Las dos manos de Dios
Eduardo
de la Serna
Uno de los primeros santos
Padres de la Iglesia hablaba de “las dos manos de Dios” (San Ireneo) aludiendo
al obrar del Verbo y del Espíritu Santo.
En el caso del primero, la
clave pasa por lo que se llama la Encarnación (tomando la categoría joánica: “el Verbo se hizo carne”, Jn 1,14); en el
segundo ocurre todo lo contrario, el espíritu “sopla”, “inspira”. Resulta
evidente que ambos se complementan y a su vez evitan malas comprensiones del
otro interrelacionándose.
La mera Encarnación podría
bien quedar tan “atrapada” por los naturales límites de lo material y perder la
dimensión que lo anima. La mera
espiritualidad podría bien quedar diluida en lo etéreo perdiendo la mordiente necesaria.
Antes de seguir, quisiera llamar
la atención ante toda lectura dualista del estilo “cuerpo-alma” en lo que digo.
Nada de eso tiene algo que ver en esto. En todo caso – espero que se vislumbre –
en diferentes dimensiones del obrar de ambas “manos divinas”.
La Encarnación dice
historia, vida concreta y muerte concreta, dolores y alegrías concretos, Dios
se introduce en nuestra debilidad humana para tocar nuestros límites. Pero
precisamente porque la “carne” tiene los límites del tiempo y del espacio, de
lo que se ve y se toca, la tentación frecuente es la de la impotencia. No se
puede traspasar esos límites, no se puede llegar.
El Espíritu es la fuerza,
como la del viento que mueve, lo que impulsa y viene de donde no se sabe su
origen y se dirige a cualquier lugar. Su característica fundamental es no tener
límites. Pero precisamente por eso, se corre el riesgo de creer que cualquier
fuerza interior es movida por el espíritu, todo puede atribuírsele sin criterio
alguno de atribución.
Si el espíritu puede
impulsar la carne más allá de sus límites, la carne puede revelar la
manifestación del espíritu. Insisto que me estoy refiriendo a las “manos de
Dios”, no a una mirada antropológica.
Veamos simplemente dos
evidentes distorsiones históricas de ambas. Es evidente que la historia de la
Iglesia muestra innumerables momentos en los que la institución fue un simple “reino”
más, con Papas más reyes que pastores, por ejemplo. La “Encarnación” en el
modelo monárquico puede haber funcionado, pero – se podría decir – faltaba el
Espíritu. La gran diferencia entre Francisco de Asís y el Papado de su tiempo
lo deja bien patente. Por otra parte decenas de grupos “espiritualistas”
abundan esa misma historia de la Iglesia. Grupos que se atribuyen la presencia
de un espíritu que – por definición – no puede “verse” ni “tocarse”. Algunas
lecturas milenaristas sobre Joaquín de Fiore, por ejemplo, sirven de ejemplo.
Una lectura “meramente”
encarnada puede – pragmáticamente – olvidar utopías, dejar de “correr” los
límites, tender o amplificar “sueños” o proyectos. Una lectura “meramente”
espiritualista puede – idealistamente – perder contacto con “la realidad”,
desconectarse…
La encarnación del Verbo nos
muestra un Dios que no sólo ilumina, no solo habla en la historia sino que la
vive, la sufre, la disfruta, y la transforma haciendo presente el proyecto de Dios
del Reino. Pero no hay duda que esta encarnación está acompañada y movida por
el Espíritu.
El descenso del Espíritu nos
revela un Dios que impulsa, que ilumina esa misma historia más allá de los
límites hasta tocar las “fronteras” de la divinidad. Pero no hay duda que es un
Espíritu que acepta los límites de la historia y la “carne” humanas para “desde
allí” transformarla.
Ambas manos divinas se
entremezclan, se acompañan, se “abrazan”.
En estos tiempos de
Pentecostés y de nuevas “espiritualidades” parece importante buscar criterios
para poder “ver” y “tocar” el Espíritu sin pretender ponerle límites, o extinguirlo.
Esos criterios son lo que la espiritualidad llama “discernimiento”, que significa
“juzgar”. Es decir, reconocer qué puede y qué no atribuirse al espíritu, porque
no todos los espíritus (siguiendo la imagen quizás mitológica de algunos
autores bíblicos) son “espíritu santo” y los hay “malos espíritus”, “espíritus
inmundos”, y demás… Y, obviamente, el criterio fundamental tiene que ver con la
encarnación. El dicho bíblico “por los frutos se conoce el árbol” (Lc 6,44) alude,
precisamente a esto.
Hay – en algunos ambientes –
tendencia a atribuir al “Espíritu” una serie de manifestaciones que son “fáciles”
de imputarle, precisamente porque no puede “verse” ni “tocarse” ni su origen ni
su destino. Así, ante cantos, desmayos, gritos, movimientos, palabras más o
menos comprensibles, algunos tienden a arrogarlas al Espíritu, mientras que
otros prefieren mirar en “otras direcciones”. Lo mismo puede decirse de
determinadas “predicaciones” u homilías que en algunos casos parecen más
arengas o estudiadas formas de marqueting o publicidad donde no importa tanto “el
producto” ofrecido sino el “modo” de ofrecerlo.
Es interesante que,
precisamente, en la Biblia y la Tradición, las “imágenes” (por tanto algo que
puede verse y – quizás – tocarse) que aluden al Espíritu tienen una cierta
característica de inasibilidad (el
viento, el agua, el fuego) pero una cierta materialidad. Incluso la imagen del
viento, menos visible que las otras, tiene claras manifestaciones visibles en molinos
o copas de árboles, por ejemplo. Lo mismo parece que puede afirmarse de ciertas
“espiritualidades”. Es muy “fácil” e “indemostrable” atribuir al espíritu
cualquier movimiento interior, inspiración o hasta capricho. Someter “todo” a
una palabra “oficial” (por ejemplo de la Iglesia) puede pretender limitar en la
“Encarnación” toda manifestación del Espíritu, y la misma historia de la
Iglesia rezuma casos en lo que la institución eclesiástica no supo reconocer el
“soplo del espíritu” de Dios. Pero sin dudas ha de haber algún criterio de
discernimiento para “juzgar” la presencia del espíritu. Cuando san Juan de la
Cruz habla de determinadas cosas como “golosinas
del espíritu” parece estar señalando que sólo aquello que “nutre” puede
considerarse realmente como proveniente del Espíritu de Dios, y la nutriente es
en cierto modo “encarnación”.
Siempre existirá la
tendencia – en uno u otro espacio – de pretender monopolizar en uno u otro el
obrar de Dios. Y se negará entidad al espíritu en nombre de la “institución”
(encarnación) o se negará profundidad “horizontalista” en nombre del Espíritu
sin dimensionar que uno y otro aspecto divino se iluminan mutuamente (o dialécticamente,
si se quiere) so riesgo de imaginar un “Dios manco”.
El Verbo Encarnado empieza,
vive y culmina su ministerio en relación al Espíritu de Dios. Movido por él
empieza su camino desde el bautismo, y lo entrega en la cruz a la comunidad
para que continúe su ministerio en la historia. El Espíritu, por su parte, es
el que acompaña el pueblo de Dios en esa misma historia (es importante recordar
que no se trata del dualismo de “dos historias”, la profana y la sagrada, sino
de la capacidad de trocar en sagrada esta historia en la que estamos). La
tradición eclesiástica, en sendos textos antiguos lo llama “padre de los pobres” y afirma que “habló por los profetas”, pocas cosas
menos desencarnadas que estas.
Nuestra historia presente, precisa
una comunidad cristiana claramente encarnada,
y no que viva “en las nubes de Úbeda”.
Ya el mártir boliviano Lucho Espinal señalaba que la Iglesia no molestaba
cuando hablaba de las almas del purgatorio. No se trata de una Iglesia que
pretenda molestar, pero tampoco de una Iglesia que silencie o distorsione el
Evangelio por evitar hacerlo. El amor es claramente concreto y militante. Amor supone
un “otro”, y pocas cosas son menos “omfalocéntricas” (de “ómfalos”, ombligo) y más militantes que el verdadero amor. Y esta
historia precisa también una comunidad cristiana verdaderamente espiritual, de
franquee continuamente los límites hacia el proyecto de Dios, que sea
verdaderamente profética y sepa ser “madre de los pobres”.
Ambas manos de Dios deben
señalarnos el camino, nuestra historia y sus dolores lo requieren. Una historia
sin espíritu (o con mikro-espíritus)
de márqueting o aleluyas, pero sin nutrientes que permitan correr los límites
de la mano invisible del mercado o las copas que nunca derraman, lo amerita.
Una Iglesia a veces desencarnada que no quiere “embarrarse” [sic... que olvida
que la primera “encarnación” fue del polvo de la tierra (Gén 2), y que
expresamente Jesús “hizo barro” un
sábado para mostrar el camino de la fe a la humanidad, (Jn 9)] en la política lo
urge.
El Dios en el que creemos
tiene dos manos que revelan su ser y obrar en nuestra historia. Un ser y obrar
que debería guiar los nuestros y que a su vez los comprometen, desafían o
incomodan. El espíritu es el criterio de discernimiento de una Iglesia
encarnada, la Encarnación es el criterio del Espíritu y ambos son los dos pies
que – como pueblo de Dios – estamos invitados a usar para que la historia
camine los caminos del Dios de la historia, del Dios de la vida, el Dios de
Jesús.
Excelente reflexión, como a las que nos tenes acostumbrados
ResponderBorrarGracias por tu generosidad al compartirla