Acceso a la estupidicracia
Eduardo de la Serna
Ya que neologistas estamos, y que las estupideces gobiernan a más
de cuatro, creo que bien podemos pensar que – al menos en un buen sector de la
sociedad – por decir algo, un 40%, o también, siempre imaginando, cercanos a un
puerto, o quizás inspiradores de un manual jauretchiano, se mueven gobernados por
esas mismas, o – para ser más precisos – los mueven otros cuatro vivos.
Ya recordaba, en otro texto, a los que antes éramos llamados “idiotas
útiles” por herederos de los que hoy son tales.
Vale también preguntarse – siempre dejando volar la imaginación,
que no está sujeta al Aislamiento – si el famoso “mentime que me gusta” no es
un excelente alimento para la estupidicracia. Se ha mostrado hasta el hartazgo
la insolvencia de todo comentario, por no decir denuncia, de una marioneta que
fuma, pero al volver a la TV, esos cuatro le dan rating.
Se ha comentado que mientras del virus se oía hablar desde China,
se comentaba pintorescamente, cuando llegó a los padres de los que llegaron en
barcos, allá por Italia y España, se habló de la imperiosa necesidad de
cuidarnos (especialmente, porque muchos de esos cuatro habían estado por allí),
y ahora que vino José Covid a visitarnos se pretende que puedan salir los que
mañana probablemente mueran. Total, son pobres.
Acabo de terminar un interesante libro de Santiago Guijarro, buen
biblista de Salamanca: El cristianismo como forma de vida. Los primeros
seguidores de Jesús en Ponto y Bitinia, Salamanca 2018. No es este el lugar de
comentarlo, corregir algún error y criticar alguna parte. Me inspira – como lo
hace con frecuencia, ¡y bien! – su recurso a las ciencias sociales. Allí, al preguntarse
por las persecuciones a los seguidores de Jesús que se ven reflejadas en la primera
“Carta de Pedro” afirma que una razón principal fue el “prejuicio social”. Y –
siguiendo especialmente a P. A. Holloway destaca las tres manifestaciones
características de este prejuicio. Define a este como “una actitud social
negativa hacia los miembros de un grupo concreto basada tan solo en la
pertenencia a dicho grupo”. Las tres manifestaciones son: cognitiva,
afectiva y conductual. Cognitiva que se traduce en estereotipos sobre el grupo;
afectiva que busca generar rechazo hacia el grupo y conductual que se
manifiesta en actitudes de discriminación y rechazo del mismo. Obviamente el
grupo ve determinadas características que lo identifican de una manera positiva
(identidad), pero el prejuicio les otorga una nueva identidad, esta negativa.
De este modo, todo el grupo se ve afectado por la nueva atribución identitaria.
Con esto se entra en el terreno de la agresión, amenazas e insultos, lo que
provoca vulnerabilidad y luego, temor. Esto supone una autoconciencia del
descredito público que lleva, en ocasiones, a sentir vergüenza por la
pertenencia. Esto conduce, por ejemplo, a una actitud de rechazo que margina
(lleva a los márgenes, sean geográficos, sean existenciales; periferias ha
preferido llamarlas el Papa Francisco) impidiéndoles, en ocasiones participar
de la vida misma de la sociedad (no pueden comprar ni vender los que no llevan
la marca de la Bestia, dice Ap 13,17).
Un ejemplo evidente que señala (el tema es sabido) es que a finales
del s. I se empezó a llamar a los seguidores de Jesús “cristianos” usando el
término de un modo despectivo (“cristianismo” fue, todavía, más tardío… recién
en las primeras décadas del s. II quizás para distinguirlo del “judaísmo” del cual
empezaba a quedar claro que eran, en algo o mucho, diferentes). El término fue
usado despectivamente, pero fue resignificado por los seguidores de Jesús como
algo identitario. Fue un modo de resistencia.
¿Cuáles son, en este caso, las estrategias de resistencia? La “desidentificación”
con los valores que se proponen como fundamentales en la sociedad de un modo general,
y – en casos particulares – una “compensación conductual”, que consiste en una
cierta adecuación al entorno en momentos de crisis o tensión excesiva (se trata
de pequeñas concesiones que no afectan la identidad) y la “ambigüedad atribucional”
que atribuye a los adversarios la responsabilidad del acoso padecido reforzando
así la identidad y una actitud emocional positiva que permite descubrir el
sentido del sufrimiento padecido (en momentos en que la “adecuación” no da
resultado). A esto debe sumarse el uso del lenguaje resistente. Hay un lenguaje
que no puede usarse en público, por el estigma, pero se utiliza el lenguaje
oficial con sutiles cambios que solo perciben los de “adentro”. De ese modo se
invita a los destinatarios a fortalecer la identidad que se pretendía
aniquilar. Son estrategias propias de grupos marginalizados en búsqueda de la
supervivencia y el fortalecimiento de las convicciones y el modo de vida (Guijarro,
pp. 129-145).
Es cierto que las teorías de la resistencia presentan otras variantes, desde la que incluyen la adecuación (casi) total al perseguidor hasta la que manifiesta una actitud de rechazo que lleva, con frecuencia, a la muerte. No es el caso aquí de señalarlas. Lo que importa es ver con qué actitud (y no hay uniformidad, por supuesto, porque de eso se trata) los pobres en nuestras comunidades enfrentan la estigmatización o el intento de que – lisa y llanamente – mueran. Total…
Pero habemos otros. Los que no somos pobres pero que hemos
intentado desde hace ya un buen tiempo hacer nuestra la causa de los pobres,
acompañarlos en sus dolores y alegrías. Y desde nuestra mirada no podemos sino reírnos
de los estupidócratas. Al fin y al cabo, el chiste, la burla y el grafiti son
también un modo de resistencia. Resistencia al poder hegemónico que mueve los
hilos “de la marioneta universal”, la periodística o la de cuatro manifestantes
que hablan convencidos que son inteligentes.
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