Malestar bíblico
Eduardo de la
Serna
Desde pequeño
supe, y me repitieron, y creí, que “la Biblia es palabra de Dios”. Como siempre
me gustó (y aproveché) leer, cuando empecé una verdadera militancia cristiana,
me puse – en un primer momento, no de un modo sistemático – a leer la Biblia.
De hecho, entré al seminario a los 19 años y ya la había leído. Seguramente
influyeron después, además, buenos profesores; pienso primero – en orden
cronológico de su “entrada” en mis estudios – en Ramón Trevijano, Ricardo
Román, Luis H. Rivas, Jorge Mejía, los que, además me inspiraron nuevas y más
densas lecturas. Ya en la Facultad de Teología, además de estudiar seriamente
las materias del curso (fui un buen estudiante), pude ir profundizando más y más
en el área bíblica. Obviamente, aclaro, toda nuestra teología estaba seriamente
marcada por el Concilio Vaticano II, por lo que, con más o menos seriedad, no
faltaba lo bíblico en los diferentes tratados.
Es evidente
que, antes del Concilio, la Biblia sólo era un instrumento para “fortalecer”
los dichos que la dogmática afirmaría. En lenguaje tradicional, y con ironía,
diría que la Biblia era “ancilla theologiae” (el alma de la teología era
“el Denzinger”)[1].
Ahora bien,
el “gran problema” comenzó con Pio XII (1943) cuando en su encíclica Divino
Afflante Spiritu afirmó que los seres humanos también eran verdaderos
autores de la Biblia. Esto fue profundizado aún más (y mejor elaborado), por la
constitución Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, gracias a la enorme colaboración
de gran número de teólogos y biblistas
«En todas partes se tiene la sensación
de que sería una gran ganancia para nuestra labor pastoral y haría que el
cristianismo irradiase mucho intensamente sobre el mundo, si devolviéramos al
concepto de la Iglesia su sentido amplio, rico, vital, plenamente embebido de
la Biblia y de la tradición» (Y. M. Congar, 1937)[2].
No deja de ser algo para destacar que la constitución Dei
Verbum, en los votos en el concilio, con más de 2000 votantes (depende el día) tuvo
siempre, cada capítulo, más del 80% de votos positivos y nunca llegó al 0,5% de
votos negativos (los restantes eran “aprobado con propuestas”)[3].
Pero la afirmación de la co-autoría – especialmente a medida
que las ciencias humanas fueron desplegando sus potencialidades – traía, como
se dijo, problemas. Una cosa – ya conflictiva en los comienzos – era tener en
cuenta el género literario, el Sitz im Leben, y muy otra entrar en las
ciencias sociales, las lecturas “situadas”, como el feminismo o la teología de
la liberación, las antropologías, psicología social, etc. Como tantas otras cosas
del concilio, esto intentó frenarse en el invierno eclesial.
El freno tuvo diferentes instancias: para empezar, el
entonces prefecto para la Doctrina de la fe, Josef Ratzinger propuso que la
Pontificia Comisión Bíblica estudiara la “Interpretación de la Biblia en la
Iglesia”, tema que fue tratado “por su iniciativa, señor cardenal” (Juan Pablo
II, 23 de abril 1993). Su intención radicaba en la importancia que pretendía
darle a la lectura patrística de las Escrituras (discurso de J. Ratzinger,
Pontificio Instituto Bíblico, 24 de marzo 1993), lo cual pondría límites los estudios
críticos de la Biblia. Pero la Comisión elaboró un documento muy diferente el
cual, con su humildad característica, el cardenal aprobó y presentó.
Pero no quedó ahí la cosa. La centralidad dada por el papa
Juan Pablo II al Magisterio (más que a la misma Tradición, además) se reflejaba
claramente es sus escritos. Y esto continuó, y en la exhortación apostólica
post sinodal (porque Ratzinger, ahora Benito XVI, insistía en el tema) afirma:
…en la Iglesia se venera tanto la
Sagrada Escritura, aunque la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el
cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita
y muda, sino del Verbo encarnado y vivo». Por consiguiente, la Escritura ha de
ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios, en el
seno de la Tradición apostólica, de la que no se puede separar (Verbum
Domini 7).
Pero el Papa, que cuando teólogo, sabía recurrir seriamente a
los estudios bíblicos, no los cercenó; aunque su importante temor teológico le impedía
sacar todas las consecuencias de los textos.
Pero, y acá el punto… basta comparar los últimos documentos
de Pablo VI, como por ejemplo la exhortación sobre la alegría, donde, después de señalar la necesidad de la alegría en la humanidad, empieza mostrando la
alegría en el AT (# 16-20), el NT (# 21-32) para luego hablar de la alegría en los
santos (# 33-43) y después, de la Iglesia actual (el pueblo, los jóvenes,
el Año Santo…). Su última exhortación, Evangelii Nuntiandi, empieza
mostrando el paso del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora deteniéndose
en Jesús (y su predicación del Reino; # 6-13) para continuar con la primera
comunidad eclesial (# 14-16) para luego detenerse en qué es, cuál es el
contenido, etc.
Pero llegado Juan Pablo II, nada de esto ocurrió. En su
primera encíclica (Redemptor Hominis) las citas bíblicas están en nota. Además,
es interesante, en la encíclica sobre la Virgen María (Redemptoris mater)
los distintos capítulos son – habitualmente – citas bíblicas (Llena de gracia
[7-11], feliz la que ha creído [12-19], aquí tienes a tu madre [20-24]…) pero el
comentario bíblico está ausente (y lo mismo ocurre con los títulos en el
documento final del Sínodo 2024: en el barco, echar la red…).
Aclaro... no pretendo que un documento eclesiástico (papal,
episcopal o el que fuera) sea un tratado bíblico, no es ese su objetivo, pero
¿puede no partir de un acabado análisis y comentario bíblico? Un escrito que se
autopercibe cristiano, ¿puede no tener como punto de partida en el análisis, el
comentario, el pensamiento, lo que – en principio cree – que Dios "dice" sobre el
tema? En decenas de textos se encuentra muchas más veces la palabra Iglesia/
eclesial que Jesús/Cristo, por ejemplo; obviamente esto es consecuencia de
aquello.
Los documentos del papa Francisco tienen la misma característica.
Citas bíblicas por doquier, pero no hay un acabado trabajo bíblico, como puede
verse en su reciente encíclica sobre el Sagrado Corazón. Y lo mismo podría
haber ocurrido en otros trabajos: es de extrañar un importante aporte sobre la
fraternidad (y sororidad) en el AT y el NT ausente en la Fratelli Tutti,
por caso.
Pero, y acá resumo: en estos tiempos hay decenas de
congresos, encuentros, se convocan “peritos” para aportar al sínodo, o a
reuniones preparatorias, y ¿biblistas? ¡no hay! Hasta canonistas son invitados
(debo confesar mi desconcierto por ello) y no se convoca a biblistas. No debe extrañar,
entonces, que el documento final del sínodo, por ejemplo, no tenga la Biblia
como el “alma” de su pensamiento; incluso parece – por momentos – que es más importante
“la conversación con el espíritu” que la misma Palabra de Dios… Si no se
empieza preguntándose ¿qué Iglesia quería Jesús? ¿no se está poniendo el carro
delante del caballo? Algo anda mal en la Santa Madre…
[1]
Es ironía, porque antiguamente
se afirmaba eso de la filosofía, que era servidora de la teología (para
malestar de los filósofos, ciertamente). La Biblia era una mera “dicta
probantia”, un dicho bíblico servía para probar lo que ya se había
afirmado. Remito al excelente trabajo de L. Rivas, “La integración de la
exégesis en la reflexión teológica”, Teología 84 (2004/2) 117-134. El “Denzinger”
es una obra donde se consignan los dichos del “magisterio de la Iglesia”; lleva
el nombre de Enrique Denzinger (+ 1883), autor de la primera edición que se
actualiza constantemente; actualmente (45ª edición) fue preparada por P.
Hünermann y llega hasta 2013, el comienzo del pontificado de Francisco.
[2]
Citado por G. Alberigo, Historia del Concilio Vaticano II, Salamanca: Sígueme
1999, 423
[3]
G. Alberigo (dir.), Storia del Concilio Vaticano II. Vol. 5, Bologna: Il Mulino
2001, 287 nota 11.
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