Dios y la prosperidad
Eduardo de la Serna
En
algunos ambientes se escucha decir que si alguien hace tal o cual cosa (por
ejemplo, “si diezmas”) «Dios te prosperará». Dejo de lado que, así dicho,
pareciera que el objetivo principal es la prosperidad (mía) y no que Dios sea
amado (“amar a Dios sobre todas las cosas” te la debo) y me detendré en el
hecho. Hecho que, además, parece bastante “comercial”, yo a Dios le doy para
que él, a su vez, me dé, me bendiga.
El
tema es muy interesante y merece una mirada detenida. Veamos, al menos
brevemente, para empezar.
En
los libros y textos más antiguos de la Biblia es habitual señalar que a quienes
son fieles a Dios, él los “bendice”. Y la bendición se manifiesta en abundantes
ganados y cosechas, una larga vida y muchos hijos. De hecho, a modo de ejemplo,
es evidente que una mujer estéril es signo visible de la ausencia de bendición
por parte de Dios; o el escándalo causado por la muerte joven del justo. La idea se puede sintetizar en la imagen de que “al bueno le
va bien y al malo le va mal”.
Pero
la experiencia, especialmente después de que el pueblo de Israel vive momentos
difíciles y de opresión por parte de otros pueblos, le dice a los que quieren
saber mirar, que ese dicho no siempre es verdadero. Muchas veces podemos ver lo
contrario. A esto se refieren especialmente dos libros bíblicos: el Eclesiastés
(o Qohelet) y el de Job. Aunque no logran una respuesta acabada tienen al menos
claro que esa “teología” es falsa.
Pues
yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios, a aquellos que ante
su rostro temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como
sombra el que no teme ante el rostro de Dios. (Qoh 8:12-13)
La
situación se agrava cuando, en épocas del imperio griego, y luego, también del
romano, a los fieles a Dios los matan por serlo y a los injustos los premian.
¿Y Dios? Parece ausente… ¿por qué me has abandonado?
Además
de la falsedad teológica del dicho, todavía queda claro que, parecería, que los
justos creen tener “mérito” como para pretender acceder a los dones divinos. Y no poseerlos
sería indicio del abandono de Dios a los suyos. San Pablo dedica muchos
párrafos a cuestionar esta teología del “mérito” (la “meritocracia” no tiene
cabida en el Evangelio de Pablo).
Jesús
y todo el Nuevo Testamento eligen otra “lógica”, que es la del amor. La del
amor extremo. Y la característica del amor es la del don (no de esperar
recibir) y la gracia / gratuidad (“gratis lo recibieron, denlo gratis”). Vaciarse
a sí mismos por amor a Dios y a los / las / les otros / as / es será la característica
de la vida en seguimiento de Jesús.
No
se trata, entonces, de esperar la “prosperidad”, sino de amar; no se trata de
recibir los “dones” sino de “darse”, no se trata de nosotros sino de los otros
(y otras y otres). La característica, evidente, del amor es que hay otra persona
que espera ser amada, y que nos volvemos más parecidos a Dios cuando la amamos.
Podemos
decir que ya desde el final del Antiguo Testamento, y claramente en el Nuevo,
la lógica “comercial” en la relación con Dios queda desarticulada. Ciertamente
es normal en nuestra vida cotidiana: cuando pagamos un producto, damos dinero
(o canje, o trabajo) y esperamos recibir lo adeudado (y, cuando eso no ocurre,
se entra en el duro terreno de la injusticia). Pero las relaciones de amor – y las
relaciones con Dios – no se estructuran con esa lógica (en latín se usa la
fórmula “do ut des”, doy para que [me] des) y dan un paso más adelante.
Por ejemplo, cuando la hermosa canción dice: «Cristo de las redes / no nos
abandones / y en los espineles / déjanos tus dones», por
bella no deja de entrar en el esquema de la prosperidad y los dones esperados
por parte de Dios. Con mucha frecuencia la imagen de quienes esperan en la
llamada “providencia” parecen olvidar que, en muchas ocasiones, debemos ser
nosotros quienes nos volvemos providencia para las demás personas. La bendición
no se manifiesta en prosperidad y dones sino en recibir el abrazo de Jesús, en “robarle”
una sonrisa.
Foto tomada de https://www.istockphoto.com/es/foto/el-crecimiento-gm546200366-98626795
Agrego a lo aquí escrito a raíz de reacciones...
Hizo ruido
Eduardo de la Serna
Me
resultó interesante notar ciertas reacciones de amigas y amigos frente a lo que
acabo de escribir y enviar sobre la “prosperidad”. Y quiero destacar, antes que
se me malinterprete, que no pretendo decir que “tengo razón”; pero sí que tengo
“razones” para afirmar lo que dije y mantengo.
Creo
que – detrás de los runrunes – existe, para empezar, la siempre vigente tensión
entre la justicia y la gratuidad. La situación lacerante de la injusticia, que
vivimos y palpamos a diario nos vuelve hipersensibles (justamente
hipersensibles) ante el dolor. El reclamo por justicia es impostergable. Con sensatez
Juan Pablo II la llamó “una justicia demasiado largamente esperada”. Y, señalémoslo,
la justicia no es un derecho… es un deber. No me es posible hacer justicia “si
quiero”, ¡debo hacerla! La gratuidad, en cambio, es un derecho. Y, si bien,
puede parecer, superficialmente, que es un derecho al que no le afecta en nada
la justicia, ¡no tiene ese derecho! La gratuidad solo es cristiana si supone la
justicia, si va “más allá” de la justicia, si la supera. Para sintetizarlo, la
justicia es un deber, el amor es un derecho. No puedo exceptuarme de la
justicia, no puedo ser obligado al amor. Si debo 100 ¡debo dar 100!, aunque puedo
dar 150 (nunca 80). Si el amor ignorara la justicia no sería verdadero amor
sino sarcasmo, o indiferencia.
En
las distintas teologías de la liberación, algunas – sensatamente – ponen el
acento en la justicia. La situación de los pobres es causada por la injusticia
y es un deber moral solucionar este drama existencial. Dios, entonces (por eso
es teología, y no sociología) toma partido por las víctimas, y lo mismo deben
hacer los cristianos y cristianas; de justicia se trata. Otras teologías de la
liberación sostienen que la opción por los pobres tiene su origen sencillamente
en que “así es Dios”. El Dios de la Biblia es un Dios que toma claramente partido
por los pobres. ¿Por qué? Porque así es Él (Ella). El amor lo constituye.
Es
indudable que ambas lecturas no son excluyentes, y que, además, ambas pueden
extremarse de un modo negativo. Los ejemplos huelgan y son fáciles de entender
en uno y en otro sentido.
Otro
elemento que, me parece, está presente en la incomodidad provocada por mi
texto, es que siempre, de algún modo, esperamos recibir algo. Aunque más no sea
la grata sensación de ser amados. Y entender que eso pervierte el amor se
parece más al gnosticismo que al Evangelio. Es verdad que también esto puede
extremarse (como casi todo lo humano, señalémoslo). Es evidente que en el amor
se suele recibir amor (“amor con amor se paga”), y que ese amor recibido
alienta el más amor que podemos dar. Y, además, que ser amados “nos hace bien”.
El tema, en mi escrito, es que cuando de amor de Dios se trata, este suele “sentirse”
o manifestarse en sus “dones”. Cuando Caín se da cuenta que Dios aceptó la
ofrenda de Abel y no la suya, todo indica que “se da cuenta” por los frutos:
cosecha o ganado (¿de qué otra manera lo sabría?). Entre paréntesis, notemos
dos cosas: 1. En ningún momento se dice que una ofrenda era buena y la otra
mala, sino simplemente que a Dios “le gustó” gratuitamente la ofrenda de Abel.
2. Uno que se relaciona con Dios, y le da culto, es igualmente capaz de
asesinar a su hermano.
¿Quién
podría decir que no es grato sentir – de alguna o de otra manera – que Dios nos
quiere y nos bendice? Sin embargo, y creo que acá está el corazón del amor
verdadero, yo a Dios ¿lo amo para que me dé su amor o lo amo porque quiero
amarlo? Si lo amo, sería “justo” que me regale amor a su vez. Si lo amo porque
quiero amarlo, esto sería “gratuito”, sencillamente, no porque estoy aguardando
su respuesta (aunque celebre si esta llega, por cierto).
Queda
otro elemento: es normal y popular que en nuestra oración “pidamos” por tal o
cual cosa: salud, pan y trabajo, justicia y paz… No voy a entrar en analizar
algunos textos de los Evangelios, habitualmente leídos de un modo
fundamentalista (especialmente, “pidan y se les dará”), simplemente es evidente
(aunque muchos teólogos hoy la cuestionan o, también, la rechazan) que es
humano pedirle a Dios. Especialmente cuando pedimos cosas buenas, y – en tantas
ocasiones – pedimos para otros, no para nosotros mismos. Pero no deja de ser un
tema para el análisis tratar de conocer cómo es Dios, como para saber cuánto
puede y cuánto no puede conceder u obrar conforme a nuestros pedidos. Parece
evidente que la oración más plena, la que es más parecida a la de Jesús, es,
más que pedir “X” cosa, pedir o buscar o desear o recibir que “se haga tu
voluntad”.
Tengo
amigos y amigas. Y celebro y me da vida tenerlos y tenerlas. Pero lo que me da
vida es la amistad, no cuando me hacen un regalo, por ejemplo (cosa que suelo
celebrar, por supuesto). Estar con ellas y ellos, escucharlos, mirarlas,
compartir. “Tratar de amistad”. Obvio que si estoy en alguna necesidad es
sensato pedirles alguna ayuda… o compañía. Pero no es eso la amistad.
Sintetizando…
ya he señalado que creo que el cristianismo no es una religión (o que es mucho
más que una religión). El que toma la iniciativa, ¡siempre!, es Dios. Lo
nuestro pueden ser “actos” (eso sería lo religioso: oraciones, culto, ofrendas…)
pero nuestro encuentro con Dios no viene dado por nuestra “subida” sino por la “bajada”
de Dios que nos sale al encuentro. Creo que es el amor lo único que cuenta,
aquello por lo que a la tarde seremos juzgados. Si Dios es amor y si los demás
conocerán que somos discípulos de Jesús si nos amamos unos (y unas) a otros (y
otras), es evidente que sólo en el amor nos pareceremos un poco al Dios que es
Madre y que es Padre.
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