Rispá, la resistencia en el silencio
Eduardo de la Serna
Una mujer surge de entre las sombras en medio de un
drama: Rispá. No pronuncia palabra, solo un gesto que nace del dolor.
De ella sabemos que es hija de Ayyá y que fue
concubina del rey Saúl con quien tuvo dos hijos: Armoní y Meribaal (2 Sam 21,8).
Un argumento trivial sirve de excusa a David para vengarse de Saúl que lo había
perseguido e intentado asesinar varias veces. Un pueblo aliado – los gabaonitas
– le pide eliminar a siete hijos del antiguo rey que los había maltratado.
Excluyendo a Meribaal, hijo de su gran amigo Jonatán, David entrega a la muerte
ignominiosa a siete de sus hijos, los dos de Rispá y los cinco hijos de Merab,
hija del difunto rey. El argumento que justificaba el crimen era acabar de esa
manera, de un modo ritual, con una sequía que los agobiaba (21,1). Los siete
fueron colgados y expuestos sin sepultura a modo ejemplificador. Pocas cosas
son más humillantes y deshonrosas que los cuerpos insepultos y expuestos al
escarnio público (ver Is 14,19 o Jer 16,4 y 2 Mac 13,7; la religiosidad
de Tobit queda manifiesta por su actitud de enterrar cuerpos sin sepultar por
lo que es sancionado por quienes intentaban utilizar el hecho de un modo
visible: Tob 1,17; 2,8; 12,12.13).
La antigua concubina, que también
había sido abusada por Abner, el general de Saúl, (3,7 quizás como un modo de
apropiarse del reinado al poseer a alguien del harem, puesto que el rey ha
muerto) no puede pronunciar palabra. No le corresponde hacerlo y nadie le pide
su opinión. De hecho, Rispá no habla en ningún momento del relato.
Ante el crimen de sus hijos y los otros cinco ella
tiende una manta junto a los cuerpos y allí permanece. El texto nos aclara que
esto ocurrió “al comienzo de la cosecha de la cebada” (21,9; es decir a mediados
de abril) y allí permanece hasta “la temporada de lluvias” (octubre/noviembre).
Lo único que se dice de ella, además de su permanencia, es que ahuyenta los
animales salvajes y las aves que de día y de noche (21,10) amenazan la
integridad de los cuerpos. El gesto maternal del dolor y el silencio es el
cuidado de los cuerpos, el honor y el respeto que ni los gabaonitas ni David
tienen para con los ejecutados.
Hay que notar un contraste interesante: cuando los
filisteos derrotan a Saúl y a Jonatán, exponen los cuerpos de los vencidos en
una plaza pública de Beisán. A escondidas, los habitantes del lugar recuperan
los cuerpos y les dan sepultura.
Enterado de esto que realiza Rispá, David manda traer los huesos de Saúl y de Jonatán que
se encontraban en Yabés de Galaad y los entierra en Quis junto con los huesos
de los siete hijos (21,11-14). Cumplida su misión de resistencia pacífica,
Rispá desaparece de la escena para nunca más volver. Ahora pueden “volver” las
lluvias (v.14).
El texto comienza diciendo que David consultó al
Señor para conocer la causa de la sequía (v.1) y “Dios le dice” (el texto no aclara el modo de la consulta: ¿un
profeta?, ¿por sueños?...) que “Saúl y su familia están todavía
manchados de sangre por haber matado a los gabaonitas”. La muerte de los siete, pedida
por los gabaonitas (v.6), pareciera ser lo que aplacará a Dios y permitirá que
vuelvan las lluvias. Pero el texto aclara que esto recién ocurrirá cuando los
siete, junto con Saúl y Jonatán, son sepultados (v.14). Una mujer silenciosa
que sabe “tocar el dolor” en los cuerpos mancillados es la que permite que Dios
“se aplaque” y vuelva la vida.
Imagen tomada de https://it.wikipedia.org/wiki/Rizpá
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