La Iglesia del día después
Eduardo de la Serna
Muchos, analistas, politólogos, sociólogos, filósofos y demás han
empezado a pensar – obviamente desde sus pre-conceptos ideológicos, cómo será
el “después” de la pandemia; cuando “se abran las puertas”. Y también algunos
han pensado cómo será el “día después” en y de y para y en la Iglesia católica
romana.
Pensar cómo será la Iglesia (o el mundo, o la sociedad, o el
barrio) creo que no es fácil, porque – me parece – se conjugan muchos
elementos: si soy pesimista u optimista, mi ideología, mi capacidad (o
incapacidad) de análisis, mi formación e información, y mi lugar. Precisamente
por eso seremos testigos y testigas de “profecías” muy disímiles y hasta
contrapuestas.
Pensar cómo será la Iglesia, entonces, puede parecerse más bien – y
en cientos de casos lo es – a decir cómo quisiera que esta sea. Trataré de
pensar algunos elementos que podrían (repito: “¡podrían!”) influir en que la
Iglesia sea otra. O de otro modo. Pero no reflexiono “cómo será” la Iglesia de
mañana, sino cómo puede y me gustaría que fuera. No es lo mismo.
Antes que nada, y para evitar una crítica mirada fundamentalista o
inquisitorial, tengo claro que hablamos de la “Iglesia Una”, y que por tanto la
Iglesia es siempre la misma, la Iglesia que Jesús quiso, o “soñó”. Que es, a su
vez, una Iglesia en permanente “estado de conversión”, o “semper reformanda”
(cf. Vaticano II, U.R. 6) como, por ejemplo, escuchó Francisco de Asís al
pedirle Dios que repare su Iglesia.
Aclarado esto, me quiero centrar en tres elementos: imagino posible
una Iglesia menos clerical, menos sacramentalista y más pobre.
Menos clerical
Cualquiera que lea más o menos atentamente los textos del papa
Francisco notará que él ve como un gran mal de la Iglesia de nuestro tiempo el “clericalismo”
(el cual, obviamente, no radica solo en los clérigos, sino también en una
cantidad importante de laicos, debemos recalcarlo). Podemos señalar como
clericalismo la centralidad de la vida eclesial en el “clero”, sin quienes la
vida es pobre, limitada, y casi sin sentido. Ciertamente un infantilismo y
paternalismo preocupantes, un “miedo a la libertad” se encierran en esta “Iglesia”,
o este modo de ser “cristianos”.
Pero resulta que, en este tiempo, debemos aprender a vivir sin el “papá”,
a decidir nosotros mismos, a pegar un salto y crecer. Crecer supone riesgos,
¿qué duda cabe? Supone la posibilidad del error (¡horror!). Por cierto, que si
todo lo decide “papá” el error es posible, pero “no se me adjudica”, “el que
obedece nunca se equivoca” repite la mediocridad. No se equivoca el que
obedece, sino el que manda, acotemos. El clericalismo es, claramente, la
parálisis por el miedo. el desconcierto de no saber por dónde ir. Es no asumir
la mayoría de edad.
No sería negativo, en este tiempo, que la ausencia dolorosa del “papá”
nos haga tomar conciencia que hemos crecido, y que ya no lo necesitamos. Porque
una cosa es ir a casa paterna y escuchar el consejo del papá o la mamá y muy otra
es no haber cortado el cordón umbilical y vivir una obediencia debida. Es
habitual que la madre osa, después de un tiempo en el que enseña a sus oseznos
todo lo que necesitan para vivir, de golpe, los abandona. Ellos la buscarán,
clamarán por su presencia, pero luego deberán saber que ya pueden vivir solos, ya
pueden ser osos. Estos tiempos de aislamiento, pueden habernos enseñado que –
como cristianos – somos adultos, somos Iglesia, y podemos escuchar la voz del
clero, pero de nuestra responsabilidad madura depende la difícil pero
fascinante tarea de ser humanos.
Menos sacramentalista
Como pueblo de Dios solemos recurrir a las comunidades cristianas
en búsqueda del pan eucarístico, el bautismo, la reconciliación, la bendición
del amor, el fortalecimiento de los enfermos o un impulso en la madurez. Pero,
reconozcámoslo, con frecuencia, o en ocasiones, se parece más bien a recurrir a
un tótem que nos da seguridad frente a las inclemencias de la vida. Es cierto
que esto, muchas veces, es alentado por el clero (quizás también él totemizado)
que, entonces, no puede (y pretende – consciente o inconscientemente – que no
puedan) vivir sin una bendición, un espectáculo litúrgico donde un actor actúa
(valga la redundancia) y todo un pueblo es espectador (por los medios o las redes
sociales), o donde los “fluidos” de una bendición, o la magia, llegan desde un
helicóptero, donde “pasea” sea una custodia o una imagen de la Virgen María.
Casi como si el pueblo de Dios no pudiera vivir su vida sin recibir el hechizo
sacramental o cuasi-sacramental.
Pero el aislamiento ha puesto al pueblo de Dios solo con su
espiritualidad, sólo con su creatividad, solo con su eclesialidad. Y hay
quienes celebran en sus casas eucaristías, quienes reflexionan, y quienes se
unen en la oración. Se ha dicho (Tomás de Aquino) que no se puede obrar el bien
sin la gracia. Pero, ¿dónde está dicho que la gracia de Dios se comunica
exclusiva y solamente por medio de los sacramentos? ¿Qué Dios sería ese que no puede
hacer llegar sus dones y su amor más que por un solo pequeño grupo de medios? Medios
buenos y santos sin duda. Pero decir que Dios es “más grande” que los medios
que reconocemos es una obviedad. Es en la vida diaria, cotidiana, en los
dolores y fiestas, en el amor donde también podemos descubrir la gracia de Dios,
en la oración y el perdón, en una celebración de la vida o de la fe.
Una iglesia no clerical que, en estos tiempos, ha sido creativa y madura,
capaz de celebrar con los medios a su alcance, desde encender velas a tocar una
imagen, desde compartir la palabra hasta partir el pan, puede descubrirse a sí
misma como Iglesia viva. Una comunidad que, entonces, compartirá los
sacramentos, pero no como andador para caminar o salvavidas para flotar sino
como vida que se comparte y celebra.
Más pobre
Las comunidades que no reciben dinero de “fuera” (por ejemplo, del
Estado) se encuentran en estos momentos en una difícil situación. ¡Gracias a
Dios! No es infrecuente saber de parroquias, curas, comunidades que hacen de
los sacramentos una fuente de ingresos (y en ocasiones, pingües ingresos); un
ejemplo muy evidente son los casamientos, y en algunos lugares, los funerales. Las
misas y bautismos también suelen serlo, aunque – por cierto, que depende de los
lugares, y los ministros – en menor dimensión. Hay otros medios que son también
utilizados (sanaciones o exorcismos, jornadas o encuentros, para poner
ejemplos). El tema de la Iglesia (o los curas) y el dinero, es ciertamente
serio, y preocupante en ocasiones. Y a veces grave. Por un lado, hay quienes
creen que los curas reciben un salario del Estado. Es verdad que en países o
regiones así ocurre, pero eso no es cierto en la mayoría de los casos (yo suelo
decir, irónicamente, que si así ocurre, necesito saber dónde solicitarlo ya que
debo reclamar por mis casi 39 años de cura; imagino que, sumadas las actualizaciones
e intereses recibiré una cantidad enorme de dinero). Precisamente porque no es
cierto, muchos curas recurren a pretender, o exigir, dinero a cambio de sus “bendiciones”.
Una vez escuché decir sobre los curas de una región: “a la mitad les gustan
las mujeres, a la otra mitad les gustan los varones y a todos les gusta el
dinero”. No me atrevería a negar, por ejemplo, que muchos de los intentos
de que “vuelvan las celebraciones”, que se permitan algunas actividades, o –
directamente violando el aislamiento obligatorio – celebrando misas “secretas”,
bendiciones, haciendo celebraciones, no tenga, en realidad, una motivación
económica por parte del cura, más que el deseo de mejor amar y servir a su
pueblo.
Si la Iglesia fuera menos clerical y menos sacramentalista, eso
redundaría, ciertamente, en perjuicio económico del clero. ¡Bendito sea Dios! Señalo
algo, para no ser mal entendido: la pobreza es un mal, es un perjuicio a la
vida y – en ocasiones – es un crimen. Es indispensable luchar para que no haya
pobres, porque la pobreza es hambre, desocupación (salvo la esclava),
enfermedades, tristeza. Pero hay una “pobreza evangélica” que es un bien. Es a
esta pobreza que me refiero (y no, tampoco, a una mal entendida “pobreza
espiritual” en la que uno puede tener una gran fortuna y ser “pobre de espíritu”,
como se ha escuchado, distorsionando el mensaje de Jesús). Ser pobres (y remito
una vez más a Francisco de Asís, por ejemplo… ¡y no solo a él!) es una
bendición para la Iglesia y para los curas. ¿Y cómo vivirán?, porque comer,
vestirse, sanarse es un bien deseable. ¡Sin duda! Digamos que hacerlo a costa
de los regalos de Dios (el que dijo “¡lo recibieron gratis, denlo gratis!”)
resulta grave y doloroso, a la vez que un anti testimonio evangélico. A lo
mejor la creatividad y la vida en comunidad ayuden a encontrar los medios para
que una Iglesia menos clerical, menos sacramentalista y más pobre pueda
desplegar con alegría y entusiasmo una vida más fiel a Jesús y al reinado de
Dios.
No tengo dudas que habrá cientos de voces y fuerzas en contrario. todavía
escuchamos voces presbiterales, teológicas, episcopales y hasta papales en
contra del Concilio Vaticano II, no debería extrañarnos que también algunas de
estas se escuchen “el día después”. Pero también podemos desear (y trabajar para)
que cuando todo esto termine, ese sea el rostro renovado que la Iglesia pueda y
quiera mostrar a todas, todos y todes.
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