jueves, 20 de octubre de 2022

“Señor mío y Dios mío”

“Señor mío y Dios mío”

Eduardo de la Serna

Imagen tomada de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Domitian_aureus_Minerva_828481.jpg



En algunas ocasiones, en algunas celebraciones, se escucha a algunos repetir la letanía, “Señor mío, y Dios mío”. Así expresada, la frase remite al dicho de Tomás al encontrarse con Jesús resucitado en el Evangelio de san Juan (20,28). Antes de comentarlo brevemente, notemos algunas cosas simples.

Los términos “Señor mío” y “Dios mío” son bastante frecuentes en la Biblia, pero, integrados en la fórmula señalada, solamente la encontramos en este texto. “Señor”, con mucha frecuencia (especialmente en tiempos cristianos) remite a Dios, con lo cual la frase sería una redundancia en la que la segunda parte refuerza la dicho en la primera. La fórmula “Señor y Dios” se dice una vez como “Señor y Dios de Abraham” (Est 4,17y) y dos veces como “Señor y Dios nuestro” (Est 4,17l y en Ap 4,11; es decir, no es usada en la Biblia hebrea (las citas de Ester pertenecen a los fragmentos griegos de este libro). Pero el término “Señor” con frecuencia traduce el nombre divino “Yahvé” y la frase “Yahvé Dios” se encuentra 38 veces en la Biblia (y se traduce en la Biblia griega como Señor Dios”. Es, insistimos, un duplicado usado para reforzar la idea (la encontramos 19 veces en Génesis 2-3 y casi siempre en textos narrativos, no en oraciones [ver Salmo 68,19] como es el caso que encontramos en Juan 20).

En el texto de Apocalipsis recién citado se presenta una gran visión con la que empieza la parte principal del libro; allí se señalan la presencia de uno en un trono, de 24 tronos a su alrededor (recordar la importancia del número 12 en Apocalipsis), y de 4 Vivientes… se vive un clima de adoración al que está centrado en el Trono y concluye toda la unidad con la alabanza final:

«Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creados».

Señalemos, entonces, hasta aquí, que el uso de “Señor y Dios” es muy poco frecuente, y se utiliza – por supuesto – referido a Dios, nunca a Jesús, como sí es el caso de Juan 20.

Digamos algo más, antes de entrar a mirar el texto: como es normal, el Nuevo Testamento no llegará a afirmar “Jesús es Dios” o que es “verdadero Dios y verdadero humano” como afirmamos hoy. Para llegar a esas afirmaciones de fe hizo falta mucho debate, muchos conflictos y grandes pensadores. Así dicho recién se pudo formular a principio del siglo IV, en los Concilios de Nicea (325) y luego, en el de Constantinopla (381). El Nuevo Testamento lo va preparando, insinuando, sugiriendo, pero no lo afirma claramente. Y esto lo hará, particularmente, en sus últimos escritos. ¡Y el Evangelio de Juan, lo es!

En Juan se avanza, como decimos, en insinuar este tema. En el comienzo del Evangelio, dos veces se dice esto: “la Palabra era Dios” y “el Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha narrado (o explicado)” (1,1.18). Todo a lo largo de su Evangelio Juan nos quiere “revelar” a Jesús, invitarnos a conocerlo y creer. Y este Jesús de Juan tiene frecuentes atributos divinos (por ejemplo, cuando Jesús dice habitualmente “yo soy”). Así, al llegar al final del Evangelio, cuando se aparece a sus amigos y amigas el resucitado, ante una manifestación de duda – que es propia de él – Tomás recibe la reprimenda de Jesús y luego exclama: “Señor mío y Dios mío”. Lo importante, además, está en la respuesta de Jesús: “felices (= bienaventurados) los que creen sin haber visto”, es decir, se dirige a los cristianos que vendrán después, los que estamos invitados a creer “sin ver”, como sí lo hizo Tomás y lo hicieron los que están con él. Es decir, el Evangelio, que está dirigido – precisamente – a los que no han visto, empieza y termina resaltando la unión plena de Jesús, el Hijo, con Dios, el Padre.

No está de más resaltar que el Emperador romano, que pretendía ser adorado como una divinidad, exigía ser reconocido como “Señor y Dios nuestro” (eso especialmente en la ciudad de Éfeso donde probablemente terminó la composición del Evangelio de Juan y había un templo en honor al Cesar). Entonces, la fórmula de Tomás es claramente política y crítica del Emperador: es decirle que “para nosotros, el Señor y Dios es Jesús, no el emperador Domiciano”.

Templo en honor a Domiciano en Efeso

El Evangelio de Juan, entonces, quiere mostrar a su comunidad una imagen de Cristo muy elevada. Y de allí la confesión de fe del dubitativo Tomás. Él, en ese momento está representando a todos los discípulos, a los destinatarios del Evangelio, para que sepamos reconocer en Jesús al “Señor nuestro y Dios nuestro”.

 

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