Estadista
Eduardo
de la Serna
En el mundo antiguo, que era imaginado como algo manejado por los dioses, era esencial saber del modo más preciso posible qué querían o qué aborrecían para obrar en consecuencia. ¿Quiere la divinidad que vayamos a la guerra, o no? Saber que sí lo quería era la garantía del triunfo militar y saber que no lo quería, y por lo tanto no afrontarla, era el modo seguro de evitar una derrota.
Para eso,
toda corte tenía una serie de personas expertas a las que consultar, las que
mirando las entrañas de los animales, las nubes o el vuelo de los pájaros, la
disposición de amuletos o demás “suertes”, podían comunicar a los reyes cuál
era la voluntad de Dios o de los dioses. Y esto no solamente importaba ante
hechos militares, sino también alianzas, cosechas, o políticas en general.
Un
problema radicaba en el politeísmo. Sea la posibilidad de que los dioses de los
enemigos fueran (ocasionalmente) más fuertes que los nuestros, con lo que la
voluntad de la divinidad no era suficiente y la derrota segura, como las
“internas” dentro del mismo conjunto de divinidades propias. Podía ocurrir que
la consulta y ofrendas (= regalos, = sobornos) a las divinidades, en aras a
garantizar la efectividad de la campaña, fueran realizadas a dios/a/es/as
equivocado/a/os/as y entonces, que otro/a/s dios/a/es/as celoso/a/os/as
boicoteara/n nuestros proyectos. En este sentido, el monoteísmo resultaba más
fácil. Si fuimos derrotados es simplemente porque no era voluntad de “dios” que
fuéramos a la guerra, o que “dios” veía oportuno “castigarnos” por
algo. Pero, por encima de todo, conocer la voluntad de la divinidad, de
“dios” era el paso fundamental. Claro que el tema se solucionaba –como es el
caso del Imperio romano – cuando la divinidad y Roma se identifican, en cuyo caso
no hay posibilidad de confusiones.
Ahora
bien, el sentido de esto era –como es evidente– tratar de conocer, de predecir
de alguna manera lo que ocurriría en el porvenir y la conveniencia o no de
enfrentar la futura situación política, militar y comercial. Pero, ¿qué ocurre
cuando –como sucede hoy– ya no creemos que la divinidad se entromete en
campañas militares, en políticas, en estrategias? Tratar de vislumbrar con la
mayor exactitud posible lo que ocurriría si… o lo que no ocurriría si no… (del
mismo modo que si la divinidad decidiera los acontecimientos) es fundamental
para un futuro próspero, para evitar calamidades, o preverlas, afrontarlas y
dar respuesta a ellas. Para evitar malos entendidos, aclaro, quienes creemos en
Dios sí creemos que hay cosas que son o no coherentes con lo que Dios quiere,
pero eso no implica que Dios “actúe” en estos acontecimientos (nadie sensato
diría hoy que una guerra se perdió o que una pandemia se desató por la “cólera”
de Dios). Y dejo de lado a quienes, todavía hoy, consultan a augures, brujos/as
o adivinos/as para centrarme en aquellos o aquellas que tienen la capacidad de
ver los movimientos y oleadas de la historia y, por eso, pueden vislumbrar
hacia dónde se dirigen los acontecimientos, y – por lo tanto – la conveniencia
o no de dar determinados pasos. A esos se los suele llamar “estadistas”.
Es verdad
que, en nuestro presente (cosa bastante opuesta a otros tiempos, en los que se
veía una cierta proliferación de tales, como Charles De Gaulle, Winston
Churchill, Nikita Kruschev, Mao Tse Tung, Fidel Castro, Franklin D. Roosevelt,
Juan Domingo Perón, Juan XXIII, etc.), la ausencia de estadistas es bastante
elocuente (basta con mirar las conducciones de tantos países). A causa de ello,
se hace provecho de una prensa aliada que presenta como erradas las políticas,
aun acertadas, de los adversarios, o que aplaude nuestros errores. A modo de
ejemplo, podemos mencionar el “escándalo” de los muertos en Once en un
accidente ferroviario –que luego se comprobó que no ocurrió como se afirmó– o
la manipulación del hundimiento del submarino ARA San Juan. En ambos
casos, un mismo sector hace uso de las ventajas de una prensa aliada y de un
Poder Judicial acorde. Así, no hacen falta estadistas (lejos están muchos de
estos de semejante “honor”), sino que basta con publicistas.
Pero los
o las estadistas son quienes –nunca exentos de errores, por cierto, o de creer
que el mundo avanza en una dirección que finalmente no se concreta– pueden
pensar un país, una región, políticas, economías… A esos y esas estadistas vale
la pena escucharlos/as, pensar sus palabras, mirar sus gestos, leer con
ellos/as la historia pasada y analizar el presente para vislumbrar el futuro.
Con ellos/as podemos entender el sentido acertado o no de determinados pasos, de
determinadas políticas, de ciertos personajes… Claro que cuando algunos o
algunas otros/as actúan o se ven como si fueran estadistas, y abismalmente
están lejos de serlo, no hacen sino exponer públicamente su mediocridad, por
más Presidentes de un país que sean. Y aún pretendan volver a serlo. Hay
discursos que no hacen sino repetir una y mil veces lo que todos vemos y frente
a lo que nada se hace para modificarlo y hay discursos que marcan rumbos,
refuerzan esperanzas y alientan caminos y caminantes. Y, por eso, hay voces que
algunos desean que sean silenciadas, mientras otras son sólo el eco de
clarines, que pueden sonar estridentes a la voz de su gran jefe, pero que están
en las antípodas de lo que Dios quiere y de lo que hace feliz a un pueblo.
Escuchar a una estadista cuando habla suele abrir puertas y trazar caminos… que
dan ganas de caminar.
Foto
tomada de https://www.pxfuel.com/es/free-photo-oevmu
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