Una breve nota
sobre la verdad
Eduardo de la
Serna
Pocos temas más debatidos en ambientes
intelectuales como tratar de entender (y acordar) qué es “la verdad”.
Sin duda, nos referimos a algo que está “fuera”
de nosotros, y que al “decirlo”, muchos / algunos / todos reconocemos como “verdadero”.
Pero ya empezamos con un problema cuando en el lenguaje popular se escucha
decir “tu verdad”, “mi verdad”. Y entonces, podemos enfrentarnos con verdades
contrapuestas ya que algo que es verdad para uno, puede no serlo para otro. En
realidad, la referencia no es exactamente a “la verdad” sino a una “opinión”
(mi opinión, tu opinión), lo cual es distinto; debemos respetar las opiniones
ajenas, lo cual no quiere decir “acordar con ellas”. Y, en ocasiones (tal el
rol, por ejemplo, de la docencia) ayudar a adecuar las opiniones diversas con
algo que podemos calificar de “verdad”. Si cada quien tuviera “su verdad” no
sería necesaria ni la docencia, ni la filosofía, ni el diálogo; lo cual no
quita, insisto, que se deba partir y respetar las opiniones ajenas para ir “descubriendo”
la verdad (la verdad estaría, así, cubierta y se debería ir develando). Más
complejo aún es la actitud de creer como “verdadero” aquello que coincide con
lo que pienso, más allá de cualquier otro tema, a eso se lo ha llamado "pos-verdad”, está más allá de la verdad… está en uno mismo.
Con las diferencias de las escuelas, el
mundo griego entiende que “la verdad” está en “la cosa” y, por lo tanto, se
debe ir adaptando la opinión a lo que ella “es” (se debe ir sacando el velo,
por eso la partícula privativa “a”, de aletheia); la frase que “la única
verdad es la realidad” es coherente con esta imagen.
En el mundo bíblico, en cambio, la
verdad es la fidelidad de lo dicho con el objeto, de allí la semejanza con el
término “creer” (emet – amen), ambas remitiendo a lo que es firme. Por eso,
por ejemplo, la frase “la verdad nos hará libres” quiere señalar que la
fidelidad al proyecto de Dios nos hace hijos (lo contrario de esclavos). Poner
la confianza en algo que no es firme, obviamente es una insensatez.
Pero el significado de la verdad ha
seguido variando con el tiempo y los pensadores. Sería importantísimo, pero nos
excede, analizarlo en detalle. Lo cierto es que al decir verdad hay elementos
coincidentes: se trata de una “cosa” (un hecho, una palabra, algo) que “se dice”
y a lo cual los destinatarios le dan su asentimiento (“es”); es decir, se
acepta como “verdadero”.
Un elemento importante antes de dar un
paso más… Que yo crea que algo es verdadero, y me afirme en ello, no
necesariamente significa que lo es, y – para verlo claramente – pensemos en un
billete falso (una falsificación muy bien hecha). Sólo alguien capacitado, por
ejemplo, puede reconocer la falsificación o autenticidad (lo mismo vale, por ejemplo,
para un cuadro muy bien falsificado) … Yo creo firmemente que ese billete es
auténtico, pero no lo es, y en algún momento eso se detectará y quedará en
evidencia que “no es verdadero” [en el griego, especialmente en Pablo, existe
un término, dókimos, que hace referencia a esa persona, o circunstancia “probada”,
que pasó el test de autenticidad, por ejemplo de una moneda]. Que yo crea firmemente que
un billete es verdadero, evidentemente, no lo transforma en tal.
Ahora bien, la aceptación o no de la
verdad supone un emisor: yo afirmo que este cuadro es auténtico, el profeta X
afirma que Dios dice Tal cosa, etc. De allí la importancia de su “veracidad”. Tal
o cual emisor o emisora es creíble, es veraz, por lo cual yo creo que lo que
transmite también lo es. Y, dejando de lado la posibilidad de mala intención,
puede también haber error en quien transmite un dato, por lo que otros afirmarán
que tal cosa “es” lo que en realidad “no es”, apoyados en un error del
transmisor. Y esto, por supuesto, se agrava en el caso de la mentira. Un
testigo falso puede lograr que se condene un inocente o libere un culpable (por
eso es un mandamiento en la lista de los Diez: “no prestar falso testimonio”).
Y, en ese caso, ¿qué ocurre cuando, en la práctica, solo hay un emisor? Todas
las voces dicen que algo “es”, y, entonces, aunque “no lo sea”, los receptores creerán
que esa tal cosa es verdadera. Lo cual lleva a todo un grupo a “creer”
erróneamente.
En la Biblia es el caso, muy interesante, de lo que llaman, los falsos profetas (el término es griego, la Biblia hebrea solo los llama “profetas”, nebî’îm); ¿cómo reconocerlos? En concreto, no hay modo de hacerlo. Se da el caso interesante del rey de Israel que antes de atacar a los arameos consulta a los profetas para saber si tal es o no verdaderamente la voluntad de Dios; 400 profetas le dicen que lo haga, que cuenta con la bendición de Dios, pero solo uno, Miqueas, le dice que no lo haga. Convencido por la evidente mayoría, ataca y es derrotado y muerto (1 Reyes 22). Saber cuál es o no “verdadero” profeta es algo que puede saberse cuando ya es tarde.
Que cientos de voces (que muchas veces son la misma en su origen) dicen que algo “es” no significa necesariamente que lo sea. De allí la responsabilidad, al “creer”, de analizar muy seriamente (discernir, que en griego tiene la raíz “juzgar”) los elementos, los testimonios, los pros y contras, las variables, antes de dar el asentimiento de la inteligencia y la dirección de la voluntad. Cuando los Medios de Comunicación tienen una firme intencionalidad (y más cuando la “verdad” se compra y vende como cualquier mercadería, y, peor aún, cuando esa tal mercadería somos nosotros) es muy sensato dudar persistentemente antes de creer. Porque al creer, por ejemplo, nos conducen a aceptar algo (por ejemplo, a aceptar el candidato que nos han “vendido”) y seguir viendo lo que quieren que veamos, que no veamos lo que no quieren que veamos, y, así, nunca saber “verdaderamente” dónde está la “verdad”. Dar por “veraces” a transmisores intencionales suele ser insensato, y, a veces, hasta suicida. Se trata de la verdad verdadera, no del show televisivo o del stand-up presidencial.
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