Los profetas y Dios que no se calla
Eduardo de la Serna
Desde
hace ya tiempo me parece importante prestar mucha atención a dos grandes
profetas de Israel: Jeremías y Ezequiel. Ambos no son muy distantes en el
tiempo, aunque sí en la geografía: Jeremías habla desde Judea, Ezequiel desde
Babilonia. Ambos en los comienzos del s. VI a.C.
Un
profeta es alguien que pronuncia palabras (o realiza gestos) de parte de Dios a
un grupo de destinatarios sean estos el pueblo, los dirigentes, o algunos
grupos de la élite. Por eso, en los relatos vocacionales de ambos (y también de
otros) la imagen se desvía a la boca: “me tocó la boca… pongo mis palabras en
tu boca” (Jer 1,9), “abre la boca y come lo que te doy… cómete este rollo y ve
a hablar a la casa de Israel” (Ez 2,9; 3,1).
Ezequiel es de familia sacerdotal, por eso es
llevado cautivo a Babilonia en un primer momento (año 597). Sus compañeros de
exilio son parte importante de la élite de su pueblo, y a ellos debe dirigirles
la palabra. Más adelante se engrosará el número de cautivos cuando Jerusalén
sea destruida (587) y toda la dirigencia sea llevada a “los canales de
Babilonia” (Sal 137,1). Quizás sea la experiencia, pero lo cierto es que
Ezequiel sabe que, aunque hable maravillosamente, no harán caso a sus palabras.
Y, de hecho, Dios mismo se lo reconoce:
Acuden a ti en tropel y mi pueblo se sienta delante de
ti; escuchan tus palabras, pero no las practican; con la boca dicen elogios,
pero su ánimo anda tras el negocio. Eres para ellos como un cantante de amor,
tienes buena voz y tocas armoniosamente. Escuchan tus palabras, pero no las
practican. (Ez 33,31-32)
Esto provoca en Ezequiel
la tentación de no hablar: ¿cuál sería el sentido? ¿para qué hacerlo? Pero Dios
lo ha elegido como profeta, precisamente, para que hable, aunque el rollo que
ha debido comer, dulce a la boca (3,3), son palabras “fúnebres, lamentos y
amenazas” (2,10). Ante esta tentación Dios mismo lo alerta con la imagen del
vigía: éste debe anunciar a la ciudad los peligros que se avecinan (3,17;
33,7). Y, con claridad le dice que, si él le encarga corregir al malvado, si no
lo dice, “yo te pediré cuentas a ti”, pero si, por el contrario, lo advierte, y
el malvado no cambia de actitud, “morirá él por su culpa, pero tú habrás
salvado tu vida” (3,18-19). Dios mismo insiste en que es muy posible que
Ezequiel no sea escuchado (2,5.7; 3,11) pero lo que Dios pretende es que nadie
pueda decir que el Señor se desentendió de su pueblo: él habló por intermedio
del profeta, el tema es que no fue escuchado: “sabrán que había un profeta”
(2,5; 33,33). Esto no quita que, en una ocasión, a modo de signo visible (como
es frecuente en los profetas) precisamente porque “son una casa de rebeldía”
Dios lo manda a encerrarse en su casa y no debe aparecer entre ellos
“yo haré que tu lengua se te pegue al paladar, quedarás
mudo y dejarás de ser su censor… más cuando yo te hable, abriré tu boca y les
dirás: Así dice el Señor Yahvé, quien quera escuchar que escuche, y quien no
quiera que lo deje porque son una casa de rebeldía” (3,24-27).
La
clave del texto parece ser, no tanto lo que Dios le manda decir (porque no dice
lo que ha de hablar) sino simplemente que se sepa que Dios mandó un profeta y
que éste no fue escuchado; diga lo que sea que diga. El profeta no es
importante, en este caso; lo que importa es Dios y también la “casa de rebeldía”;
el profeta es simplemente un mediador entre Dios y los suyos. Un mediador que
no puede callar, salvo cuando Dios lo calla, y debe hablar cuando Dios lo
envíe: sabrán que había un profeta porque hubo uno que habló de parte de Dios,
a su pueblo cabeza dura: “así dice el Señor” (2,4; 3,11.27). Como invitación
profética parece una invitación al fracaso, sin dudas.
Jeremías, por su
parte, se encuentra en los momentos previos e inminentes a la invasión
babilonia (cerca del 600 a.C.), y lo que va a decir es que Dios se va a
desentender de la ciudad y del templo, que la próxima invasión es consecuencia
de la infidelidad y desobediencia de Jerusalén y sus reyes. ¡Ya es tarde! Como
era de esperar, estas palabras resultan chocantes: desalienta la resistencia,
parecen de un enemigo de la patria. Las autoridades y el pueblo mismo empiezan,
cada vez con más vehemencia y violencia a resistir a Jeremías hasta el punto de
pretender matarlo. Es el momento en que el profeta entra en conflicto con Dios:
es él quien le manda hablar y lo persiguen por eso. En una serie de textos
(que, quizás no muy precisamente, se los ha llamado las “confesiones” de
Jeremías) cada vez con más angustia él se queja ante Dios por el cual se siente
cada vez más abandonado. Llega hasta el extremo de gritar:
Me violaste,
Señor, y me dejé violar; me forzaste, y me venciste. Yo era motivo de risa todo
el día, todos se burlaban de mí.
Si
hablo, es a gritos, clamando ¡violencia, destrucción!, la Palabra del Señor se
me volvió insulto y burla constantes, y me dije: No me acordaré de él, no
hablaré más en su Nombre. Pero la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en
los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no podía.
Oía el cuchicheo de
la gente: Cerco de Terror, ¡a denunciarlo, a denunciarlo! Mis amigos espiaban
mi traspié: A ver si se deja violar, lo venceremos y nos vengaremos de él. (Jer 20,7-10)
Las
palabras que Dios le manda decir son “violencia y destrucción”, es comprensible,
entonces que la gente y sus amigos quieran atacarlo. La imagen de la mujer
seducida, violada, ciertamente es chocante, especialmente porque él se compara
a ella y a Dios como el que impone su poder. Por eso se propone callar, pero no
lo logra, la Palabra de Dios aflora y le quema por dentro. Nuevamente no parece
una vocación al éxito la vocación del profeta.
Es
momento de decir una palabra sobre otros personajes frecuentes en Israel, y
particularmente en conflicto con Jeremías: los falsos profetas. No se refiere
en este caso a los profetas que hablan en nombre de otros dioses (Dt 18,20), lo
cual resulta evidente, ni tampoco los que profetizan por dinero (Mic 3,11), sino
de aquellos que hablan de parte del Dios de Israel. Cuando dos profetas dicen
cosas contrapuestas ¿cómo saber cuál habla realmente de parte de Dios? Digámoslo
sencillamente: ¡no hay manera! La misma Biblia propone criterios diferentes, y –
además – incompletos. Jeremías mismo dirá que si anuncian “paz” son falsos
profetas (14,13-14) lo cual, ciertamente no aplica al discípulo de Isaías que
es “mensajero que anuncia la paz” (Is 52,7). ¿Cómo saberlo, entonces? En
ocasiones se dice que si lo que dice el profeta se cumple, entonces es un
verdadero profeta (Dt 18,21), pero ¿cómo saberlo cuando “si se cumple” ya es
tarde, como, por ejemplo, cuando se pretende saber si Dios está de acuerdo o no
con una batalla? En ese caso, ciertamente, ya es tarde (1 Re 22,1-39; “si es
que vuelves victorioso, es que Yahvé no ha hablado por mí”, v.28). En el caso
de Jeremías, confronta con Jananías. Ambos dicen hablar de parte de Dios.
Jananías también dice “Así dice Yahvé Sebaot, el Dios de Israel” (28,2). Como decimos,
no hay modo de saber en el momento cual de los dos habla realmente de parte de
Dios (y no es sensato pensar en mala voluntad o engaño de parte de Jananías; es
muy razonable suponer que él está convencido que Dios habla por su boca y
quiere defender al pueblo judío de los adversarios babilónicos: “¡Dios no lo
permitirá!”). Ciertamente, la “recepción” es importante, pero hemos de señalar
que Jananías fue mucho más aplaudido que Jeremías en su tiempo. Hubieron de
pasar décadas y más décadas para descubrir que Jeremías había sido profeta de
Dios y, por tanto, sus palabras conservadas en el canon bíblico.
Ahora bien,
¿cómo recibe el profeta una palabra de parte de Dios para luego pronunciarla?
Ciertamente no necesitamos imaginar situaciones extraordinarias y maravillosas,
los profetas ven lo que está a nuestros ojos y con mucha frecuencia no sabemos,
no podemos o nos negamos a ver. Al ver un alfarero o unas cestas con higos,
Jeremías sabe que Dios está hablando (18,3; 24,1). En el caso de Ezequiel es
más complicado porque utiliza el lenguaje de visiones o imágenes, pero lo
cierto es que, en ambos casos, y todos los demás profetas, frente a lo que ven
sienten como y lo que Dios siente. Esta sym-pathia (sentir con) con lo
que Dios experimenta es la que mueve a los profetas a pronunciar una palabra: no
puede permanecer callado cuando “venden al pobre” (Am 2,6), cuando los
poderosos “corren los mojones” apropiándose terrenos de los débiles (Dt 19,14;
27,17), frente a las mujeres de la elite que “oprimen a los débiles y maltratan
a los pobres” mientras beben con sus maridos (Am 4,1), acostados en camas de
marfil (Am 6,4), los que “han comido la carne de mi pueblo” (Mi 3,3) … Los
profetas ven y sienten como Dios, y saben que Dios – entonces – les manda
hablar de su parte. Y no pueden callar. No deben callar.
Y sería
muy extraño creer que Dios ya no siente y ya no habla. ¿Cómo sería ese Dios que
habló ayer, sintió ayer pero hoy permanece indiferente en el séptimo cielo,
mientras devoran la carne de su pueblo, corren los mojones u oprimen al pobre? ¿o
será que algunos profetas han elegido callar, han reprimido el fuego interior
para no tener que gritar o escuchar los gritos ante las palabras que se supone
deberían decir? Porque si Dios siente dolor ante el dolor, llanto ante los
llantos y no puede permanecer indiferente ante el clamor de su pueblo, pues no
es Dios sino sus intermediarios, los profetas, los que deberían pronunciar su
palabra. El aparente silencio de Dios ante los dolores de la humanidad, ¿no
será, más bien, el silencio de sus vigías? Me lo pregunto, sencillamente, por
eso que Dios dice que “pedirá cuentas” (Jer 9,9; Ez 3,18) … No me gustaría
quedar en deudas con él. Y no por temor, sino porque creo que no se lo merece. Porque
querría que sean miles y miles los que puedan conocer – y por lo tanto, amar – a
Dios, un Dios madre de ternura y padre de ternura, un Dios que no puede, no
sabe y no quiere permanecer indiferente ante los que sufren. Y, además, los que
sufren tampoco se lo merecen.
Foto tomada de https://www.religiondigital.org/libros/Jeremias-Ezequiel-profetas-tiempo_0_2350864907.html
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