«¡Cantar las cuarenta!»
Pensando
mis 40 años de cura (1981 – 20 de noviembre 2021)
Eduardo
de la Serna
En
la Biblia y el medio ambiente (sumerio, ugarítico, egipcio, acádico…) hay
números que, además de hacer referencia a algo en particular, por cierto,
tienen una connotación simbólica. Es sabido el valor de los números 7, o el 12,
por ejemplo. Otro número interesante, es el 40. Son 40 los días del diluvio
(Gen 7,4; 8,6), por ejemplo. Curiosamente en el relato sumerio, en el cual se inspira,
los días de lluvia son “siete días (y) siete noches” [203; ANET
44]. Siendo que el número 4 alude a una cierta totalidad por ser cuatro los
puntos cardinales y cuatro los elementos de la tierra (cf. Gen 2,10; lo cual se
ve más claramente en la literatura apocalíptica, ciertamente), no es improbable
que 40 signifique una cierta totalidad pequeña (como el 10); mientras que, por
el contrario, aludir a 400 es hacer referencia a un número importante, como lo son
los falsos profetas (1 Re 22,6), o los jinetes (2 Mac 12,33), o los años de
servidumbre (Gen 15,13; Hch 7,6).
Más
allá de la improbable veracidad histórica, es interesante lo que plantea el
libro del Génesis, muerto Jacob en Egipto:
“los médicos embalsamaron a Israel.
Emplearon en ello cuarenta días, porque este es el tiempo que se emplea con los
embalsamados. Y los egipcios le lloraron durante setenta días” (Gn 50,2-3).
Por
lo que se sabe, el proceso de embalsamamiento, que no se aplicaba en Israel, pero
sí en Egipto, duraba, en realidad, 70 días (Heródoto de Halicarnaso, Los
nueve libros de la Historia II, 86), tiempo que aquí dura el duelo (en
Israel dura 7 días, cf. 1 Sam 31,13). Sin duda el autor bíblico no tiene
interés en la precisión histórica, sino que da un cierto valor simbólico a los
números 4 y 7 y al 10. Cuarenta días es también el tiempo que permanece Moisés
en el monte (Ex 24,18; 34,28), el tiempo que demoran los enviados de Moisés en
explorar la tierra a la que luego ingresarán (Núm 13,25; por lo que serán
castigados por Yahvé con 40 años de permanencia en el desierto, 14,34), el
tiempo que camina Elias rumbo al Horeb (1 Re 19,8), es el tiempo en el que
Nínive sería destruida, en el relato de Jonás (3,4) aunque eso no ocurrirá,
para enojo del “anti-profeta”, y, ya en los escritos cristianos, el tiempo que
permanece Jesús en el desierto (Mc 1,13) sin comer (como Moisés, como Elias; Mt
4,2; Lc 4,2) y el de Jesús resucitado apareciendo a los suyos antes de la
misión de estos (Hch 1,3).
Cuarenta
años, por su parte, es el tiempo de gobierno de David y de Salomón sobre su
pueblo (1 Re 2,11; 11,42), e incluso de Saúl (Hch 13,21) o el tiempo en el que
Israel vaga en el desierto (Núm 14,33) donde es alimentado por Dios (Ex 16,35).
Se calcula como el tiempo de una generación (Núm 32,13; cf. Jos 5,6; Sal 95,10),
que no entrará en la tierra de la promesa. La teología del Deuteronomio, en
cambio, presenta esos mismos 40 años como un tiempo de “protección” de Dios a
su pueblo sin que le falte nada (2,7) aunque haya sido también tiempo de prueba
para ver qué había en el corazón de los suyos (8,2) pero remarcando que en ese
tiempo “no se gastaron sus vestidos” ni perjudicaron sus pies (cf. 8,4; 29,4;
Neh 9,21). Los números tienen también un valor simbólico en la literatura deuteronómica
(que quiere llegar a completar los 480 años que median entre la salida de
Egipto y la edificación del Templo, 480 = 12 x 40, ciertamente; 1 Re 6,1; cf.
6,38: santuario que “se construyó en 7 años”), para lo cual hay 40 años de períodos
de paz (Jue 3,11; 5,31; 8,28) o de opresión (13,1; cf. 1 Sam 4,18). Como
profecía simbólica, Ezequiel anuncia 40 años de desolación contra Egipto
(29,11-13) a causa de su idolatría (probablemente referir a Egipto, en este
caso, sea un modo prudencial de aludir a Babilonia – donde está el profeta – dada
la semejanza de las situaciones en cuanto a la opresión de su pueblo). A la
edad de 40 años contraen matrimonio Isaac y Esaú (Gen 25,20; 26,34) y es
llamado Moisés en el desierto (cf. Hch 7,26.30.36).
La
misma Iglesia, movida seguramente por la mirada alegórica frecuente de los
Padres de la Iglesia, entiende el tiempo de Cuaresma, por ejemplo, en clave
desierto, ayuno, y 40 días como preparatorios a la Pascua. La vida religiosa,
también, especialmente en los primeros tiempos, fue vista como una ida al
desierto (obviamente, los Padres del desierto lo ejemplifican mejor que nadie).
Y, especialmente movida por una antropología dualista griega, el “mundo” es
visto como un ámbito negativo, de oscuridad y muerte, de negación de Dios, por
lo que es conveniente tener una “descansada vida” y huir “del mundanal ruido”,
y los que lo han hecho son “sabios que en el mundo han sido” (Fray Luis de
León. Oda I, Vida retirada). Ciertamente, esto llevó (hasta que el
Concilio Vaticano II logró mostrar otra mirada, más cristiana, por cierto, y
más humana) a entender la vida religiosa como un estado de perfección (por su “fuga
mundi”). En cambio, la vida laical era vista como algo bajo (por eso era
“reducido al estado laical” aquel que dejaba el ministerio ordenado), que, ya
que no podía vivir la plenitud (leyendo de un modo muy limitado 1 Cor 7,8-9),
tenía, al menos, en el sacramento del matrimonio un remedio a la concupiscencia
(cf. S.Th. Suppl. 42. art. 3 ad 4). Una suerte de mal menor a los que
viven “en el mundo” (“in-mundo”). Y en el medio, entre ambos, el
ministerio ordenado (al que se lo solía llamar “sacerdocio”) como “mediadores”
entre Dios y los seres humanos. Lecturas fundamentalistas, comprensibles ayer,
inentendibles hoy, leían que el “sacerdote para siempre”, que el Salmo 110,4
refería a Melquisedec y que la carta a los Hebreos (7,23-24) aplica a Cristo,
entendía que el sacramento imprimía “carácter” por lo que uno quedaba sellado
de por vida con la ordenación. No importaba si el texto lo que quería decir es
que los sacerdotes del culto antiguo eran reemplazados cada vez que morían,
mientras que Cristo, que es hecho sacerdote por la resurrección, y por lo tanto
ya no muere más, es por ello sacerdote “para siempre”, eterno (y por tanto ya
no hacen falta otros sacerdotes, y es único). Es notable que, a pesar de los
modernos estudios bíblicos, todavía perdure cierta idea de una suerte de
superioridad del “sacerdote”, que está “más cerca de Dios” (lo que correspondería
a la concepción del sacerdocio antiguo, claramente abolido por Cristo) … del
mismo modo que ideas como templo, sacrificios, etc.
Quiero
señalar todo esto para empezar a pensar mis cuarenta años de cura (“cura”, como
el cura de Ars o el cura Brochero… “cura”, el que tiene cuidado de su pueblo,
de aquellos y aquellas que le fueron confiados, pueblo del que es parte, por
supuesto). Sería fácil pensarlo como un tiempo de desierto, como tiempo de
purgar pecados, como tiempo en el que Dios me / nos conduce, “nos guía y
alimenta”, como tiempo de pecado y de protección de Dios. Pero no me parece
interesante pensar por ese rumbo, aunque seguramente algo de cada cosa podría
tenerse un poco en cuenta y otro poco no. Quiero empezar, entonces, con los
cuarenta. Solamente como número simbólico que invita a pensar. Pensar después
de mirar. Pensar para después retomar el camino.
No
son pocas las veces que la vida, en la Biblia y ambientes semejantes, es vista
como un camino. Ciertamente, en mi caso, se trata de un camino como cura. Con
cosas de las que hoy reniego, y cosas que celebro, con gente a las que me
alegro haber dejado atrás, otros/as que marcaron momentos, y ya no están, y
otros/as que celebro que sigan caminando conmigo y yo con ellas/os. Podría
hacer mención de algunas y algunos, pero las y los tengo en mente. Es
suficiente.
Me
quiero detener, brevemente, en dos amiga y amigo a los que, expresamente,
quiero aludir, porque siempre estuvieron, me sostuvieron en las debilidades,
corrigieron en las metidas de pata, fortalecieron en los caminos dubitativos y
me iluminaron en todos los momentos; me refiero a Pablo y a Teresa de Lisieux.
Y no me refiero a una compañía celestial, a una piedad o vidas ejemplares, me
refiero a dos amiga y amigo que caminaron y caminan. Los dos son, creo, muy
conocidos y – creo – bastante mal conocidos. En otro lugar aludía a que, en
cierto modo, ambos han fracasado, en ese sentido. Y en ese aspecto los he
experimentado compañeros. Cercanos en mis fracasos (abundantes); también en
saber que, aún allí, están/estamos, donde estamos convencidos que es bueno
estar. Y, además, ayudas y compañías permanentes para profundizar, ahondar, dar
densidad a los caminos por andar.
Y
no quisiera que en el genérico de aquellos/as con quienes caminamos no quede
claro que me refiero a cristianos/as y no-cristianos/as, religiosos/as, curas y
laicas/os, a conocidos y a perfectos desconocidos, a argentinos/as y
extranjeros/as… Celebro 40 años con muchas y muchos que los hacen e hicieron
posible. Ciertamente no a todos/as les importa que yo sea cura, pero por
caminar forman parte de mi vida, ¿cómo no tenerlos presentes?
En
estos tiempos he tenido momentos de alegría y de paz, y de dolor y tristeza,
sin duda. Y no me refiero solamente a lo personal; vale también para lo
político (baste con señalar que nos ordenamos de curas en plena dictadura
cívico-militar con bendición eclesiástica, y pasamos menemismo, aliancismo,
macrismo), vale también para lo eclesial (pasamos Juan Pablo y Benito), pasamos
momentos de mucha pobreza, de crisis, de esperanzas, de aires frescos y
primavera, de serenidad y profundidad. Y, en ocasiones, de ¡todo eso junto! No
es el caso hacer un balance, y menos de hacerlo público.
Simplemente
quiero pensar. Pensar en dónde estoy, en cómo llegué aquí. En hacia dónde voy o
quiero ir. En con quienes camino, por supuesto, porque en este “mundanal ruido”
los amigos y las amigas (y amigues, para que – quienes lo saben – no se sientan
excluides) son parte fundamental del trayecto. No son mis 40 años, sino
nuestros, porque son parte de ellos, de todo, de mucho, de poco, pero parte. Sin
duda alguna.
Evidentemente
en algunos momentos sentí desierto (político, eclesial, personal), en ocasiones
sentí la presencia nutricia del Dios vivo y compañero, supe que cosas que
ocurrieron fueron consecuencia de metidas de pata, o errores, o pecados (que
tienen sus consecuencias, porque de seres humanos hablamos), y también
consecuencias de haber elegido bien, o al menos sensatamente. En este sentido,
no puedo dejar de hacer referencia a otra enorme compañera de camino, sostén y
luz, firmeza y huella: la Biblia. Habernos elegido mutuamente desde el año
introductorio del seminario, desde la Facultad y desde todo el tiempo del
ministerio y docencia es expresión viva de los frutos como consecuencia de las
raíces echadas o de la edificación de los cimientos afirmados.
Para
muchos, ser cura es ser celebrador de misas (y sacramentos). Y, aunque
ciertamente no reniego de hacerlo, una vez más miro a Pablo: “Cristo no me
envió a bautizar sino a evangelizar” (1 Cor 1,17); ser anunciador de buenas
noticias a los pobres (Lc 4,18), a los que viven rodeados de malas noticias.
Creo que lo que debiera caracterizar al “cura” no es el altar sino la
“compasión”, el estar cerca de los que padecen, por eso puede tener “cuidado”
de ellos; al ver a la multitud desorientada “como ovejas que no tienen pastor”,
Jesús tuvo “compasión” y “se puso a enseñarles” (Mc 6,34). El Pablo
de Hechos repite
“Cuídense ustedes y cuiden a todo el
rebaño que el Espíritu Santo les encomendó como a pastores de la Iglesia de
Dios, que Él adquirió pagando con su sangre” (Hch 20,28).
En
sus reflexiones sobre el Génesis, Filón de Alejandría se pregunta por el
casamiento de Isaac a los 40 años, y afirma que es “la edad justa del
matrimonio de los hombres sabios” (Qu. in Gen IV,154). Si se pudiera
decir que es edad de sabiduría como tiempo de ser cura me sentiría bastante
pleno. No en el sentido de “saber mucho” (que no es eso el sabio en la Biblia)
sino el de saber vivir, el de mostrar vida, el de caminar vida. Al menos
aquellos y aquellas que caminan conmigo en este tiempo podrán disfrutarlo,
aprovecharlo y juntos/as/es, ¡celebrarlo!
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