Una reflexión sobre “espiritualidad” y “contemplación”
Eduardo
de la Serna
Hoy – 15 de octubre – se
celebra en la Iglesia católica romana a una de las mujeres más grandes que
nuestra fe ha dado al mundo: Teresa de Ávila. Hace poco (el 1º de octubre)
celebrábamos a otra grande, Teresa de Lisieux (menos conocida, o más mal conocida).
Ambas, con sus matices y diferencias, dos contemplativas. Dos místicas. Y coincide, además, con la canonización de Isabel de la Trinidad (16 de octubre). Tres carmelitas.
Es conocida la frase de uno de
los mejores teólogos del s.XX, Karl Rahner: “en el siglo XXI los cristianos serán
místicos o no lo serán” nos debería inspirar en la reflexión.
Y me quisiera detener un poco
en este tema. Especialmente, la gran crisis de fines del s.XX se caracterizó
por varios tipos de espiritualismos, espiritualidades y hasta misticismos. Es
evidente que hay misticismos de muy diversos tipos y modos, y no será este el
espacio para criticarlos. Todo lo contrario. Sin embargo, hay algunos elementos
que creo indispensables para entender “nuestro” lugar. “Nuestro” como católico
romano, por cierto. No pretendo escribir de “otros” sino de “nosotros”.
Es normal que todo sistema
(religioso, en este caso) viva enmarcado en un contexto histórico, cultural,
espiritual. Y las distintas “espiritualidades” cristianas no son una excepción
a esto. Ciertamente el primer riesgo (o el primer grave error) es no tener en
cuenta precisamente que cada espiritual lo era en un tiempo muy diverso al
nuestro, y pretender “repetir” el modelo o el esquema es, ciertamente, falso,
hueco e incluso un atentado contra esa misma espiritualidad.
Por ejemplo, entender la “contemplación”
en un sentido platónico era razonable y comprensible en tiempos pasados, y es
sin sentido revivirlo en el presente. Hablar hoy de contemplación como una
suerte de “salida del mundo” o de “elevación” de la mente (o peor aún, del “alma”)
es incurrir en un fundamentalismo desencarnado. Pensar como que “desde la
contemplación se puede comprender el todo” es sin duda entrar en la “fuga mundi”
que tantos males ha traído a la vida religiosa y sigue trayendo. Esa suerte de
espiritualidad narcotizante no se asemeja en nada a la vida conforme al
Evangelio. Puede ser (y repito, no estoy cuestionando otras espiritualidades,
simplemente mirando las nuestras) más semejante al mundo zen, o una espiritualidad
oriental de vaciamiento y elevación, de respiración y meditación de la nada que
la vida conforme al proyecto de Jesús.
Para ser precisos: ninguna
espiritualidad será cristiana si no se referencia en Jesús, el Cristo. Insisto
en que puede ser coherente con otros tiempos, otros lugares, pero no coherente
con el evangelio como hoy lo leemos y hoy nos interpela. La oración cristiana
no es un vaciamiento, ni una elevación, es un encuentro de amor. No hay oración
cristiana (ni teresiana, en este caso) si no es un acto de amor. De ese amor
nace todo, porque nada hay verdaderamente cristiano sin amor (aunque también
tengo claro que así como “espiritualidad” o “contemplación”, pocas palabras han
sido más bastardeadas como la palabra “amor”). Y si la oración es amor, no hay
amor a Dios que no incluya a los hermanos y hermanas. Una oración en la que
creo que me he elevado hasta las alturas de Dios y no me comprometa con el
barro de los hermanos no es oración cristiana, aunque esté convencido de ello y
así lo proclame.
No puedo contemplar el rostro
de Cristo despegado de los rostros de los que sufren. No puedo elevarme hasta
las alturas de la cruz sin caer a las profundidades del dolor de los
crucificados. Cuando escucho o leo de espiritualidades contemporáneas
(habitualmente con muchos seguidores, lo cual es muy razonable porque es cómodo)
que no conducen a un militante compromiso con los hermanos (y no con los que
son “de mi grupo”, precisamente) y con su vida, tengo claro que esa
espiritualidad puede ser lo que quieran, pero no es cristiana. El test de la
fidelidad, el test de la pertenencia lo propone el mismo Jesús: “tuve hambre y
me diste de comer”.
Celebrar
a grandes espirituales y contemplativas debería ser un desafío. Hoy pareciera
que la mística y los místicos que dicen más a nuestro tiempo están más cerca de
Etty Hillesum que de grandes platónicos de la era moderna sin negarles ni una gota
de importancia en su pasado. Una mujer que puede afirmar “He partido mi cuerpo como el pan y lo he repartido entre los hombres”;
“Amo tanto al prójimo, porque amo en cada
persona un poco de ti, Dios. Te busco por todas partes en los seres humanos, y
a menudo encuentro un trozo de ti. Intento desenterrarte de los corazones de
los demás”; o de la Teresa de Lisieux en profunda crisis de fe sus últimos
18 meses de vida y que afirma que “no ve” y canta más “lo que quisiera creer” que lo que cree.
Nuestro
tiempo necesita místicos y espirituales, pero con los pies en la tierra, para
que la encarnación del Evangelio no sea una suerte de “mal necesario” sino –
por el contrario – la Tienda del encuentro de ese Dios que se manifiesta en el
hermano o la hermana. Que se encarna en la lucha por la justicia en Argentina,
por la paz del sí en Colombia, por la dignidad en Haití, y tiene rostro de
campesino en Paraguay, de indígena en Bolivia, de Migrante en el “Primer” (sic)
mundo. El amor es lo que pone el sello en la espiritualidad del Evangelio, amor
con rostros concretos, amor con sangre de víctimas, lágrimas de mujeres
violentadas, niños maltratados, esclavos re-esclavizados. Una espiritualidad
sin hermanas y hermanos no me parece que hoy sea cristiana, y tampoco humana.
Foto tomada de https://es.123rf.com/photo_10779417_pies-de-barro-en-el-estero-en-la-orilla-del-mar.html
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