El odio a la vuelta de la esquina
Eduardo de la Serna
Con mucha frecuencia, para saber a fondo qué significa una palabra,
es bueno mirar la contraria. Puede resultar peligrosamente binario, pero no
deja de ser útil. Pero, para lograrlo bien, es imprescindible, a su vez, mirar
con profundidad el sentido del que es a su vez su antónimo. Podemos decir que
lo contrario del odio es el amor, y no estaríamos errados, pero si entendemos
bien qué se entiende por amor, por cierto. Si por amor entendiéramos algo
meramente sensible, que se siente o deja de sentir ocasionalmente, y hasta
frívolamente, si no le descubrimos una profunda carga vital, e incluso “moral”
(valga la imagen) tampoco lo tendría el odio. Pasaría a ser algo
circunstancial, y hasta razonable, sin valoración alguna, sin una carta ética. En
cambio, estamos quienes creemos que el amor es la expresión sublime de la
humanidad (y la divinidad), que es vida y dador de vida. Vida plena, y
plenamente humana; no me refiero a la biológica. Así, el odio es expresión plena
de inhumanidad, es mortal y asesino. Y también de vida plena, no meramente
biológica hablamos como matada. El amor remite, sin dudas, a la vida. Y con
ella a la felicidad y la alegría, a la paz y la verdad, la justicia y la
esperanza. Todo lo contrario, ocurre con el odio. El que odia quiere que lo
odiado desaparezca (verbo horrible en nuestra historia), sea física o
existencialmente. La destrucción es un propio del odio y de los odiadores. Por eso
es muy interesante mirar sus rostros: fríos, indiferentes a veces, con rictus
de desprecio en ocasiones, con venas hinchadas, ojos inyectados con frecuencia
y discursos de muerte, física o simbólica siempre. Así como hay cientos de
palabras que nos remiten al amor, y nos dejan henchido el corazón de solo
pensarlas, y más aún de vivirlas, hay también otras tantas – generalmente los
antónimos de las anteriores – que envenenan las entrañas, que provocan
malestar. Y malquistan.
Y aunque no sea un sino, una carga irremontable, un destino
irremediable, hay personas que no hacen o no saben sino odiar. Y, como una garrapata
social, se hinchan y alimentan de la vida de otros, crecen y crecen cuanta más
vida extraen. Y, como vinchucas también sociales, cagan además de chupar
sangre, y le afectan el corazón social a un pueblo con un tripanosoma cruzi
para el que no hay vacuna, y no pretenden que la haya. Que haya una sociedad, o
parte de ella, enferma y muy enferma les resulta conveniente. No para poder
brindarles salud, en la que no creen si no puede pagarse, como todo en lo que
creen, sino para que el odio crezca, se multiplique y difunda. El odio se
alimenta de odio, lo engendra y multiplica.
En una actitud de diálogo, suelen encontrarse dos (día) personas
con opiniones (logos) diferentes. En un encuentro, lo que se pretende, lo
primero es entender bien qué es lo que piensa, entiende y sostiene la otra
parte. Es el primer paso. Después expresar lo propio para que la otra parte
también dé ese paso. En ocasiones, eso no implica cambiar de opinión, pero sí,
al menos, entender y respetar, aunque no coincidamos con la otra parte. Sin
embargo, a veces, algo se cambia de un lado y/o del otro. El diálogo es una
expresión de amor: la otra parte cuenta para nosotros, y no implica perder la
propia identidad, ni la propia “opinión”, que seguimos sosteniendo. Es lo
contrario del monólogo, en la que uno (mono, ¡y no es ironía!) sostiene
y hasta impone su discurso (logos) a todos los demás; sus personas, sus
opiniones, sus criterios no cuentan, solo hay “uno”. Después sí, se podrá
disfrazar el monólogo odiante de buenos modales, de buena publicidad, o de “no
hay otro discurso posible” … Obviamente, pretender día-logar con un mono-logista
es un absurdo. Simplemente porque, aunque lo parezca, no habría dos (día),
porque para éste, el otro no cuenta.
Basta con mirar las marchas odiadoras a las que nos acostumbran, basta
con mirar sus signos mortuorios (insisto que el odio es transmisor de muerte),
o escuchar los ruidos de cacerolas vacías y alacenas llenas, para saber que
para ellos muchos de nosotros no contamos. Y si pudieran contagiarnos de su
odio serían felices; y si no lo logran, nos quieren muertos… o desaparecidos (e
insisto en el verbo, porque desde 1983 a la fecha no habíamos visto a nadie que
reivindicara la Dictadura, cosa que ahora se ve en casos muy aislados, pero se
ve). El odio los cría y ellos se juntan. Perdónenme si elijo quedar del otro
lado de su grieta.
Foto tomada de http://www.motoreconomico.com.ar/politica-nacional/la-derecha-y-sus-smbolos-de-muerte-la-macabra-instalacin-de-bolsas-mortuorias-en-el-27f
Gracias Eduardo.
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