miércoles, 7 de junio de 2017

Las dos manos de Dios

Las dos manos de Dios

Eduardo de la Serna



Uno de los primeros santos Padres de la Iglesia hablaba de “las dos manos de Dios” (San Ireneo) aludiendo al obrar del Verbo y del Espíritu Santo.

En el caso del primero, la clave pasa por lo que se llama la Encarnación (tomando la categoría joánica: “el Verbo se hizo carne”, Jn 1,14); en el segundo ocurre todo lo contrario, el espíritu “sopla”, “inspira”. Resulta evidente que ambos se complementan y a su vez evitan malas comprensiones del otro interrelacionándose.

La mera Encarnación podría bien quedar tan “atrapada” por los naturales límites de lo material y perder la dimensión que lo anima. La mera espiritualidad podría bien quedar diluida en lo etéreo perdiendo la mordiente necesaria.

Antes de seguir, quisiera llamar la atención ante toda lectura dualista del estilo “cuerpo-alma” en lo que digo. Nada de eso tiene algo que ver en esto. En todo caso – espero que se vislumbre – en diferentes dimensiones del obrar de ambas “manos divinas”.

La Encarnación dice historia, vida concreta y muerte concreta, dolores y alegrías concretos, Dios se introduce en nuestra debilidad humana para tocar nuestros límites. Pero precisamente porque la “carne” tiene los límites del tiempo y del espacio, de lo que se ve y se toca, la tentación frecuente es la de la impotencia. No se puede traspasar esos límites, no se puede llegar.

El Espíritu es la fuerza, como la del viento que mueve, lo que impulsa y viene de donde no se sabe su origen y se dirige a cualquier lugar. Su característica fundamental es no tener límites. Pero precisamente por eso, se corre el riesgo de creer que cualquier fuerza interior es movida por el espíritu, todo puede atribuírsele sin criterio alguno de atribución.

Si el espíritu puede impulsar la carne más allá de sus límites, la carne puede revelar la manifestación del espíritu. Insisto que me estoy refiriendo a las “manos de Dios”, no a una mirada antropológica.

Veamos simplemente dos evidentes distorsiones históricas de ambas. Es evidente que la historia de la Iglesia muestra innumerables momentos en los que la institución fue un simple “reino” más, con Papas más reyes que pastores, por ejemplo. La “Encarnación” en el modelo monárquico puede haber funcionado, pero – se podría decir – faltaba el Espíritu. La gran diferencia entre Francisco de Asís y el Papado de su tiempo lo deja bien patente. Por otra parte decenas de grupos “espiritualistas” abundan esa misma historia de la Iglesia. Grupos que se atribuyen la presencia de un espíritu que – por definición – no puede “verse” ni “tocarse”. Algunas lecturas milenaristas sobre Joaquín de Fiore, por ejemplo, sirven de ejemplo.

Una lectura “meramente” encarnada puede – pragmáticamente – olvidar utopías, dejar de “correr” los límites, tender o amplificar “sueños” o proyectos. Una lectura “meramente” espiritualista puede – idealistamente – perder contacto con “la realidad”, desconectarse…

La encarnación del Verbo nos muestra un Dios que no sólo ilumina, no solo habla en la historia sino que la vive, la sufre, la disfruta, y la transforma haciendo presente el proyecto de Dios del Reino. Pero no hay duda que esta encarnación está acompañada y movida por el Espíritu.

El descenso del Espíritu nos revela un Dios que impulsa, que ilumina esa misma historia más allá de los límites hasta tocar las “fronteras” de la divinidad. Pero no hay duda que es un Espíritu que acepta los límites de la historia y la “carne” humanas para “desde allí” transformarla.

Ambas manos divinas se entremezclan, se acompañan, se “abrazan”.

En estos tiempos de Pentecostés y de nuevas “espiritualidades” parece importante buscar criterios para poder “ver” y “tocar” el Espíritu sin pretender ponerle límites, o extinguirlo. Esos criterios son lo que la espiritualidad llama “discernimiento”, que significa “juzgar”. Es decir, reconocer qué puede y qué no atribuirse al espíritu, porque no todos los espíritus (siguiendo la imagen quizás mitológica de algunos autores bíblicos) son “espíritu santo” y los hay “malos espíritus”, “espíritus inmundos”, y demás… Y, obviamente, el criterio fundamental tiene que ver con la encarnación. El dicho bíblico “por los frutos se conoce el árbol” (Lc 6,44) alude, precisamente a esto.

Hay – en algunos ambientes – tendencia a atribuir al “Espíritu” una serie de manifestaciones que son “fáciles” de imputarle, precisamente porque no puede “verse” ni “tocarse” ni su origen ni su destino. Así, ante cantos, desmayos, gritos, movimientos, palabras más o menos comprensibles, algunos tienden a arrogarlas al Espíritu, mientras que otros prefieren mirar en “otras direcciones”. Lo mismo puede decirse de determinadas “predicaciones” u homilías que en algunos casos parecen más arengas o estudiadas formas de marqueting o publicidad donde no importa tanto “el producto” ofrecido sino el “modo” de ofrecerlo.

Es interesante que, precisamente, en la Biblia y la Tradición, las “imágenes” (por tanto algo que puede verse y – quizás – tocarse) que aluden al Espíritu tienen una cierta característica de inasibilidad (el viento, el agua, el fuego) pero una cierta materialidad. Incluso la imagen del viento, menos visible que las otras, tiene claras manifestaciones visibles en molinos o copas de árboles, por ejemplo. Lo mismo parece que puede afirmarse de ciertas “espiritualidades”. Es muy “fácil” e “indemostrable” atribuir al espíritu cualquier movimiento interior, inspiración o hasta capricho. Someter “todo” a una palabra “oficial” (por ejemplo de la Iglesia) puede pretender limitar en la “Encarnación” toda manifestación del Espíritu, y la misma historia de la Iglesia rezuma casos en lo que la institución eclesiástica no supo reconocer el “soplo del espíritu” de Dios. Pero sin dudas ha de haber algún criterio de discernimiento para “juzgar” la presencia del espíritu. Cuando san Juan de la Cruz habla de determinadas cosas como “golosinas del espíritu” parece estar señalando que sólo aquello que “nutre” puede considerarse realmente como proveniente del Espíritu de Dios, y la nutriente es en cierto modo “encarnación”.

Siempre existirá la tendencia – en uno u otro espacio – de pretender monopolizar en uno u otro el obrar de Dios. Y se negará entidad al espíritu en nombre de la “institución” (encarnación) o se negará profundidad “horizontalista” en nombre del Espíritu sin dimensionar que uno y otro aspecto divino se iluminan mutuamente (o dialécticamente, si se quiere) so riesgo de imaginar un “Dios manco”.

El Verbo Encarnado empieza, vive y culmina su ministerio en relación al Espíritu de Dios. Movido por él empieza su camino desde el bautismo, y lo entrega en la cruz a la comunidad para que continúe su ministerio en la historia. El Espíritu, por su parte, es el que acompaña el pueblo de Dios en esa misma historia (es importante recordar que no se trata del dualismo de “dos historias”, la profana y la sagrada, sino de la capacidad de trocar en sagrada esta historia en la que estamos). La tradición eclesiástica, en sendos textos antiguos lo llama “padre de los pobres” y afirma que “habló por los profetas”, pocas cosas menos desencarnadas que estas.

Nuestra historia presente, precisa una comunidad cristiana claramente encarnada, y no que viva “en las nubes de Úbeda”. Ya el mártir boliviano Lucho Espinal señalaba que la Iglesia no molestaba cuando hablaba de las almas del purgatorio. No se trata de una Iglesia que pretenda molestar, pero tampoco de una Iglesia que silencie o distorsione el Evangelio por evitar hacerlo. El amor es claramente concreto y militante. Amor supone un “otro”, y pocas cosas son menos “omfalocéntricas” (de “ómfalos”, ombligo) y más militantes que el verdadero amor. Y esta historia precisa también una comunidad cristiana verdaderamente espiritual, de franquee continuamente los límites hacia el proyecto de Dios, que sea verdaderamente profética y sepa ser “madre de los pobres”.

Ambas manos de Dios deben señalarnos el camino, nuestra historia y sus dolores lo requieren. Una historia sin espíritu (o con mikro-espíritus) de márqueting o aleluyas, pero sin nutrientes que permitan correr los límites de la mano invisible del mercado o las copas que nunca derraman, lo amerita. Una Iglesia a veces desencarnada que no quiere “embarrarse” [sic... que olvida que la primera “encarnación” fue del polvo de la tierra (Gén 2), y que expresamente Jesús “hizo barro” un sábado para mostrar el camino de la fe a la humanidad, (Jn 9)] en la política lo urge.

El Dios en el que creemos tiene dos manos que revelan su ser y obrar en nuestra historia. Un ser y obrar que debería guiar los nuestros y que a su vez los comprometen, desafían o incomodan. El espíritu es el criterio de discernimiento de una Iglesia encarnada, la Encarnación es el criterio del Espíritu y ambos son los dos pies que – como pueblo de Dios – estamos invitados a usar para que la historia camine los caminos del Dios de la historia, del Dios de la vida, el Dios de Jesús.



1 comentario:

  1. Excelente reflexión, como a las que nos tenes acostumbrados
    Gracias por tu generosidad al compartirla

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