Biblia, ¿para qué te quiero?
Eduardo de la
Serna
Ya es un
lugar común señalar lo grave que significó, para la Iglesia católica romana, el
Cisma de Oriente (1054). Una serie importante de aspectos fundamentales
desaparecieron de la reflexión, de la vida teórica de las iglesias: el Espíritu
Santo, en primerísimo lugar, y con Él la Trinidad, como núcleo de comunión “perijorética”
[la perijóresis es la común unión en el amor de las tres personas
divinas]. Esta centralidad del Espíritu daba preeminencia a una Iglesia
sinodal, a la recepción por parte del Pueblo de Dios de los impulsos del
Espíritu en la comunidad. “Roma” se centró en el Padre y la Unidad,
monárquicamente hablando. El Papado fortalecía la unidad, y con él, la ley, el
Magisterio. La Biblia, entonces, fue quedando en un lugar secundario, casi
olvidado. A modo ilustrativo sirva señalar que las religiosas no podían leerla,
como es el caso de Teresa de Ávila (+1582) y Teresa de Lisieux (+1897), santas
que fueron encontrando la santidad al margen de la Biblia (o recurriendo a ella
casi clandestinamente).
Impulsados
por la encíclica de Pio XII, Divino Afflante Spiritu (1943), el
Concilio Vaticano II supo recuperar la Biblia. “La Biblia volvió a las manos
del pueblo”, se ha repetido – con justa razón – en América Latina. Decenas de
traducciones a las lenguas más diversas proliferaron y proliferan (por
supuesto, traducciones más académicas o traducciones más populares, más
competentes o francamente insufribles proliferan) … Un conocido me contó esta
(triste) anécdota ocurrida en una comida durante el Sínodo de la Palabra de Dios,
convocado por el Papa Benito XVI (2008): se hablaba de las distintas
traducciones a las lenguas indígenas y un obispo – de un país con mucha
población aborigen – dijo: “¿para qué tantas traducciones? ¿Por qué no aprenden
castellano, así dejan de ser indios (sic)?”.
No se puede
dejar de lado, aunque no sea el tema que aquí interesa, la proliferación de
lecturas fundamentalistas tanto en los grupos o movimientos tradicionalistas
como en grupos sectarios (no solamente fuera, sino también dentro de la Iglesia
católico romana).
La
recuperación de la Biblia por parte del pueblo ha sido particularmente importante
en América Latina, hasta el punto que Rafael Aguirre la llama “el continente de
la Biblia” (La Utilización política de la Biblia, Verbo Divino 2024, 158-170). Y,
no se puede descuidar lo que significaba tener una Biblia y la acusación de ser
subversivos, en tiempos de Oscar Romero en El Salvador.
Pero, y esto
quisiera destacarlo, creo que el “invierno eclesial” llevó también a una
desaparición de la Biblia en los documentos eclesiásticos. Es evidente que allí
proliferan hasta el hartazgo citas de textos papales (autocitas en decenas de
ocasiones) mientras la Biblia solo se destaca como una suerte de “adorno” para
decorar el texto. Los documentos y homilías episcopales y presbiterales pareciera
que no pueden existir si no se cita al Papa [además de las veces que el Papa es
utilizado para decir lo que no se atreven a expresar]; ya decía el mártir Luis
Espinal que pareciera que algunos “no piensan porque en Roma piensan por él”. Y
en decenas de encuentros, congresos y demás – incluso “progresistas” – la Biblia
está totalmente ausente como si se pudiera pensar o hacer teología sin tenerla
no solamente en cuenta, sino como verdadera “alma de la teología”.
Reconozco que
me ha ocurrido que he planteado (o invitado a plantear) esto en diversas
ocasiones. “¡Es verdad!”, reconocen casi unánimemente, para en el siguiente
acontecimiento repetir exactamente lo mismo.
¿Puede haber
magisterio o teología sin nutrirse de la Biblia? No se trata de que la Biblia
tenga la única palabra, por cierto. Pero sí la primera, el punto de partida, y
que se la escuche latir a lo largo de todo el proceso de pensamiento y
reflexión.
Me pasó en
una ocasión que le indiqué a un predicador que había utilizado un texto bíblico
diciendo lo que creo firmemente que el texto no dice y se justificó señalando que
lo había dicho porque quería señalar ese aspecto (aspecto con el que – aclaro –
coincido plenamente). En lo personal creo que – en casos como ese – hay dos
posibilidades: o se busca otro texto – que suele haberlos – donde se pueda
señalar lo que parece prudencialmente conveniente destacar, o – si se parte de
un texto – no hacerle decir al texto lo que este no dice, porque, caso
contrario repetir “Palabra de Dios” al terminar, parece casi una entelequia,
una ficción.
En fin… los
que desde antes de entrar al Seminario (1974) ya nos nutríamos de la Palabra de
Dios seguiremos insistiendo, predicando en el desierto, arando en el mar, dando
golpes al viento… pero – al menos – creemos seguir encontrándonos con el Dios Abbá
de Jesús y tratando de mostrarlo a todas, todos y todes con los que compartimos
el camino y la vida. Mostrar al Dios que se nos revela y muestra su rostro en
Jesús, “la imagen de Dios, Padre” nos hace sentir que estamos “en casa”, aunque
no seamos invitados a casa de otros.
Foto tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Libro_abaleado_en_la_UCA_de_El_Salvador.jpg
Estimado Eduardo:
ResponderBorrarComparto lo que dices. El cimiento más firme del CVII la Dei Verbum, de lo mejor que nos dejó Ratzinger.
Siguiendo tu línea, siempre estuve agradecido de la tradición benedictina, atravesada por la Palabra de Dios ( como lo está la misma regla), donde se la lee y se enseña su lectura sin miedo, pausada y encarnada.
Claro que no todos las comunidades se encarnan de igual manera en la vida de nuestro pueblo , pero los hay.
Saludos!