Hablar de Dios durante el Covid
Eduardo de la
Serna
El título con
el que quiero encabezar esta reflexión remite a una serie de frases bien
conocidas. El gran Dietrich Bonhöffer (+1945) se preguntaba cómo hablar de Dios
“en un mundo adulto” (1944), entendiendo por tal un mundo que de desenvuelve sin
necesidad de Dios. A partir de un diálogo con un amigo judío, Johann Baptist
Metz, el “padre” de la teología política, se formuló con frecuencia “cómo
hablar de Dios después de Auschwitz (1980). En coherencia con esto, Gustavo
Gutiérrez se formuló “cómo hablar de Dios desde Ayacucho” (1988) y Jon Sobrino
cómo creer después del “Sampul y del Mozote” (1994). En todos estos casos, el
planteo tiene una doble cara: la aparente ausencia de Dios, y lo aparentemente
todopoderoso de la crueldad humana. Hace unos años, invitado por mi amigo Jorge
a hablar con motivo de los 75 años del levantamiento del Gueto de Varsovia (1943)
al terminar se me acercó una señora. Muy mayor, me dijo “Yo estuve en Auschwitz
y en Dachau. ¿Dónde estaba Dios ahí?”. Usando la muy feliz imagen bíblica que
utiliza el Papa Francisco, yo debería haberme descalzado delante de esa señora.
Sólo pude callar (en todo caso, Dios no precisa que yo lo defienda… si calló
entonces, bien puedo callar yo ahora, me dije). Ante el sufrimiento, especialmente
cuando es provocado por la crueldad, el descalzamiento es signo de estar en
presencia de lo divino, pero de un Dios que calla, de un Dios que, si se
manifiesta, lo hace en medio de las lágrimas, en el dolor.
Toda esta
introducción tiene una clara intención: evitar cualquier mirada fundamentalista
ante la actual pandemia del Covid. No entiendo, sin duda ninguna, que se trate
de un castigo divino, por cierto. Además, que depende quién sea el intérprete,
el castigo sería por la falta de solidaridad, por la homosexualidad o los
abortos, por la indiferencia ante el hermano o la hermana, o incluso castigo
por comer murciélagos. Pensar en un castigo divino, ciertamente supone un “hablar
de Dios”, y – en estos casos – un Dios a imagen y semejanza del comentarista e
intérprete del supuesto castigo. No es ese el Dios en el que creo. Pero también
hay otra imagen de Dios, en este caso subyacente en ese Dios al cual deberíamos
rezar (aunque fueran maratones) para que la pandemia se retire (casi una suerte
de exorcismo del demonio coronavirus). Ver la patética escena de un grupo de
obispos pidiendo ante el crucificado y su madre que nos veamos libres de la
enfermedad, realmente me invita a la pregunta: ¿cómo es ese Dios? Un Dios que
si no rezamos no retira la pandemia, que, además, no retiró desde hace más de
un año (además de las consecuencias en los millones de no cristianos víctimas
de una enfermedad que está allí porque los cristianos no rezamos). En ese Dios
tampoco creo.
¿Significa esto
que no hay que rezar en medio de la pandemia? Ciertamente es fundamental y
necesario hacerlo, Pero no porque esperemos que – como consecuencia de la
oración – la enfermedad desaparecerá. No es eso la oración. No es para eso. La
oración es un encuentro de amor con Dios (“tratar de amistad con quien sabemos
que nos ama”, afirma Teresa de Ávila, que de esto sabía). La oración nos pone
ante Dios, y llevando los dolores, nos dispone a vivir y buscar la voluntad de
Dios. Sin duda que podemos decir que la voluntad de Dios es que los seres
humanos vivamos, mientras que el Covid mata. Ciertamente. No es voluntad de
Dios el Covid; no es voluntad de Dios la muerte. La oración nos pone, por
tanto, ante los hermanos y hermanas. Nos pone y dispone a hacer todo lo posible
para acompañar, aliviar, fortalecer al enfermo; nos pone frente a tantas y
tantos que luchan contra la enfermedad (científicos, médicos, enfermeros, etc.)
para que nuestra oración les envíe “la fuerza que vine de Dios”; nos pone
frente a los que parecen buscar más muertos, a los adoradores del dinero y a
que muera el que tenga que morir. Cada vez me convenzo más que la clave está en
preguntarnos, antes que nada, ¿cómo es el Dios en el que creo (y en los dioses
en los que no creo, también)? Porque, entonces, en estos tiempos raros, donde
Dios parece ausente (si hasta algunos creen morir por no poder celebrar
liturgias, por ejemplo), creo que el primer paso es buscar dónde está Dios (y
dónde no, porque eso de que “Dios está en todas partes” es de una falsedad
absoluta). Y me recuerda una anécdota que contaba Víctor Basterra cuando estaba
secuestrado en la ESMA. Decía que, como fruto de la tortura, en medio del
dolor, aunque se confesaba ateo, él decía “¡Ay, Dios!); un compañero detenido
como él le dijo: “Sí, hay Dios… pero acá no nos sirve de mucho”. “Dios no
estuvo allí donde nací”, canta León haciendo referencia a la misma situación.
¿Cómo hablar de
Dios? Ciertamente, primero necesitamos encontrarlo. Y, como en Auschwitz, es
más fiel al Dios de la Biblia encontrarlo en las víctimas (así lo decía Elie
Wiesel), en el judío colgado por los nazis en el campo de concentración, o el
otro colgado por los romanos a las puertas de Jerusalén, que pretender
encontrarlo en la esperanza que “baje de la cruz y creeremos”. Ante tanto
dolor, tristeza, cansancio, e incluso rabia ante los sembradores de odio y
muerte, Dios se nos revela en tantos lugares, personas, espacios que “solo hay
que saber mirar”. De ese Dios me gusta hablar, ¡en ese Dios sí que creo!
Foto tomada de https://www.catholicmagazine.net/2020/04/esta-dios-ausente.html
Gracias Eduardo.
ResponderBorrarSon palabras que ayudan a permanecer cuando las "comunidades" vicaría o arquidiócesis resultan tan ajenas y hasta contrapuestas a mi respuesta a: ¿Cómo es el Dios en el que creo?