No quiero un Concilio Vaticano III
Eduardo de la Serna
Varias
veces se han levantado voces pidiendo o reclamando o soñando un nuevo Concilio
Vaticano III. Todos sabemos que nada hay más importante en la vida de la
Iglesia católica romana que un Concilio realizado en comunión con el Papa
(señalo lo de “comunión” porque en la larga historia de la Iglesia hubo
concilios que fueron “por la suya”, la época de los “conciliarismos”, pero,
además, no necesariamente esto implica presencia del Papa; el cual, por
ejemplo, no estuvo en los primeros grandes concilios de Oriente). De estos
concilios han surgido enormes e importantes reformas, declaraciones, cambios o
frenos, correcciones, impulsos, etc. Ciertamente esto no implica uniformidad,
pero sí debiera significar comunión (de ahí lo de la comunión con el Papa, el
que preside la comunión). Suele ocurrir, en todos los tiempos de la Iglesia,
que algunos de estos cambios, reformas, declaraciones, etc. son resistidos. Así
nacen herejías, cismas y demás, que la Iglesia conoce y ha vivido en su
historia. Veamos un ejemplo reciente: cuando el Concilio Vaticano I propuso /
impuso el dogma de la infalibilidad hubo quienes resistieron esto y así se dio origen
a lo que se ha llamado los “Viejos Católicos”. Como el Concilio Vaticano II fue
pastoral, más que dogmático, las resistencias fueron pastorales. Así hubo
quienes cuestionaron el ecumenismo, la lectura de la Biblia, la liturgia… Una
pregunta vigente era si el Concilio había significado un re-impulsar la vida de
las comunidades o un límite al que llegar, o, si se quiere, un punto de llegada
o un punto de partida. Se ha dicho – creo que con razón – que los que perdieron
en el Vaticano I triunfaron en el Vaticano II, y – se ha añadido – los que
perdieron en el Vaticano II triunfaron en el invierno eclesial expresado en los
pontificados de Juan Pablo II y Benito XVI. De hecho, y es un buen ejemplo, con
motivo de los 25 años del Concilio el Papa convocó a un Sínodo extraordinario. Las
actitudes vaticanas (expresadas en el Informe de la fe, del cardenal
Ratzinger, prefecto de la congregación para la doctrina de la fe) pretendieron –
y lograron – un freno brusco a todo lo que el Concilio había impulsado. A modo
de ejemplo, la declaración Dominus Iesus dinamitó caminos de ecumenismo
que se transitaban por doquier (es difícil decir que queremos dialogar con
comunidades a las que les negamos el nombre de “Iglesias”), la declaración de
la Interpretación de la Biblia en la Iglesia puso un límite al intento
del Cardenal Ratzinger de fortalecer la lectura patrística y espiritual de la
Biblia, y ya Papa, él mismo autorizó bendiciendo la liturgia según el viejo
misal de Pio V (en latín y “de espaldas al pueblo”). Con esto quiero señalar,
de todos modos, algo importante: que un concilio dé pasos significativos no
implica que sean pasos consolidados. No se podrá decir “el Concilio Vaticano II”
debe anularse, pero sí decir “tal o cual es la interpretación correcta [o
errónea] del mismo”. Sirva esto, además, para relativizar la importancia de los
sínodos (si puede acotarse, frenarse, limitarse y casi castrarse un concilio,
mucho más puede hacerse con un sínodo el que, por cierto, además es
consultivo).
Dicho
esto, creo que la Iglesia de nuestros días está sumamente desorientada. Su
relación con la sociedad (“el mundo”) es más de incomprensión y crisis que de
diálogo y encuentro. Valga esto para temas más europeos como también del Tercer
mundo… La relación con los centros de poder, por ejemplo, es, en frecuentes
ocasiones, más de casamiento que profética (el regaño de Juan Pablo II a
monseñor Romero sobre su relación con el poder político es ejemplo cabal de
esto). Curiosamente pareciera que las jerarquías “deben” llevarse bien con los
poderes políticos en temas sociales, económicos, culturales, pero mal si se
trata de temas sexuales o familiares, entonces se puede ver al cardenal de
Nueva York disfrutando de las mieles de Trump mientras el cardenal de Honduras
(o Bolivia, entonces) confrontando con políticas oficiales (ciertamente las
ideologías de unos y otros influyen en esto). Fueron patéticas las
declaraciones del cardenal Terrazas en la presentación de la realidad boliviana
en Aparecida, y patéticas también las del cardenal Rodríguez Maradiaga haciendo
campaña explícita en contra de Xiomara Castro en Honduras. Señalo, con esto, la
desambiguación evidente de las jerarquías eclesiásticas con los poderes
políticos, con las culturas, con las sociedades. Pero valga lo mismo con
actitudes intraeclesiales… pueden suponerse las mejores intenciones del Papa al
convocar a sínodos o a Asambleas eclesiales, pero los obispos presentes no han
mostrado, en general, la más mínima actitud sinodal, de escucha o de respeto
por las disidencias. Con esto señalo que, en un eventual Concilio, al que todos
los obispos del mundo están convocados, participará la enorme mayoría que
fueran elegidos por el invierno eclesial, y en razón de su invernalidad. Esos serían
los que propondrían ¡y votarían! ¿Realmente queremos que esos obispos
invernales marquen rumbos acerca de hacia dónde y por dónde ha de transitar la
Iglesia del presente y del futuro próximo? Porque, lo señalo, me resulta
curioso que se hable de una nueva primavera eclesial a partir de la llegada del
Papa Francisco. Y, si por Iglesia no entendemos solamente al Papa (¡y no la
entendemos así!), si obispos y curas, y laicos de movimientos eclesiales
bendecidos por el invierno también forman parte de la eclesialidad… No veo
brotes primaverales, ¡debo decirlo! Un ejemplo… (que se vio de un modo patente
en las asambleas de Medellín y Puebla, y se notó ausente de modo patente en
Santo Domingo y Aparecida) ¿alguien podría nombrar en América Latina hoy algún
obispo verdaderamente profeta? Un ejemplo claro… las denuncias fundadas sobre
la manipulación del documento final y adulterado de Aparecida, que – como le dijeron
al Papa Benito XVI – ocurrieron en Argentina, Brasil y Chile no tuvieron la más
mínima repercusión episcopal. ¿Hubo obispos que levantaran su voz ante el
atropello? Si las hubo, no las escuché. Los evidentes signos de los tiempos de
nuestro presente parece que son respondidos con anti-signos eclesiales. Valgan
dos estruendosos y evidentes: el lugar de las mujeres en la Iglesia,
estructuras y espacios de vida pastoral, y la actitud frente a los niños,
preferidos de Jesús y el escándalo de los abusos por parte de eclesiásticos. Ambos
temas fueron motivo de escándalo, por ejemplo, en la Asamblea eclesial: las
declaraciones del cardenal Ouellet sobre las mujeres y el silencio sobre los
abusos clama al cielo, pero no atraviesa los muros vaticanos.
Dicho
todo esto, ¿cuál sería la ventaja, conveniencia, prudencia o necesidad de un
Concilio Vaticano III? Y, si se viera la pertinencia, una pregunta final… ¿por
qué Vaticano III y no Asís I, o Jerusalén I, o Sucumbíos I? Digo, porque hasta
eso mismo ya es un mensaje ¿o no?
Imagen
del Vaticano I tomada de https://www.ecured.cu/I_Concilio_Vaticano_(1869-1870)
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