Los místicos y su aporte a nuestra fe
Eduardo
de la Serna
dibujo de Juan de la Cruz: "por aquí ya no hay camino" tomado de www.ocdburgos.org |
Los místicos, sean de la religión
que fueren (si profesan alguna) son aquellas personas que comunican una
experiencia personal con Dios. Este es el punto de partida.
Es cierto que cualquier
persona podría hablar de su experiencia, y sería justo por cierto. Por lo cual
me permito, para empezar, una analogía. Cualquiera puede escribir su
autobiografía, cualquiera puede escribir versos, cualquiera puede escribir su
experiencia… pero son pocos, ¡muy pocos!, los que saben comunicarlo de una
manera que nos permita leer “algo”. Todos pueden contemplar la belleza (aunque
a veces hagan falta “ojos” para ver), lo que no significa que todos puedan
compartirla. Hace falta un artista para hacerlo de un modo que “llegue” al
receptor. A nadie se le niega el derecho de escribir, pero no todos son poetas.
Muy pocos lo son. O músicos. O pintores… O místicos.
Usando palabras de Teresa de
Ávila, hay un triple paso en todo esto: tener una experiencia, comprender la
experiencia y contar la experiencia. A cada uno de estos pasos lo llama “mercedes
/ gracias”: “porque una merced es, dar el
Señor la merced, y otra es entender, qué merced es, y qué gracia, y otra es
saber decirla, y dar a entender cómo es” (Vida 17,5).
Sin duda, para comenzar, es
urgente un primer paso: ¿cómo discernir una experiencia personal (y por lo
tanto indiscutible o incuestionable) como verdadera experiencia de Dios? Es
sabido en la vida de todos que hay experiencias que parecen provenir de Dios y
en nada se le parecen. La propia psiquis, por ejemplo, nos puede hacer vivir
experiencias que – con la mejor buena voluntad y religiosidad – creemos que son
“experiencias de Dios”. Pero por otro lado, puede haber profundas experiencias
de Dios que habrá quienes interpreten como “trampas” de la psiquis, o cosas
semejantes. ¿Cómo saberlo? Sin duda ¡no hay manera! Y sería injusto presuponer
falsedad como un a priori en lo que
alguien cree experimentar a Dios. Quizá una nueva analogía podría ser la
experiencia del amor. Podemos creer que amamos y más tarde o temprano descubrir
que no lo era, que nuestra “experiencia” se le parecía, nuestras sentimientos
nos invitaban a creerlo, pero luego la maduración, la rumia nos llevó a
discernir o distinguir. Nadie debería necesariamente hablar de mentira, sino en
todo caso de confusión. Una persona posesiva, celosa puede creer que ama a la
otra, aunque no es improbable que esté más amándose a sí mismo que a la otra
persona. La experiencia del amor debe purificarse siempre. Y lo mismo ha de
decirse del encuentro con Dios, ¡que es también encuentro de amor! Sin duda no
todo lo que creemos que es amor realmente lo es. Más aun, el verdadero amor no
es fácil de vivir profundamente… Vale lo mismo para toda experiencia de Dios.
Reconocer esa experiencia es
el segundo paso teresiano. Es precisamente discernimiento. Es algo para lo que
muy frecuentemente es necesario alguien que desde fuera nos ayude a mirar con
claridad, a descartar elementos, cuestionar otros, fortalecer algunos… Es
evidente que desde dentro, con frecuencia, el árbol impide ver el bosque, y
precisamente de ver en totalidad es que se trata. Puesto que cualquier
experiencia de Dios estará “encarnada” en nuestra psiquis, nuestra historia,
nuestro mundo de relaciones, es importante, por no decir urgente, distinguir
qué es lo propio de Dios y que es lo nuestro en esa experiencia. La casualidad
de un encuentro, la potencia de una atracción, la historia de la relación se
entremezclan en nuestra experiencia de amor, pero el amor está más allá de
ello, aunque nunca sin ello. Vale lo mismo para la experiencia de Dios. Esa
experiencia estará enmarcada en un contexto sensible (un momento de oración, un
momento personal sea extraordinario o cotidiano, un momento histórico,
psicológico, personal), y “es allí” donde Dios se nos manifiesta, pero ciertamente
Dios es mucho más que eso, ¡no es eso! Y – podemos decirlo – es normal que
muchos tengan su propia experiencia de Dios en situaciones completamente
diversas y hasta contrarias. Confundir a Dios con nuestra “experiencia de Dios”
sería un tema de discernimiento fundamental.
Pero estos dos momentos
necesitan del tercero para que una determinada experiencia mística se
transforme en “enseñanza”, para que no quede “en” quien la ha vivido sino que “salga
hacia afuera”. Pero – como lo dijimos – no son muchos los que saben poner su
experiencia en palabras. Quizás en estos tiempos de “comunicación” sea fácil
que “cualquier comunique”, basta utilizar los medios (los pastores o curas
electrónicos son buen ejemplo de esto) lo que no significa que “digan”.
Volviendo a las analogías, la publicidad es un buen ejemplo. Por ejemplo, el
asesor publicitario del gobierno ha dicho reiteradas veces que “a la gente no
le interesa”, lo que importa es “transmitir sensaciones, sentimientos”. Algo
semejante dijo el jefe de campaña del “no” del plebiscito colombiano: importan
tocar sentimientos, no la razón. No es de esto que hablamos (aunque ciertos
decires tengan “rating”). Claro que, precisamente, para comunicar, para “decir”
algo sobre el Dios que hemos experimentado la palabra se encuentra con la restricción
de decir con el límite de la palabra aquello que no tiene límite. Y volvamos a
la analogía del amor. No en vano los poetas deben recurrir a la metáfora para
decir con la imagen lo que el término acotado no puede decir. ¿Cómo hablar de
la experiencia ilimitada del Ilimitado con los límites de la palabra? Aquí el
místico se torna poeta (aunque técnicamente no veamos poesía en él o ella).
Queda una palabra más por
decir: la distancia que hay entre el filósofo y el poeta quizás pueda
asemejarse a la distancia del teólogo y el místico (me refiero a la teoría, no
a las personas, ya que hay filósofos-poetas o poetas-filósofos,
teólogos-místicos y místicos-teólogos). Quizás a esto se haya referido Pascal
al hablar de la distancia entre “el dios de los filósofos y el Dios de Abraham,
Isaac y Jacob”. A lo mejor así pueda entenderse aquello de Heidegger “cuando el filósofo no nombra al ser, el
poeta lo canta”, y a la diferencia entre el “Dios inmutable y perfecto” de
los dogmas y el Dios débil, tierno y casi necesitado, de los místicos: “Tenemos
que tener piedad de Dios” (Teresa de Lisieux), “debemos ayudar a Dios” (Etty
Hillesum). Eso no lo diría un “dogmático”, aunque quizás podamos preguntar
¿cuál habla mejor de Dios?
Sin duda, también falta un
elemento no mencionado en los pasos teresianos: los receptores. Ella se
preocupa (partiendo de su propia experiencia) de comunicar su experiencia de
Dios (como otros místicos lo hacen), pero sin duda aun la mejor comunicación no
significa una buena recepción. Por un lado, porque es cierto que “las cosas se reciben al modo del recipiente”.
Y un niño, o un inmaduro no podrán recibir la enorme experiencia de Dios de un
gran místico. A esto se refiere Pablo cuando les dice a los corintios que no
pudo comunicarles alimento sólido, “son niños”, “son carnales” (= inmaduros),
la experiencia madura de la novedad de Jesús (“lo espiritual”) todavía no
pueden recibirlo; como un niño sólo puede recibir leche (1 Cor 3,1-2). La
profundidad de la fe, lo que otros místicos llaman “sequedad”, “noche oscura”, permitirá
comprender esa experiencia.
«Todo se les va a éstos en buscar gusto y consuelo de espíritu, y por esto nunca se hartan de leer libros, y ahora toman una meditación, ahora otra, andando a caza de este gusto con las cosas de Dios; a los cuales les niega Dios muy justa, discreta y amorosamente, porque, si esto no fuese, crecerían por esta gula y golosina espiritual en males sin cuento. Por lo cual conviene mucho a éstos entrar en la noche oscura que habemos de dar, para que se purguen de estas niñerías» (Juan de la Cruz, La Noche Oscura 1, 6,4).
Quizás la diferencia entre
estas “golosinas” y la experiencia de los grandes místicos nos permitan hoy encontrar
una seria espiritualidad para nuestro tiempo, nos permita encontrar alimento
nutritivo para crecer en la fe y comunicar a nuestra vez alimento para el
pueblo de Dios, que no merece dichas golosinas sino pasto que alimente para
crecer en una fe madura y pueda así enfrentar “la noche oscura de la injusticia
estructural” buscando caminos nuevos de vida y de esperanza.
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