La humanidad de Dios ante el dolor
Eduardo de la Serna
Como es obvio, al hablar de Dios, la Biblia lo “imagina”
como muy parecido a los humanos. Es un Dios que siente, que se enoja, se calma,
tiene ojos y manos, y sobre todo, un Dios que ama.
Acordando con Pascal que hay una enorme diferencia
entre el Dios de los filósofos y “el Dios
de Abraham, Isaac y Jacob” y más aún con el Dios de Jesús, es notable la
dificultad que han tenido muchos teólogos (o quizás más filósofos, aunque no lo
sepan) para teologizar el amor de Dios. Pero el Dios de la Biblia es tan
distinto que hasta se permite afirmar – en una de las escasas “definiciones” – que
“Dios es amor” (1 Juan 4,8). Sin duda, decir esto implica un Dios que “no puede”
estar solo: el amor supone siempre un/a otro/a. Y no debe entenderse esto como
una referencia intratrinitaria (tema que la carta de Juan no manifiesta
conocer). El amor de Dios es a sus “amigos”. La fidelidad / lealtad de Dios es
también un tema frecuente en la Biblia (Deuteronomio 7,9), es fiel y “llama a
la comunión con su Hijo” (1 Corintios 1,9). Dios ama y es fiel.
Pero ese Dios “de amor y fidelidad” (así se lo
menciona 17 veces en los Salmos) no es un ser “paternalista” o un Dios que hace
todo y ante el que nos toca ser simples y pasivos espectadores del teatro de la
historia. Veamos brevemente un elemento conocido:
Los sufrimientos de Israel en Egipto (sin duda un
elemento programático en su constitución como pueblo) llegan a los oídos de
Dios. Pero se trata de sufrimientos causados. “La esclavitud” y los malos
tratos son los que provocan el “clamor” que conmueve a Dios (Éxodo 2,23-24).
Pero del mismo modo, esos maltratos habían conmovido antes a Moisés que viendo
a un egipcio que golpeaba a un hermano salió en su defensa matando al agresor (Éxodo
2,11-12). Cuando Dios se conmueve ante el dolor de sus amigos actúa “suscitando”,
en este caso a uno que “siente-como-siente-Dios”.
El verbo “suscitar” tiene casi exclusivamente a Dios como sujeto (qwm, en hifil, es decir “causal”, Dios levanta). Se traduce al griego por “anístemi”: Dios levanta a alguien con un
fin específico en favor de su pueblo. Es cierto que no siempre el “levantado” es alguien sensible como era
el caso de Moisés. El rey Ciro – por ejemplo – fue “tomado” para ser
instrumento liberador de Dios ante la opresión babilónica, es reflejo del
ejército divino que es “suscitado” en favor de Israel (Isaías 45,1.13).
Esto permite dar un paso más: ante el dolor de sus
amigos, Dios interviene; pero no lo hace enviando rayos del cielo – ese es Zeus,
no Yahvé – sino “suscitando”. Moviendo y con-moviendo.
El Dios de la Biblia tiene “entrañas” y se conmueve, siente como sienten sus amigos y su dolor
no lo deja tranquilo (ya desde el “clamor” de la sangre [“sangres” en hebreo] de Abel, Génesis 4,10). Actúa. Pero ante el
dolor “del/los otro/s”, Dios no obra “milagros a la carta”. Quizás el Dios de
los filósofos sea “ilimitado”, pero el Dios amor tiene límites. “El otro” lo
limita. Dios “no puede” entrar en el límite que el otro pueda ponerle. Entra sólo
donde se le permite la entrada (“si alguno
me abre, entraré y cenaremos juntos” dice “el Testigo fiel y veraz” en Apocalipsis 3,20). El Dios limitado se
encuentra frente a los otros, las víctimas y los victimarios, los sufrientes y
los indiferentes, y “no puede” actuar ante eso, pero sí puede “suscitar”, puede
“levantar” a quienes actúen ante el dolor y busquen combatir sus causas. Pero
no es sensato que “el / la doliente” pretenda tener el monopolio exclusivo del
dolor.
Job se enfrenta a un sufrimiento incomprensible. Su
teología no le da respuestas ante su situación. Pero sí puede descubrir que no
es el único caso de un inocente que sufre. La situación de los pobres, por
ejemplo, le permite ver que hay muchos otros sufrientes, y por sufrimientos
causados por quienes “corren los mojones” (24,2). Así podrá ir descubriendo un
Dios muy distinto a aquel que la “teología tradicional” ha presentado.
Ante el dolor, entonces, Dios
parece invitarnos a “levantar” la mirada y ver otros sufrientes hermanos. Y
saber que esa “invitación” de Dios no ha de ser asumir un rol de espectador
expectante que aguarda un Júpiter tonante sino la de un Dios-amor que pretende
invitarnos a salir hacia otros dolores, otros hermanos. Los límites de Dios son
los seres humanos, porque “humano” lo imaginamos. Pero no ha de ser una suerte
de “mal de muchos, consuelo de tontos”
sino un compromiso militante ante otros dolores, el que – a su vez – nos permite
saber de qué lado se encuentra el Dios que ama. El Dios limitado no puede
actuar ante el dolor, pero puede iluminar, inspirar, suscitar hermanos/as que
caminen juntos/as contribuyendo a aliviar dolores, abrazar dolientes y sentir toda
la fuerza de un Dios que levanta a los caídos para que puestos de pie caminen
como pueblo de hermanos. Los que – como Dios – tienen entrañas de compasión y
misericordia entenderán que entre Júpiter y el Padre de Jesús hay un abismo, y
que nada nos asemeja más a éste que un amor que sale al encuentro del dolor y
los dolientes.
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