Una palabra, muchas palabras para este tiempo
Eduardo de la Serna
Una de las cosas maravillosas y a la vez ambiguas
que tiene la lengua es que hay palabras que todos entendemos, pero que para
cada grupo tiene un significado distinto. Totalmente distinto. La pregunta sería,
en ese caso, saber si realmente nos entendemos, pero a su vez, preguntarnos si
no puede ser usada por alguien para manipular, precisamente, las distintas
personas con las distintas comprensiones.
Un ejemplo que se repitió hace años es – a partir
del Big Data – la idea de la libre portación de armas. Por las redes
antisociales se insistía en que un candidato, a diferencia de otro, avalaba la
libre portación; pero, inmediatamente, según fuera cada receptor, llegaban
mensajes en los que se hablaba de armas de caza, de armas de tiro al blanco, de
armas de colección, de armas de defensa personal. Las armas eran distintas, las
palabras no. Y todos avalarían a aquel que les permitiera ejercer su “libertad”
de portarlas.
Es enorme la cantidad de palabras que significan
cosas distintas o ambiguas según el receptor… no todos decimos lo mismo al
decir vida, al decir paz, al decir libertad, al decir alegría, alma, esperanza,
verdad, justicia, derechos… Todas palabras demasiado fundamentales e
importantes, pero, cada quién, las llena de su propio barro para que germinen.
Y me voy a permitir una palabra que en ambientes
cristianos (y judíos) es muy importante y sirve para ejemplificar esto que
señalo. Me refiero a la palabra “desierto”.
Obviamente un desierto es un lugar de aridez, de
contraste de frio y calor, de ausencia casi total de vida, un lugar interminable
en su horizonte, un lugar de muerte, bien podría decirse.
Precisamente por lo dicho, el término se utiliza
también para señalar un lugar no habitado, una región desértica. Cuando se dice
que Juan, bautizaba “en el desierto”, evidentemente se refiere a lugares sin
gente, no a lugares sin agua. Desierto, en este caso, significa algo diferente
a lo antedicho.
Pero, en un tiempo concreto, como la proliferación de
cultos a las divinidades de la fecundidad a las que se atribuían y agradecían
las cosechas, o los nacimientos en el ganado o abundancia de hijos, algunos
profetas, como es el caso de Oseas, mirarán el desierto (precisamente por su
falta de esa fecundidad) como un tiempo y lugar de fidelidad de Israel a su
Dios Yahvé. El desierto, entonces, era, sobre todo, un momento ideal de encuentro
y de amor en la historia.
En otros momentos, como aquellos de persecución y
martirio, como el tiempo de los Macabeos, ir al desierto era un polisémico acto
de resistencia. Era, por un lado, separarse de la ciudad donde se imponía el
poder político que obligaba a la infidelidad; era, a su vez, estar en un
espacio lejano (“lugar desértico”) para poder vivir todo aquello que el poder
prohibía, aquello que los constituye como pueblo, y circuncidar a los hijos,
respetar el sábado, leer los libros sagrados y reunirse (synagogê) en
comunidad, pero, todavía más, era hacer memoria del tiempo de Moisés en el que
Dios conducía a su pueblo, conducía las batallas, y lo encaminaba a la tierra
de la promesa. Fue, en ese caso, el lugar de refugio, de guerrillas, y, como se
dijo, de resistencia, también armada.
Pero, poco más adelante, en el tiempo, fue también
el lugar donde una secta eligió ir a vivir (Qumrán) para no contaminarse con “el
mundo”, los “hijos de las tinieblas”, y, allí poder vivir el verdadero culto,
el verdadero Templo, ser el verdadero Israel… Lejos de los “kittim” (palabra
ambigua que indica a “los malos”, invasores, extranjeros, aplicada a los
romanos evitando, prudencialmente, nombrarlos, tanto para no darles entidad,
como para no “despertar la represión”) y permaneces lejos del Israel infiel.
El desierto, como se ha insinuado, es el lugar donde
algunos bautizadores, como es el caso de Juan, invitan a la conversión de los
que se reconocen pecadores. Se invita, allí, a un cambio de vida según la ley
de Dios, “enderezar los caminos”, limpiarse (bautizarse) de todo para cambiar
de mentalidad y de vida. Es el lugar donde estos eligen vivir para bautizar a quienes
van de paso.
En los Evangelios,
con cierta frecuencia Jesús se retira a un “lugar desértico” para rezar, para
descansar, y, en otras, con las multitudes, para predicar, pero – en el caso de
Jesús – se trata sólo de un lugar “de paso”.
Sabemos
que algunos personajes, que intentaron infructuosamente levantarse contra los
romanos, solían convocar a la gente en el desierto. El esquema de “lugar de resistencia”
y contexto pascual (liberador) resulta evidente.
Eso no
impide que – en ocasiones – el desierto también sea visto como el lugar en el
que Israel le prestó resistencia a Yahvé; es, en este caso, el lugar de la
tentación (“como en Massáh”), en cuyo caso, los muertos que quedaron tendidos
son vistos como testimonio de esta tentación e infidelidad a Dios.
Muchas de
estas infidelidades de Israel en el desierto – que son vistas como la razón por
la que ese período se extendió por 40 años, es decir, una generación entera –
son ilustradas como los tres momentos de las tentaciones de Jesús en el
desierto, señalando que allí donde Israel cedió a la tentación, Jesús la vence,
dando comienzo a un nuevo tiempo para su pueblo.
Finalmente,
en el Apocalipsis, el desierto – nuevamente usado aprovechando la ambigüedad, y
sabiendo que donde los lectores leerían una cosa, los potenciales lectores
romanos, es decir, los enemigos, leerían otra cosa – es el lugar donde Dios
lleva a su mujer, la Iglesia, para alimentarla, protegerla por el breve tiempo que
dure la persecución del Imperio.
Pero, más
tarde, en la historia de la Iglesia (y me limitaré solo a tres momentos),
acabados los tiempos de persecución y martirio, algunos cristianos decidieron
ir a vivir – solos o en pequeñas comunidades – al desierto (desierto, en
griego, se dice erêmos, de donde viene “eremitas”). Si antes el “mundo”
era perseguidor y asesino, ahora es contaminante, e ir al desierto es “fugarse
del mundo” para poder vivir con la máxima fidelidad un “martirio incruento”. Es
el tiempo, por ejemplo, de los que se llamaron los “Padres del desierto”, inspiradores
de lo que luego fue el monacato (que viene de “monos”, en griego que es “solo”,
se trata de los que eligen vivir en soledad).
Con la
influencia del neoplatonismo, particularmente las importantísimas comunidades
eclesiales de Alejandría, empezaron a entender desierto como una “fuga mundi”,
escapar del mundo, como una característica de la espiritualidad, que es,
absolutamente superior a la mundanidad, a la vida “en la carne”. Se invita,
entonces, a una espiritualidad que plantea un dualismo antropológico, y
entiende la superioridad de los espirituales; el desierto es, en este caso, una
actitud interior, espiritual donde el alma puede liberarse (ex - stare,
éxtasis) de su cárcel, es decir del cuerpo.
La
liturgia, con frecuencia, plantea el tiempo de la Cuaresma como una suerte de
tiempo de desierto. Algo sensato si se ve como un tiempo “de paso”, pero no
como un escape del mundo malvado; algo sensato si se entiende como lugar de
descanso, de encuentro y no de lugar definitivo, tiempo de preparación y
recuperar fuerzas – “cargar pilas” – para vivir siempre “en el mundo” (que no
es in – mundo) la fidelidad al proyecto de Dios.
Me
permito una breve disquisición para evitar ser malentendido al referir al
desierto y Charles de Foucauld. Entiendo que él quiso vivir allí para encarnar
un momento concreto de la persona de Jesús, el tiempo desconocido de Nazaret,
no como un escape del mundo, algo que – por lo que entiendo – es totalmente
ajeno a su espiritualidad y vida.
Con esto
he pretendido mostrar que un término por todos conocido, en este caso el
desierto, es cargado de sentido histórico, político, religioso, espiritual
según el tiempo, según el grupo, según el contexto vital o mortal (Sitz im
Leben und im Tode). Algunos, recuperándolo hoy, quizás podamos pensar que
los tiempos que se aproximan en Argentina serán tiempos de desierto, aridez y
sequía, en los que quizás podamos cargar pilas, resistir, reunirnos en
comunidad, mirar las propuestas de Dios para la historia y nuestros tiempos,
reconocer los falsos ídolos escondidos en palabras como “libertad”, “seguridad”,
“orden”, y no “escapar” de la realidad, sino confrontarla. Si desierto fuera
lugar de escape, de aislamiento (o estar “solos”) difícilmente la imagen
ayudaría a la resistencia de un pueblo, difícilmente sería lugar de paso hacia
la vida, siendo, por el contrario, ámbito de infidelidad y muerte. Pero, en
cambio, como tantas palabras, este tiempo de desierto en el que hemos entrado,
bien puede ser tiempo de Cuaresma, que se encamina a la Pascua, de
peregrinación con destino a la Tierra que “mana leche y miel”, tiempo de
resistencia, de encuentro, y de militancia, tiempo que entre tanta muerte
anunciada – y por los kittim celebrada – será tiempo de vida y de
libertad verdadera, esa que elegimos vivir con “los otros”, empezando por los
pobres, apostando por la vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Cualquiera puede comentar y no será eliminado, aunque no este de acuerdo con lo dicho, siempre que sea respetuoso (caso contrario, será borrado). Pero habitualmente no responderé los comentarios, ni unos ni otros, para no transformar este blog en un foro. De todos modos, podrán expresar su opinión.