La familia en la Biblia
Eduardo
de la Serna
Se suele decir, con bastante
razón, que la familia es la base de la sociedad. Pero no está de más
preguntarnos, antes de avanzar en el pensamiento, de qué sociedad hablamos, y
si, además, no hay otras bases de la sociedad o si esta es la única base. Evidentemente
no es lo mismo la sociedad feudal, la sociedad campesina, la sociedad urbana,
la sociedad nómade, etc. Veamos un breve ejemplo, muy fácil de comprender en
nuestro tiempo (y que no es muy distinto de los tiempos bíblicos): la
migración. No es habitual que migre toda una familia. En ocasiones el mayor de
los hijos, o el padre migran a la espera de poder organizarse y luego poder
recibir al resto allí donde se ha migrado. Pero esto no se logra ni fácilmente ni rápidamente (la
cantidad de muertos en las migraciones, sea en el Mediterráneo como en tránsito
a los EEUU, son un buen ejemplo). ¿Qué sería la familia en este caso? ¿los que
quedan? ¿Cómo está conformada? No es fácil dar una respuesta. La necesidad de
vivir, vivir mejor o sobrevivir, lleva a estos habituales fenómenos migratorios. En la
Biblia encontramos muchos casos de migraciones, por ejemplo.
Pero el tema que aquí nos interesa es la familia. ¿Cómo está conformada la familia? Y vemos que no hay un modo único de ser familia que esté “canonizado”. Abraham, por ejemplo, tuvo varias mujeres, y varios hijos; lo mismo Jacob. Y eso, ciertamente, era una familia. Quizás no siempre se trate de poligamia: Abraham despide a su primera mujer, Agar, por presión de su mujer, Sara, y más adelante parece dejar a Sara para vivir con Queturá con la que tuvo 6 hijos (Gen 25,1-2). Jacob tuvo 12 hijos varones y al menos una mujer con cuatro mujeres distintas, y en este caso sí se trata de poligamia. Pero, como es evidente, nadie duda que se trata de familias.
Con el tiempo (y quizás por razones económicas o también culturales) la poligamia empieza a dejarse de lado, aunque eso no ocurre en todas partes. Los reyes, por cierto, pueden “tener” las mujeres que deseen (de Salomón, por ejemplo, se dice que tuvo setecientas mujeres y trescientas concubinas [1 Re 11,3]).
Por otra parte, además, hay
elementos que son culturales y que hoy nos resultan chocantes: un matrimonio
solía ser “arreglado” por los padres (varones) de la pareja (o, en caso que alguno
de ellos no estuviera, por los hermanos). Y, aunque no es algo “uniforme”, era
frecuente que una mujer fuera casada a los 13-14 años y el varón a los 17. Es
interesante, por ejemplo, el caso de la mujer del Cantar de los Cantares, que
ha tenido importantes relaciones sexuales con su amado, pero para los hermanos
todavía es pequeña (“no tiene pechos todavía”) y deberán darla pronto en matrimonio
(“cuando se hable de ella”; 8,8).
Es verdad que, quizás en los
ambientes urbanos, las edades deban elevarse y pueda haber matrimonios contraídos
con mayor edad. Lo cierto es que tanto el hecho de la falta de libertad (y de
amor) y la corta edad no impide que hablemos de familia, algo que, como se
dijo, resulta inverosímil en nuestro tiempo (o al menos habitualmente).
Sin embargo, debemos dar un
paso más: Jesús valora la familia, pero la relativiza. Hay cosas más
importantes (el reino de Dios) por el que es razonable, o conveniente, dejar la
familia. Una breve aclaración para evitar malos entendidos: cuando Jesús dice
que «si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a
su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su
propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26), el término “odiar” es un
modo semita de hablar que significa “amar menos que” (por eso algunas
traducciones lo transcriben así, aunque no sea literalmente preciso). No se trata de odiar la familia, pero sí de amarla menos que al proyecto de Jesús.
Un
ejemplo interesante puede verse en la Pascua. Desde sus orígenes la Pascua era una fiesta de
familia. Fue variando el modo de celebrarla (por ejemplo, desde hacía tiempo,
esta debía celebrarse en Jerusalén, cuando antes no era así… y no es así entre
los judíos hoy), pero era (y es) una fiesta de familia. Sin embargo, Jesús, que
ya había dicho que su madre y sus hermanos son los que escuchan la palabra de
Dios y la ponen en práctica (ver Mc 3,33-35), y que más feliz es su mamá por
ser discípula que por ser su madre (Lc 11,27-28), cuando va a celebrar la Pascua
final dice claramente que va a “celebrar la Pascua con mis discípulos” (Mc
14,14). La nueva familia, para Jesús, es el discipulado del reino.
Con los
siglos, el modo de “ser familia” ha ido variando, sigue variando y seguirá
variando. Hoy, en una familia – en muchas, al menos – han de incluirse el
televisor y las mascotas, mientras que en la familia antigua debían incluirse,
sin dudas, los esclavos, en los casos de las familias acomodadas. Pensar que una familia “debe” ser un papá, una mamá y
los hijos es algo “dogmático”. Muchas familias lo son, sin duda, pero hay
muchas familias que lo son de otro modo: por ejemplo: una familia en la que el
padre ha migrado por trabajo – como lo dijimos – o que ha hecho abandono de
hogar (o lo ha hecho la madre); una nueva familia por separación (en ¡tantos casos!, razonable
y sensata, como en las situaciones de violencia), los casos de madres solteras,
parejas de un mismo sexo, etc. Quizás lo más sensato sea reconocer, y valorar,
a la familia que se “autopercibe” como tal. Pero no resulta razonable partir de
una concepción “dogmática” para entender que una familia “debe” ser “verdaderamente”
de un modo preciso.
Jesús,
como dijimos, relativiza la familia, proponiendo otro valor – el discipulado –
como base de la nueva sociedad que él propone: el reino de Dios. Afirmar, como
lo dijimos al principio que “la familia es la base de la sociedad” debería
invitarnos, antes de formularla, a preguntarnos de qué familia y de qué
sociedad hablamos. Jesús nos invita a pensarlo.
Foto
tomada de https://www.alamy.es/familia-de-nomadas-argelia-image65998182.html
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