sábado, 25 de abril de 2020

La Iglesia del día después


La Iglesia del día después


Eduardo de la Serna



Muchos, analistas, politólogos, sociólogos, filósofos y demás han empezado a pensar – obviamente desde sus pre-conceptos ideológicos, cómo será el “después” de la pandemia; cuando “se abran las puertas”. Y también algunos han pensado cómo será el “día después” en y de y para y en la Iglesia católica romana.

Pensar cómo será la Iglesia (o el mundo, o la sociedad, o el barrio) creo que no es fácil, porque – me parece – se conjugan muchos elementos: si soy pesimista u optimista, mi ideología, mi capacidad (o incapacidad) de análisis, mi formación e información, y mi lugar. Precisamente por eso seremos testigos y testigas de “profecías” muy disímiles y hasta contrapuestas.

Pensar cómo será la Iglesia, entonces, puede parecerse más bien – y en cientos de casos lo es – a decir cómo quisiera que esta sea. Trataré de pensar algunos elementos que podrían (repito: “¡podrían!”) influir en que la Iglesia sea otra. O de otro modo. Pero no reflexiono “cómo será” la Iglesia de mañana, sino cómo puede y me gustaría que fuera. No es lo mismo.

Antes que nada, y para evitar una crítica mirada fundamentalista o inquisitorial, tengo claro que hablamos de la “Iglesia Una”, y que por tanto la Iglesia es siempre la misma, la Iglesia que Jesús quiso, o “soñó”. Que es, a su vez, una Iglesia en permanente “estado de conversión”, o “semper reformanda” (cf. Vaticano II, U.R. 6) como, por ejemplo, escuchó Francisco de Asís al pedirle Dios que repare su Iglesia.

Aclarado esto, me quiero centrar en tres elementos: imagino posible una Iglesia menos clerical, menos sacramentalista y más pobre.


Menos clerical

Cualquiera que lea más o menos atentamente los textos del papa Francisco notará que él ve como un gran mal de la Iglesia de nuestro tiempo el “clericalismo” (el cual, obviamente, no radica solo en los clérigos, sino también en una cantidad importante de laicos, debemos recalcarlo). Podemos señalar como clericalismo la centralidad de la vida eclesial en el “clero”, sin quienes la vida es pobre, limitada, y casi sin sentido. Ciertamente un infantilismo y paternalismo preocupantes, un “miedo a la libertad” se encierran en esta “Iglesia”, o este modo de ser “cristianos”.

Pero resulta que, en este tiempo, debemos aprender a vivir sin el “papá”, a decidir nosotros mismos, a pegar un salto y crecer. Crecer supone riesgos, ¿qué duda cabe? Supone la posibilidad del error (¡horror!). Por cierto, que si todo lo decide “papá” el error es posible, pero “no se me adjudica”, “el que obedece nunca se equivoca” repite la mediocridad. No se equivoca el que obedece, sino el que manda, acotemos. El clericalismo es, claramente, la parálisis por el miedo. el desconcierto de no saber por dónde ir. Es no asumir la mayoría de edad.

No sería negativo, en este tiempo, que la ausencia dolorosa del “papá” nos haga tomar conciencia que hemos crecido, y que ya no lo necesitamos. Porque una cosa es ir a casa paterna y escuchar el consejo del papá o la mamá y muy otra es no haber cortado el cordón umbilical y vivir una obediencia debida. Es habitual que la madre osa, después de un tiempo en el que enseña a sus oseznos todo lo que necesitan para vivir, de golpe, los abandona. Ellos la buscarán, clamarán por su presencia, pero luego deberán saber que ya pueden vivir solos, ya pueden ser osos. Estos tiempos de aislamiento, pueden habernos enseñado que – como cristianos – somos adultos, somos Iglesia, y podemos escuchar la voz del clero, pero de nuestra responsabilidad madura depende la difícil pero fascinante tarea de ser humanos.


Menos sacramentalista

Como pueblo de Dios solemos recurrir a las comunidades cristianas en búsqueda del pan eucarístico, el bautismo, la reconciliación, la bendición del amor, el fortalecimiento de los enfermos o un impulso en la madurez. Pero, reconozcámoslo, con frecuencia, o en ocasiones, se parece más bien a recurrir a un tótem que nos da seguridad frente a las inclemencias de la vida. Es cierto que esto, muchas veces, es alentado por el clero (quizás también él totemizado) que, entonces, no puede (y pretende – consciente o inconscientemente – que no puedan) vivir sin una bendición, un espectáculo litúrgico donde un actor actúa (valga la redundancia) y todo un pueblo es espectador (por los medios o las redes sociales), o donde los “fluidos” de una bendición, o la magia, llegan desde un helicóptero, donde “pasea” sea una custodia o una imagen de la Virgen María. Casi como si el pueblo de Dios no pudiera vivir su vida sin recibir el hechizo sacramental o cuasi-sacramental.

Pero el aislamiento ha puesto al pueblo de Dios solo con su espiritualidad, sólo con su creatividad, solo con su eclesialidad. Y hay quienes celebran en sus casas eucaristías, quienes reflexionan, y quienes se unen en la oración. Se ha dicho (Tomás de Aquino) que no se puede obrar el bien sin la gracia. Pero, ¿dónde está dicho que la gracia de Dios se comunica exclusiva y solamente por medio de los sacramentos? ¿Qué Dios sería ese que no puede hacer llegar sus dones y su amor más que por un solo pequeño grupo de medios? Medios buenos y santos sin duda. Pero decir que Dios es “más grande” que los medios que reconocemos es una obviedad. Es en la vida diaria, cotidiana, en los dolores y fiestas, en el amor donde también podemos descubrir la gracia de Dios, en la oración y el perdón, en una celebración de la vida o de la fe.

Una iglesia no clerical que, en estos tiempos, ha sido creativa y madura, capaz de celebrar con los medios a su alcance, desde encender velas a tocar una imagen, desde compartir la palabra hasta partir el pan, puede descubrirse a sí misma como Iglesia viva. Una comunidad que, entonces, compartirá los sacramentos, pero no como andador para caminar o salvavidas para flotar sino como vida que se comparte y celebra.


Más pobre

Las comunidades que no reciben dinero de “fuera” (por ejemplo, del Estado) se encuentran en estos momentos en una difícil situación. ¡Gracias a Dios! No es infrecuente saber de parroquias, curas, comunidades que hacen de los sacramentos una fuente de ingresos (y en ocasiones, pingües ingresos); un ejemplo muy evidente son los casamientos, y en algunos lugares, los funerales. Las misas y bautismos también suelen serlo, aunque – por cierto, que depende de los lugares, y los ministros – en menor dimensión. Hay otros medios que son también utilizados (sanaciones o exorcismos, jornadas o encuentros, para poner ejemplos). El tema de la Iglesia (o los curas) y el dinero, es ciertamente serio, y preocupante en ocasiones. Y a veces grave. Por un lado, hay quienes creen que los curas reciben un salario del Estado. Es verdad que en países o regiones así ocurre, pero eso no es cierto en la mayoría de los casos (yo suelo decir, irónicamente, que si así ocurre, necesito saber dónde solicitarlo ya que debo reclamar por mis casi 39 años de cura; imagino que, sumadas las actualizaciones e intereses recibiré una cantidad enorme de dinero). Precisamente porque no es cierto, muchos curas recurren a pretender, o exigir, dinero a cambio de sus “bendiciones”. Una vez escuché decir sobre los curas de una región: “a la mitad les gustan las mujeres, a la otra mitad les gustan los varones y a todos les gusta el dinero”. No me atrevería a negar, por ejemplo, que muchos de los intentos de que “vuelvan las celebraciones”, que se permitan algunas actividades, o – directamente violando el aislamiento obligatorio – celebrando misas “secretas”, bendiciones, haciendo celebraciones, no tenga, en realidad, una motivación económica por parte del cura, más que el deseo de mejor amar y servir a su pueblo.

Si la Iglesia fuera menos clerical y menos sacramentalista, eso redundaría, ciertamente, en perjuicio económico del clero. ¡Bendito sea Dios! Señalo algo, para no ser mal entendido: la pobreza es un mal, es un perjuicio a la vida y – en ocasiones – es un crimen. Es indispensable luchar para que no haya pobres, porque la pobreza es hambre, desocupación (salvo la esclava), enfermedades, tristeza. Pero hay una “pobreza evangélica” que es un bien. Es a esta pobreza que me refiero (y no, tampoco, a una mal entendida “pobreza espiritual” en la que uno puede tener una gran fortuna y ser “pobre de espíritu”, como se ha escuchado, distorsionando el mensaje de Jesús). Ser pobres (y remito una vez más a Francisco de Asís, por ejemplo… ¡y no solo a él!) es una bendición para la Iglesia y para los curas. ¿Y cómo vivirán?, porque comer, vestirse, sanarse es un bien deseable. ¡Sin duda! Digamos que hacerlo a costa de los regalos de Dios (el que dijo “¡lo recibieron gratis, denlo gratis!”) resulta grave y doloroso, a la vez que un anti testimonio evangélico. A lo mejor la creatividad y la vida en comunidad ayuden a encontrar los medios para que una Iglesia menos clerical, menos sacramentalista y más pobre pueda desplegar con alegría y entusiasmo una vida más fiel a Jesús y al reinado de Dios.

No tengo dudas que habrá cientos de voces y fuerzas en contrario. todavía escuchamos voces presbiterales, teológicas, episcopales y hasta papales en contra del Concilio Vaticano II, no debería extrañarnos que también algunas de estas se escuchen “el día después”. Pero también podemos desear (y trabajar para) que cuando todo esto termine, ese sea el rostro renovado que la Iglesia pueda y quiera mostrar a todas, todos y todes.



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