Pensando una “espiritualidad de la opción por los pobres”
Eduardo de la
Serna
¿Es posible pensar una “espiritualidad” de la opción por los pobres?
Pareciera que estamos hablando de dos cosas casi contrapuestas como cuando se
habla de “teología de la liberación”. Ya lo señalaba en los comienzos Lucio
Gera:
“¿cómo es posible hablar de una Teología de la Liberación? Si la teología es un hablar sobre Dios (…) mientras que la liberación pertenece a otro discurso, a aquel en que se habla de lo secular” [L. Gera, Teología de la liberación, Miec-Jeci documentos 10-11, Lima 1972, 11].
En un mismo sentido, pareciera que hablar de “espiritualidad” remite
al mundo del espíritu (y teológicamente, remite al Espíritu Santo) mientras que
los pobres pertenecen a lo estrictamente humano, a lo social. Estaríamos
hablando de dos dimensiones diferentes, o hasta casi contrapuestas.
De un modo semejante a lo teológico que hemos señalado, la mirada
cambia cuando entendemos “espiritualidad” (cristiana) como una vida según el
espíritu (santo). No se trata de una suerte de “energía”, o de una “elevación”,
o una “salida de sí” sino de una fuerza interior (en ese sentido sí podría
entenderse como “energía”) que viene de Dios y mueve a vivir según Dios. Los
grandes espirituales de la historia son aquellos que se han dejado mover el
intelecto, el obrar, el compromiso para decir y/o hacer algo de parte de Dios
en su tiempo.
Sin duda una de las graves
rupturas que se vivieron a partir de la mayor institucionalización de la
Iglesia, y especialmente a partir del Cisma de Oriente, es la ruptura entre
teología y espiritualidad. En los
primeros siglos la teología estaba ligada estrechamente a la espiritualidad. La
“espiritualidad es una forma concreta,
movida por el Espíritu de vivir el evangelio” (Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación. Perspectivas,
Salamanca 41973, 267]. “La
función espiritual de la teología, tan importante en los primeros siglos,
puesta en paréntesis después, constituye, no obstante, una dimensión permanente
de la teología” [ibid.., 24].
Es seguramente por esto que la
teología de la liberación desde sus orígenes se ve a sí misma como “espiritualidad”.
Se trata de un vivir y pensar conforme al espíritu ante la realidad de opresión
e injusticia, de muerte. Es encontrar al verdadero Dios de Jesucristo frente a
las luces aparentes y seductoras de los dioses de la muerte.
Brevemente podemos señalar que en la Biblia judía “la espíritu” (ruaj
es femenino en hebreo) de Dios es enviada, desde la creación o para renovarla,
para comunicar habilidades a los artesanos, para volver a alguno capaz de las
cosas de Dios, particularmente “profetizar”; es paralelo a cumplir la voluntad
de Dios. Los legisladores, los reyes, los profetas reciben la ruaj de
Dios que los fortalece para cumplir su voluntad. Y si “hoy” eso no se ve,
sucederá en un futuro.
“El Señor está con ellos, viven y todo lo que hay en ellos es vida de su espíritu. Tú me curarás, me darás la vida” (Is 38,16).
Ya en la Biblia Cristiana “lo espíritu” (pneuma es neutro en
griego) reposa sobre Jesús desde el comienzo de su misión y lo acompaña, algo
que destaca especialmente el Evangelio de Lucas. La comunidad eclesial – en
Hechos – puede comenzar su ministerio una vez que el espíritu se derrama sobre
ella y la acompaña en su tarea evangelizadora. Incluso, cuando la Iglesia ha de
dar pasos fundamentales, como la incorporación de los paganos a la comunidad,
lo hará recién una vez que el espíritu se manifieste sobre esto. En Pablo es
visto como el gran don que recibe la comunidad y también sus miembros
individuales para el servicio de todos. En el Apocalipsis el espíritu se dirige
a cada Iglesia con palabras claras y concretas para alentar o cuestionar su
vida concreta y finalizan juntos, espíritu e Iglesia, clamando “¡ven!”
Es propio del espíritu ser “enviado”, lo cual supone una misión, un
encargo. El / los receptor/es (= espirituales) lo reciben con la finalidad de
hacer la voluntad de Dios en la historia. Así, valga la paradoja, lo propio del
“espíritu” es una suerte de “encarnación”, tanto en el / los destinatario/s
como en la circunstancia histórica en la que se espera que este / estos actúe/n.
La tarea de los profetas o los reyes en la Biblia, por ejemplo, no es fácil.
Hay muchas fuerzas contrarias: no es fácil para un profeta enfrentar el poder
del rey para criticar su obrar, no es fácil para un rey enfrentar el poder
económico, los sobornos, o los imperios… el espíritu es la fuerza que Dios les da
para que “puedan” hacer y decir aquello que es la voluntad de Dios.
Pero ese espíritu no es distinto, ni es distinta la finalidad de su envío
ayer y hoy. El espíritu “que habló por
los profetas” es el mismo que ayer y hoy se envió a la Iglesia y a la
historia para actuar en ella. Ayer y hoy las preguntas son las mismas: el mundo
en que vivimos, ¿es conforme a la voluntad de Dios? ¿Quiere Dios lo que
vivimos? De allí que una mirada acabada del presente sea fundamental para saber
y reconocer la voluntad de Dios.
Yendo a la vida y muerte de los pobres, que es lo que intentamos pensar,
la pregunta (las preguntas) exige un serio análisis.
Empecemos con una breve nota: la Biblia de Jerusalén utiliza 217 veces
el término “pobre” [41
en NT], la Biblia de Nuestro Pueblo 228 veces [también 41
en NT]. En realidad traducen diferentes términos hebreos o
griegos (anî, x120 veces, dal, x48, ’ebîon, x61 o también
endeês, x25 [1 en NT]; penijrós, x4 [1 en NT], tapeinòs, x77 [8 en NT], pénês, x80 [1 en NT], ptojós, x158 [34 en NT]), de todas estas veces solamente una (¡una!) se
habla de “pobres de espíritu” (ptôjoì
tô pneúmati; Mt 5,3), lo que sin duda debe entenderse en el sentido bíblico de “humilde”
(con la doble connotación social y espiritual); pero evidentemente entender que
“en la Biblia (o en el Nuevo Testamento) los pobres son pobres de espíritu” es –
por lo menos – un desatino hermenéutico.
Los pobres son los que no
tienen lo necesario para subsistir dignamente, y – por lo tanto – precisan de
la ayuda de otros para lograrlo; de aquí el uso tardío de la “limosna”. Un
pueblo que sabe ver en los demás miembros de su comunidad verdaderos hermanos
no puede permitirse que estos sean pobres, que no tengan lo necesario para su
sustento. Todo judío está comprometido a alcanzar esa ayuda necesaria a los “hermanos”.
El judío Jesús ciertamente también lo entiende de esta manera. Los distintos
Evangelios, especialmente Lucas, también. Es en ese sentido que ha de
entenderse el texto del camello y el ojo de la aguja, los ricos están tentados
a adorar al dios Mammon antes que en reconocer a los pobres como verdaderos
hermanos.
Así, la espiritualidad ha de
entenderse como el don del espíritu ante la situación de los pobres.
Podemos señalar – en un primer
momento – que no es un tema en cuestión si los pobres lo son por
responsabilidad propia o ajena, se trata simplemente de hermanos que necesitan
y salir al encuentro de esas necesidades es lo que nos constituye hermanos. La
clave, como siempre, es saber cuál es la “voluntad de Dios”. ¿Qué dice? ¿Qué
quiere Dios ante esta situación concreta? Frente al hambre, frente al
desamparo.
“¿Qué es necesario hacer? No resistir a lo que ha dispuesto el Espíritu, esto es que no tratemos como extraños a los que tienen la misma naturaleza que nosotros (…) Todos tratamos de llegar a puerto tranquilo, navegando serenamente con la ayuda del Espíritu Santo por el itinerario que nos propone esta vida” (San Gregorio de Nisa, Sermón II sobre “El amor a los pobres”).
Pero más debe decirse, en un
segundo momento, ya que con frecuencia (por no decir siempre) la situación de
los pobres es una situación causada; es la injusticia, la explotación, el abuso
de los poderosos, la opresión. En esos casos, la situación de los pobres se
pone frente a otra situación, un conflicto, pero la pregunta – reiteramos – es
siempre la misma: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Dios que nos hace hermanos,
que nos quiere hermanos, ilumina nuestra mirada y nuestro obrar para buscar que
cese la situación que lleva a que los pobres lo sean, a que unos no traten y
otros no sean tratados como hermanos. La realidad de los pobres nos confronta
ante la voluntad de Dios, nos permite “encontrarnos” con Dios ante una
situación concreta. Pero implica, además, saber que esa voluntad de Dios conlleva
un envío del Espíritu Santo para modificarla conforme a lo que Dios quiere.
Así, la realidad concreta implica un encuentro con Dios, tanto en sí misma y la
luz del Espíritu para mirarla con los ojos de Dios, como en nuestro compromiso
militante para buscar modificarla y saber que allí está actuando el Espíritu.
La oración tampoco es una
elevación, un salir de sí; la oración es un encuentro de amor con Dios (en ese
sentido es un “salir de sí” del mismo
modo que todo encuentro de amor lo es). Podemos afirmar que nunca hay oración
más plena como la de quien se pone ante Dios y dice “hágase tu voluntad”; y porque de amor se trata, es mucho más que lo
que se entiende habitualmente por “obediencia”, es buscar hacer su voluntad
porque es lo propio del enamorado causar placer a quien ama.
Ciertamente la injusticia, la
indiferencia ante el sufrimiento o la necesidad del hermano, o incluso su
muerte no afecta a Dios en su ser, pero sí Él puede ser afectado “en su amor”, en “el objeto de su amor” [Gera, ibid.
39], más duramente cuando se trata de los “preferidos” de Dios, los pobres. Del
mismo modo, el compromiso en favor de la vida amenazada de los pobres, es un
acto de amor que no toca el ser de Dios sino “su amor”, el “objeto de su amor”.
La vida, particularmente de aquellos que la tienen amenazada, es un encuentro
con Dios y su amor.
La opción por los pobres,
entonces, es un hecho de verdadera y profunda espiritualidad tanto en cuanto busca
pensar y dejarse iluminar por el Espíritu ante el hermano y su dolor, en cuanto
busca conocer y realizar la voluntad de Dios ante esa misma realidad y en
cuanto en esa realización se provoca un encuentro de amor con Dios. Se trata de
tener claro que “el segundo mandamiento
es semejante al primero” y que en el amor al prójimo – y en especial a los preferidos
de Dios – se concreta el amor a Dios ya que “no se puede amar a Dios a quien no se ve si no se ama al hermano al que
sí se ve”.
Señalemos, sin embargo, que –
precisamente porque la realidad de los pobres se trata de una realidad causada
por la injusticia, por políticas que no miran al pobre sino al beneficio de
unos pocos, por desintereses e indiferencia o incluso por actos violentos – la “opción”
implica “pararse” en un lado de la “grieta” para encontrar allí a Dios y salirle
al paso, para aproximarse al caído al borde del camino. La afirmación de Juan Pablo
II de que “los ricos son cada vez más
ricos a costa de pobres cada vez más pobres” sin duda compromete, no
solamente en favor del pobre; “el amor
siempre lucha internamente con la muerte” [Gera, 47].
Seguramente nada hay más
espiritual que el encuentro con el amor y la vida, de hecho, el Espíritu Santo
es espíritu de amor, y es “señor y dador de vida”.
Visto esto, quizás la pregunta
debiera ser inversa. ¿Es posible una auténtica espiritualidad cristiana fuera
de la opción por los pobres? Si esa opción es el “test” de la fidelidad en el “sacramento del hermano” que tuvo hambre
y le dimos de comer, sed y le dimos de beber… quizás sea oportuno señalar que
una espiritualidad que no nos dirija la vida, el corazón y la mente en esa
dirección quizás sea “espiritualidad”, pero poco o nada tendría de cristiana.
“Sin el Espíritu de Dios, la carne es cosa muerta y sin vida, y no puede poseer el reino de Dios… Pero dondequiera que está el espíritu del Padre, allí hay un hombre viviente… y la carne, poseída por el espíritu se olvida de sí y asume las propiedades del espíritu configurándose según la forma del Verbo de Dios” (San Ireneo, adv Haer V, 9.2).
Foto tomada de http://www.serpersona.info/2008/03/opcin-preferencial-por-los-pobres.html
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