hablar de mentira, sino en todo caso de confusión. Una persona posesiva, celosa puede creer que ama a la otra, aunque no es improbable que esté más amándose a sí mismo que a la otra persona. La experiencia del amor debe purificarse siempre. Y lo mismo ha de decirse del encuentro con Dios, ¡que es también encuentro de amor! Sin duda no todo lo que creemos que es amor realmente lo es. Más aun, el verdadero amor no es fácil de vivir profundamente… Vale lo mismo para toda experiencia de Dios.

Reconocer esa experiencia es el segundo paso teresiano. Es precisamente discernimiento. Es algo para lo que muy frecuentemente es necesario alguien que desde fuera nos ayude a mirar con claridad, a descartar elementos, cuestionar otros, fortalecer algunos… Es evidente que desde dentro, con frecuencia, el árbol impide ver el bosque, y precisamente de ver en totalidad es que se trata. Puesto que cualquier experiencia de Dios estará “encarnada” en nuestra psiquis, nuestra historia, nuestro mundo de relaciones, es importante, por no decir urgente, distinguir qué es lo propio de Dios y que es lo nuestro en esa experiencia. La casualidad de un encuentro, la potencia de una atracción, la historia de la relación se entremezclan en nuestra experiencia de amor, pero el amor está más allá de ello, aunque nunca sin ello. Vale lo mismo para la experiencia de Dios. Esa experiencia estará enmarcada en un contexto sensible (un momento de oración, un momento personal sea extraordinario o cotidiano, un momento histórico, psicológico, personal), y “es allí” donde Dios se nos manifiesta, pero ciertamente Dios es mucho más que eso, ¡no es eso! Y – podemos decirlo – es normal que muchos tengan su propia experiencia de Dios en situaciones completamente diversas y hasta contrarias. Confundir a Dios con nuestra “experiencia de Dios” sería un tema de discernimiento fundamental.

Pero estos dos momentos necesitan del tercero para que una determinada experiencia mística se transforme en “enseñanza”, para que no quede “en” quien la ha vivido sino que “salga hacia afuera”. Pero – como lo dijimos – no son muchos los que saben poner su experiencia en palabras. Quizás en estos tiempos de “comunicación” sea fácil que “cualquier comunique”, basta utilizar los medios (los pastores o curas electrónicos son buen ejemplo de esto) lo que no significa que “digan”. Volviendo a las analogías, la publicidad es un buen ejemplo. Por ejemplo, el asesor publicitario del gobierno ha dicho reiteradas veces que “a la gente no le interesa”, lo que importa es “transmitir sensaciones, sentimientos”. Algo semejante dijo el jefe de campaña del “no” del plebiscito colombiano: importan tocar sentimientos, no la razón. No es de esto que hablamos (aunque ciertos decires tengan “rating”). Claro que, precisamente, para comunicar, para “decir” algo sobre el Dios que hemos experimentado la palabra se encuentra con la restricción de decir con el límite de la palabra aquello que no tiene límite. Y volvamos a la analogía del amor. No en vano los poetas deben recurrir a la metáfora para decir con la imagen lo que el término acotado no puede decir. ¿Cómo hablar de la experiencia ilimitada del Ilimitado con los límites de la palabra? Aquí el místico se torna poeta (aunque técnicamente no veamos poesía en él o ella).

Queda una palabra más por decir: la distancia que hay entre el filósofo y el poeta quizás pueda asemejarse a la distancia del teólogo y el místico (me refiero a la teoría, no a las personas, ya que hay filósofos-poetas o poetas-filósofos, teólogos-místicos y místicos-teólogos). Quizás a esto se haya referido Pascal al hablar de la distancia entre “el dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob”. A lo mejor así pueda entenderse aquello de Heidegger “cuando el filósofo no nombra al ser, el poeta lo canta”, y a la diferencia entre el “Dios inmutable y perfecto” de los dogmas y el Dios débil, tierno y casi necesitado, de los místicos: “Tenemos que tener piedad de Dios” (Teresa de Lisieux), “debemos ayudar a Dios” (Etty Hillesum). Eso no lo diría un “dogmático”, aunque quizás podamos preguntar ¿cuál habla mejor de Dios?

Sin duda, también falta un elemento no mencionado en los pasos teresianos: los receptores. Ella se preocupa (partiendo de su propia experiencia) de comunicar su experiencia de Dios (como otros místicos lo hacen), pero sin duda aun la mejor comunicación no significa una buena recepción. Por un lado, porque es cierto que “las cosas se reciben al modo del recipiente”. Y un niño, o un inmaduro no podrán recibir la enorme experiencia de Dios de un gran místico. A esto se refiere Pablo cuando les dice a los corintios que no pudo comunicarles alimento sólido, “son niños”, “son carnales” (= inmaduros), la experiencia madura de la novedad de Jesús (“lo espiritual”) todavía no pueden recibirlo; como un niño sólo puede recibir leche (1 Cor 3,1-2). La profundidad de la fe, lo que otros místicos llaman “sequedad”, “noche oscura”, permitirá comprender esa experiencia.

«Todo se les va a éstos en buscar gusto y consuelo de espíritu, y por esto nunca se hartan de leer libros, y ahora toman una meditación, ahora otra, andando a caza de este gusto con las cosas de Dios; a los  cuales  les  niega  Dios  muy  justa,  discreta  y  amorosamente, porque,  si  esto  no  fuese,  crecerían  por  esta  gula  y  golosina espiritual en males sin cuento. Por lo cual conviene mucho a éstos entrar  en  la  noche  oscura  que  habemos  de  dar,  para  que  se purguen de estas niñerías» (Juan de la Cruz, La Noche Oscura 1, 6,4).

Quizás la diferencia entre estas “golosinas” y la experiencia de los grandes místicos nos permitan hoy encontrar una seria espiritualidad para nuestro tiempo, nos permita encontrar alimento nutritivo para crecer en la fe y comunicar a nuestra vez alimento para el pueblo de Dios, que no merece dichas golosinas sino pasto que alimente para crecer en una fe madura y pueda así enfrentar “la noche oscura de la injusticia estructural” buscando caminos nuevos de vida y de esperanza.






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