Video con comentario al Evangelio 32º ciclo "C"
también se puede ver en
https://youtu.be/JC8WWOCKLB8
Eduardo
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Eduardo
Creer o no creer, esa es la cuestión
Eduardo
de la Serna
En nuestra vida diaria nos
movemos constantemente en el ámbito de la creencia o no. Creemos que el paquete
que compramos de un kilo de un producto tiene un kilo, y no menos; creemos que
podemos cruzar con el semáforo en verde porque los conductores respetarán la
señal; creemos que un amigo o amiga estará a nuestro lado cuando lo precisemos…
Creer no significa ignorar que un empresario puede estafar con la balanza, que
un conductor puede no respetar las señales de tránsito, que un amigo nos puede
defraudar… Sabemos que eso puede ocurrir, pero seguimos creyendo. Seguimos
confiando. Si dudáramos de todo y en todo, la vida se haría insoportable.
Debemos pensar, debemos estar atentos, y – en ocasiones – dudar, pero confiar es algo que nos constituye como humanos.
En esa misma línea de pensamiento, podemos creer que Dios existe. O no. Del mismo modo que ocurre con un amigo o amiga, que con el tiempo es más sensato creer que lo es, es decir, que podemos confiar, pero no tenemos modo de “probarlo” (como sí podríamos probar si el paquete tiene o no un kilo). Porque es algo que no podemos “probarlo” todos hemos tenido experiencias que nos han desilusionado (“creí que era mi amigo/a”) y también amistades firmes que resisten el tiempo (y cuya amistad se confirma y reafirma, especialmente “en las malas”). Con Dios ocurre lo mismo: no podemos probar que exista, pero podemos creerlo.
Si notamos los verbos usados: afirmar, reafirmar, confirmar, confiar, fiarse son todos términos “parientes” de la fe. Y, siguiendo con la imagen de la amistad, es evidente que no es sensato poner a prueba a un amigo o amiga para “asegurarse” que lo sea; actuar de ese modo pone en riesgo la amistad. Pero eso no quita que haya cosas que la ponen a prueba (“las malas”, por ejemplo). En ocasiones, hablando de Dios, buscar “pruebas” (milagros, sanaciones, manifestaciones del espíritu, etc.) suele ser indicio de una fe débil. Curiosamente, “en cristiano” la fe nunca es más plena como cuando nada nos invita a creer; la “cruz” es el ejemplo más acabado: Jesús experimenta incluso que Dios lo ha abandonado (Marcos 15,33), y es en ese momento que podrá expresar que “todo está cumplido” (Juan 19,30) y que Él es su Dios.
Ahora bien, si es cierto que podemos creer o no en Dios, una vez aceptado, no es lo mismo “uno que otro”; es decir, el paso siguiente es pensar ¿cómo es el Dios en el que creo? Y también, ¿cómo es el Dios en el que no creo? Luego de creer en Dios, es importante entender (al menos un poco, en una “dirección”) cómo es Dios. Para entendernos, no es lo mismo si creo en un Dios que es sádico, que es castigador, que es un “viejito bueno que no interviene”, que es una especie de militar que ordena y espera obediencia, etc. Señalo que ese hecho de creer cómo es Dios es una dirección porque si pudiéramos entender plenamente “cómo es Dios”, pues… no sería Dios; si de Dios se trata, este sería in-menso. In-finito, in-visible, in-abarcable (señalo el prefijo “in” porque en esos casos estamos diciendo lo que Dios no es: no es medible, no es limitado, no es visible…). Para ser concretos y dar un paso más, los cristianos, sencillamente, creemos en el Dios de Jesús; es decir, el Dios que Jesús nos muestra con sus palabras y sus gestos. Un Dios al que fuimos conociendo de a poco (eso sería el Antiguo Testamento) hasta que, en el tiempo esperado, se manifestó plenamente. Y, para seguir con la imagen original, ese Dios se va mostrando como se muestra un amigo (ver Éxodo 33,11) y cuando llega el tiempo de Jesús, el Evangelio de Juan nos dice claramente:
«Ya no los llamo esclavos, porque el esclavo no sabe lo que hace su señor. A ustedes los he llamado amigos porque les he dado a conocer todo lo que escuché a mi Padre» (15:15).
A veces,
precisamente porque la fe no se puede “probar” (como sí se puede probar si un paquete tiene o no un kilo) puede sobrevenir una crisis. Una
crisis es una etapa de dudas, de preguntas, de búsqueda de indicios… (crisis es
una palabra griega que significa “juicio”; es decir, en nuestra situación concreta juzgamos si es sensato o
no creer). Las crisis suelen ser muy importantes porque ayudan a profundizar el
sentido, a dar más firmeza a aquello que “creemos”. Una crisis de fe puede servir
para perderla o para que esta resurja más afianzada, más sólida (la idea de la fe
en el mundo bíblico tiene la imagen de las raíces o los cimientos, es decir,
algo que se eleva y resiste, por ejemplo una tormenta, porque tiene bases
sólidas).
Pero todavía
falta un paso: el primero es creer o no creer que “hay un Dios”; el segundo es
creer cómo es y cómo no es el Dios en el que afirmamos creer. El tercer paso es
“creerle a Dios”. Insisto lo ya dicho en otra ocasión: creer no es lo mismo que “obedecer”. Puedo obedecer,
como un niño, lo que creo que debo hacer porque Dios así lo ha mandado, pero
también puedo, como adulto, creer que esto o aquello es bueno, es vida, es lo
mejor… porque le creo a Dios (especialmente, cuando le creo en la crisis, en la
“noche” o la “tormenta”).
Creer o
no creer, como se ve, es muy amplio; es un camino. Y, para volver al comienzo, la
fe en Dios es como la amistad, porque en un primer momento puedo creer que
alguien es mi amigo o amiga, luego – cuando nos vamos conociendo más y mejor –
voy a saber cómo es esa amistad, cómo es él o ella, para, finalmente, y
especialmente en los momentos complicados, saber que cuento con él o ella, o
que ella o él cuentan conmigo, porque “no hay amor más grande que arriesgar la
vida por los amigos” (Juan 15,13). Como Jesús lo hizo. De confiar se trata la fe.
Foto
tomada de https://www.primeraedicion.com.ar/nota/100596458/el-sur-de-brasil-en-alerta-roja-por-la-llegada-de-ciclon-yakecan/
Hospedar a Jesús en casa provoca un cambio de corazón
“Mira, la mitad de mis bienes, Señor, a los pobres doy y si a alguno defraudé devuelvo el cuádruple” (v.8).
Video con comentario al Evangelio domingo 31º ciclo "C"
también sepuede ver en
https://youtu.be/pBcKhJ403J4
Eduardo
De cine se trata
(a partir de la película "Argentina 1985")
Eduardo de la Serna
Muchas
veces pasa, cuando una película enfrenta personajes o acontecimientos
históricos que se escuchan voces, me refiero a voces que algo saben del tema,
por cierto, que la cuestionan por alguna inconsistencia histórica o sobre los
personajes, o sobre otro tema interesante (los cuestionamientos sobre un
detalle que se le escapó al director y aparece un avión por allá o una cosa
extraña por acá, son meros detalles y divertimentos). Y, para empezar, no les
niego ni un poco el derecho a hacerlo:
+
ante la película “Thérèse”, de Alain Cavaliere (1986), una carmelita descalza
me decía “adentro (= en el carmelo, en la clausura) las cosas son distintas”.
+
ante la película “María Magdalena”, Garth
Davis (2018), un eminente biblista cuestionó, por ejemplo, que hubiera velas y
no lámparas (inexistentes en el tiempo) en una escena.
+ ante la película “Amadeus”,
de Miloš Forman (1984), muchos amantes de la música cuestionaron el rol dado en
la misma a Salieri.
Los ejemplos pudrían
multiplicarse en extenso. Y estos cuestionamientos, y seguramente otros,
podrían responderse en detalle. Claro que hay varias preguntas previas que quizás
vuelvan innecesarios los planteos. Señalemos que una película pretende ser una
expresión artística, y nadie cuestionaría a pinturas del Renacimiento que en un
pesebre los pastores usen ropas inexistentes, o que en una cena se utilicen
utensilios anacrónicos; otro ejemplo maravilloso es la presencia de un “cui” en
la Última Cena en la catedral de Cuzco (la rata es un animal impuro, para el
mundo bíblico, Isaías 66,17). Alguien (un director) quiere expresar algo a unos
destinatarios (los espectadores, conocidos o supuestos) para lo que toma en
cuenta acontecimientos o personajes históricos de ayer que le sirven para decirlo
hoy. No pretende ser una fotografía, un documental, un archivo, aunque recurra
a ellos.
Creo que la clave radica en
preguntarnos qué quiere (o qué logra; a veces sin quererlo) comunicar el autor.
Y dialogar con ello. Es válido que no me interese (o no me guste), y que yo prefiera
otra mirada. En este sentido, que esto fue “así” o que aquel personaje fue “asá”
es secundario. Es importante para conocer los hechos, probablemente sí; o
incluso, y es importante, para preguntarnos por qué el autor, que los conoce (o
que probablemente los conozca) los modifica al comunicarlos.
+ en la película Romero (John
Duigan, 1989), el protagonista muere en la consagración del cáliz de la misa,
cuando en realidad Romero muere en el final de su homilía. Sin duda el autor
quiere – en una sucesión de escenas que nos “llevan” a eso – mostrar que la
sangre de Cristo y la sangre de los mártires se fusionan. ¿Verdadero? No. ¿Verdadero?
¡Sí!
He escuchado cuestionamientos
sobre la película “Argentina 1985”. No me interesan los que nacen de la
negación (aunque sean en nombre de la supuesta “verdad completa”). Y, para que
se entienda quiero dejar clara mi mirada. No tengo una buena opinión formada sobre
el fiscal Strassera, y mi opinión sobre Moreno Ocampo es peor todavía. Entiendo
que la película (que aún no vi) lo presenta como una especia de “llanero
solitario con su fiel amigo Toro”, y coincido tanto en la crítica que hizo Juan
Manuel Soria Acuña (el Cohete a la luna, 23 de octubre 2022) como en la que
hace Claudia Feld (Página 12, 24 de octubre 2022), pero mi pregunta es otra. No
soy ajeno al 1985… ni al 1976, ni al 2022. Y, para ilustrarlo, me permito una
analogía (y aclaro que no comparo acontecimientos, de ninguna manera, sólo un
aspecto). Todos hemos visto o podido ver, una y mil veces películas sobre la
Shoa, mejores o peores, más o menos creativas, pero en ese “una y mil veces” subyace
un elemento fundamental: ¡no olvidar! El olvido, la amnesia, el Alzheimer son
nocivos para cualquier sociedad. Y, entre nosotros, hemos vivido demasiado
recientemente, un gobierno que hizo todo para que reine el olvido (efectos que
siguen demasiado presentes entre nosotros); obviamente esa intensión amnésica
revela no solamente dónde se posicionan los ejecutores en nuestra historia,
sino sus claras pretensiones actuales. Entonces, una película (¡y mil!) que nos
ayuden a seguir haciendo memoria, no solo es bueno, sino también indispensable
si queremos no disolvernos como sociedad en la nada misma. Después vendrá el
debate histórico serio (no la chicana de candidatos, o comunicadores – que en
un tiempo creyeron ser periodistas – sobre hechos, números o justicia); ese es
otro tema.
Que muchos, especialmente jóvenes
(porque sino después viene el escándalo por la cantidad de jóvenes en tal grupo
neo-nazi o en la campaña de cual candidato de derecha) puedan escuchar una voz
que no han escuchado no creo que sea bueno, ¡creo que es esencial! Pero
teniendo claro que de cine se trata. De espectadores también.
Foto tomada de https://defensoria.org.ar/noticias/a-44-anos-de-la-primera-ronda-de-las-madres-de-plaza-de-mayo-el-mensaje-de-la-defensoria/
La muerte de John Paul Meier (+18/10/22), aunque no inesperada, no menos triste.
Eduardo de la Serna
Es
sabido que se suele hablar (y muchos con razón lo cuestionan) de los tres
momentos en la pregunta sobre el Jesús histórico. Pero, más allá de la
razonabilidad del cuestionamiento, es sabido que, salvo personajes aislados,
con temas puntuales, desde mitad de siglo XX hasta entrada la década del 80 no
era habitual que se intentara profundizar sobre Jesús. Especialmente por falta
de métodos, fuentes y criterios, por elementos mínimos de consenso; era el
tiempo “sin preguntas” dado el aparente fracaso de las dos preguntas anteriores.
Precisamente por eso, fue razonable que en el Comentario bíblico San Jerónimo
(original de 1968) en la parte “temática” no hubiera un artículo sobre Jesús.
Pero, cuando se decide hacer un comentario totalmente nuevo (1990) ya se vio
razonable tener un artículo sobre el tema (había comenzado lo que algunos han
llamado “tercera pregunta”), y John P. Meier fue el encargado de elaborarlo. El
artículo fue lo suficientemente serio como para que – según me informaron, por
iniciativa de Raymond Brown – Meier se dedicó a ampliar este artículo en forma
de libro. El propuesto libro en un tomo (A Marginal Jew) fue superado por la
realidad cuando al llegar a un volumen de 480 páginas, vio (1991) que debería
extenderse más ya que aún no había legado a la vida “pública” de Jesús. En 1994
había finalizado el tomo dos [publicado en 2 volúmenes en castellano] de 1118 páginas
en las que escribió sobre el Bautista, la predicación del Reino y los milagros
de Jesús. Ciertamente, dedicado tanto al tema del Jesús histórico, Meier
escribió artículos (muchos de los que luego serían parte de los volúmenes
siguientes), o dictó conferencias o participó en congresos. El ocurrido en 2000
en Tierra Santa junto a otros eminentes biblistas y algunos teólogos, por
ejemplo, abría la mirada hacia los momentos finales de Jesús. Sus problemas de
salud comenzaron, y al finalizar el tomo tres (703 páginas), en el que presentó
compañeros y competidores de Jesús, agradeció a “diversos doctores y cirujanos”
(2003, xiii). Como él mismo lo señala, los problemas de salud influyeron en la
demora. En 2009, vuelve a agradecer a sus médicos (p. xi) al finalizar su
volumen sobre la enseñanza de Jesús, “la ley y el amor” (734 páginas). Su salud
seguía deteriorada, y nuevamente agradece a médicos y cirujanos en el inicio
del tomo V (2017, xi) dedicado íntegramente a las parábolas (441 páginas). Según
anunciaba en el t. IV el tomo V, y último, lo dedicaría a las parábolas, las
autodesignaciones de Jesús y su muerte (p.1). Pero, como sabemos, dedicó el V a
las parábolas exclusivamente, lo que invitaba a sospechar que dedicaría el VI a
las autoasignaciones y la muerte. Es interesante notar que Meier mismo se vio
desbordado por el trabajo en el que siempre encontraba honestamente nuevos
elementos (en el tomo de las parábolas lo señala expresamente): basta notar, a
modo de simple ejemplo que en el final del tomo 3 afirma que sobre eso “dedicaremos
nuestra atención en el cuarto y último volumen de Un judío marginal” (p. 646); ya
vimos que esperaba, luego, finalizar en el tomo V, pero luego vio que
continuaría en un tomo VI. Como sabemos, también, Meier había anunciado su
participación virtual en el Congreso bíblico de Buenos Aires, y, nuevamente, la
salud se lo impidió.
Siendo
que entre el tomo V (2017) y su muerte (2022) transcurrieron 5 años, no
sabemos, por ahora, en qué etapa del volumen, quizás final, se encontraba.
¿Había avanzado o la salud se lo había impedido? ¿Estaba cerca del final?
En
2022 vio la luz un nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo (“del siglo XXI”), y
nuevamente Meier escribió el artículo sobre el Jesús histórico. Ciertamente,
este artículo sintetiza todo lo dicho en los volúmenes anteriores (I-V) y,
siendo que habían transcurrido los 5 años mencionados, no es difícil suponer
que su referencia, en este a las “autodesignaciones” y a la “muerte de Jesús” representan,
aquí, al menos sucintamente, lo que podemos esperar Meier estaría escribiendo.
Probablemente este artículo pueda considerarse una buena síntesis de toda su
obra monumental sobre Jesús.
Es
verdad que muchos lo han criticado, en muchos casos con razón: una persona no
es solamente los dichos que podemos recuperar de ella (Horsley), en el “cónclave
no papal” que imagina gestor del Judío Marginal falta un teólogo del Tercer
Mundo (González Faus), las ciencias sociales están ausentes de su obra (Aguirre),
etc. Quizás podamos señalar, entonces, que su trabajo es “minimalista”. Esto
que señala es lo que con una cierta probabilidad podemos afirmar que Jesús dijo
o hizo, y – sin duda – en la medida de que se encuentren accesos con seriedad a
la persona de Jesús, habrá nuevos modos de conocimiento de Jesús. Pero, y precisamente
por minimalista (casi 3500 páginas de “minimalismo”, podemos ironizar) lo menos
que podemos señalar es que se trata de un punto de partida indispensable. La
seriedad y sistematicidad con la que Meier nos pone frente a Jesús, la
fidelidad a sus accesos a las fuentes, la meticulosidad de la lectura de los
textos sin duda nos invita a encontrarnos con Jesús. Nada menos. Para quienes
creemos que Dios nos mostró su rostro en el Jesús de la historia, mirar el
Jesús que Meier nos ofrece nos desafía a combatir toda caricatura o toda
domesticación, tan habituales, tan perniciosas. Y para quienes vivimos en los
márgenes y somos marginales, encontrarnos con un compañero de caminos, y
podemos descubrir que “Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraran
rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico” (tomo I, 1991,
177).
Foto tomada de https://www.tendencias21.es/crist/El-segundo-libro-recomendado-Un-Judio-Marginal--de-John-P-Meier-2-04-2020-1117_a2666.html
Novedad, reforma y lifting
Eduardo de la Serna
En
la vida cotidiana, con personas o con cosas, cada tanto pretendemos que haya
algún cambio. Ciertamente, según la profundidad u hondura ese cambio será más o
menos fundamental, más costoso de reconocer o de aceptar, más vital. Un
edificio se puede retocar y pintar, se pueden hacer reformas importantes,
ampliando espacios, modificando estructuras, o se puede hacer todo de nuevo. No
se trata solamente de un tema de tiempo (evidentemente, pintar una pared no
insume el mismo tiempo de construirla, revocarla, pintarla, o, tampoco que
empezar todo casi de la nada). Obviamente, además, la recepción ante el
“producto terminado” será diferente: un color puede gustar o no, y,
eventualmente, se lo puede volver a modificar; no es algo excesivamente difícil.
Aceptar un cambio estructural suele ser más complejo (basta recordar la
dificultad que significó la aceptación de la modificación de los altares en el
posconcilio, para que los celebrantes no quedaran “de espaldas”). Y, todavía, más
complicado, frente a algo comenzado “de cero”, la actitud decididamente, puede ser
de rechazo. O no.
En
las cosas de la vida eclesial, suelen ocurrir cosas semejantes. Y cada una
tiene su sentido… y su aceptación o rechazo.
Hay
ocasiones en las que se pretende un simple “lavado de cara”; y no me refiero a
lo edilicio (aunque lo incluya). Que se acepten o no determinados instrumentos musicales
en la liturgia parece algo, en cierto modo, superficial. Obviamente hay gustos
y hay sensibilidades, pero difícilmente alguien, sin trivialidad, diría que se
trata de algo fundamental. Poner toda la atención y palabras en un florero, o
en la disposición de los bancos, por ejemplo, sólo manifiesta la propia
nadería. Es razonable que en una comunidad con una cierta periodicidad se
modifique o actualice el cancionero, o algunos elementos de la liturgia, y todo
eso apunta, fundamentalmente, a mostrar más “amable” el rostro de la comunidad,
de la vida celebrada… Lo mismo es razonable, si se puede (lo económico influye,
por cierto) cambiar la pintura, modificar ciertos adornos, incorporar alguna
imagen religiosa, etc. Difícilmente una comunidad se opondría en lo fundamental
a la conveniencia o pertinencia de esto. Aunque sí es posible que alguien pueda
decir, por ejemplo, que no le gusta el nuevo color, o que prefería el orden
anterior, etc.; se trata de gustos, lo que es un derecho (derecho no sería, pretender
que se haga lo que yo quiero porque yo lo quiero). En principio, sin embargo,
se ha de suponer que todo cambio, aun pequeño, debería tener una razón que lo
justifique: sea que las paredes están sucias, en caso de la pintura; sea que la
intención de la eucaristía entendida como cena compartida, justifique sacar el
altar de la pared para que todos puedan sentirse en torno a la mesa… No se
trata de “cambio porque sí”, lo que no parece razonable. La razón podrá ser
estética, pastoral, histórica, cultural, etc. pero se supone que debiera haber
una razón.
Estos
cambios, cuando se concretan, suelen ser, de un modo especial, frecuentes en
orden a manifestar la vitalidad y el dinamismo de una comunidad, y a hacer más
acogedor el espacio al que se abren las puertas a los que se quiere invitar a participar
en ella.
Un
problema radica cuando el pequeño cambio, estético o periférico, se da, en
realidad, para que, en realidad, no haya cambios profundos (es lo llamado
gatopardismo, “cambio para que nada cambie”); en este caso, se trata de una
estrategia de simulación. No se pretende sino mantener el statu quo.
Esto suele expresar, o bien miedo a los cambios, o bien búsqueda empecinada de
conservar los propios o habituales espacios, generalmente de poder.
Difícilmente el Espíritu Santo pueda entrar donde no lo dejan. Es evidente que
siempre hay personas que se resisten a los cambios, cualesquiera estos sean… En
nombre de los dogmas (supuestos), en nombre de la Tradición (y, por lo tanto,
la supuesta fidelidad), y hasta con un cómodo “siempre se hizo así” … La cosa
es no cambiar. ¿Miedo? ¿Comodidad? ¿Inseguridad? Probablemente.
Otra
cosa, muy diferente, es cuando se propone algo totalmente nuevo. Una comunidad
que se reúne decide, por ejemplo, edificar un lugar para sus reuniones,
celebraciones y fiestas. No lo había, y se propone que ahora lo haya. Así, por
ejemplo, se constituye una “comisión pro …” Ahora bien, como es lógico, esta
novedad nunca es propiamente “de la nada”. Una comisión pro-templo buscará
empezar y edificar “un templo”. Sea de una forma o de otra, un estilo u otro,
unas dimensiones u otras, pero siempre hablamos de “templo”; algo hay “antes”
de empezar: la idea de un “templo”, en este caso. Por empezar algo nuevo, se
puede pensar, organizar, estructurar, pero siempre sabiendo qué es lo que se
pretende. Por ejemplo, Jesús presenta (según la carta a los Hebreos) un
sacerdocio totalmente nuevo. Por tanto, en todo puede ser novedad, ¡y lo es!,
todo puede ser diferente a otros… todo menos “sacerdocio”. Será un modo totalmente
nuevo de “mediación” entre la divinidad y la humanidad, pero “mediación” debe
ser. Ciertamente, si no hubiera mediación, esto “nuevo” será nuevo, pero no
sería “sacerdocio”. Cuando, en la historia de la Iglesia” alguna persona descubre
que el Espíritu lo invita a dar pasos nuevos, esto podrá ser totalmente nuevo,
pero, necesariamente, deberá ser “eclesial” y “espiritual”. Pero, con lo
eclesial y lo espiritual ya asumido, la novedad puede ser total. Ciertamente no
será algo para todos, sino para todos aquellos que deseen andar por esas
huellas. Ese camino nuevo viene propuesto por una persona, o un conjunto de
carismáticos, y es invitación para todos aquellos o aquellas que se sientan
carismáticamente convocados. Las diferentes espiritualidades, congregaciones,
movimientos, experiencias eclesiales son un buen testimonio de esto.
Sin
embargo, suele ocurrir ante la muerte del líder carismático, especialmente
luego de una segunda generación, que la búsqueda de mantener latente el carisma
fundacional encuentra como necesaria la “rutinización del carisma”. No estando presente
aquella persona que sabía descubrir por dónde sopla el Espíritu, se vuelve
indispensable estructurar, organizar, registrar los pasos. En cierto modo, se
pierde vitalidad y dinamismo, pero se garantiza sostener la fidelidad. En ese
caso, se vuelven indispensables los “garantes de la ortodoxia” que aseguren la
vitalidad y vigencia del carisma inicial.
Pero
suele ocurrir– en frecuentes ocasiones – que los garantes de la ortodoxia, no
dan ninguna actualidad vital al carisma, secándolo. No hay ningún encuentro con
la novedad en la que el carisma se enfrenta con el paso del tiempo,
transformando a este en una mera repetición de cosas pasadas. Además, con
frecuencia, muchos de los “garantes” terminan erigiéndose en “dueños”, podando
carismas, acotando elementos, exagerando otros, y – por lo tanto –
interpretando como falsos seguidores a los que no aceptan su monopólica interpretación.
Ciertamente no hay un criterio uniforme para garantizar y asegurar que la
novedad lo siga siendo, pero la fidelidad al carisma fundacional y la fidelidad
a los nuevos tiempos deben caminar juntos en tensión y comunión. Ni mera “moda”
que descuide el carisma, ni mero “tradicionalismo” que ignore la realidad,
parecen aptos para vivir la novedad de un modo siempre nuevo.
Pero
hay ocasiones, en los que una renovación es necesaria, fundamental, pero en las
que no puede haber novedad total. El caso evidente, es la misma Iglesia. No es
sensato pensar una “nueva Iglesia”, aunque sí renovada plenamente, con “nuevos
rostros”, nuevas propuestas, y hasta nuevos carismas, pero no una totalmente
“nueva”. La Iglesia siempre en reforma es indispensable; pero una Iglesia que
siempre se fundamente en Jesús y el cristianismo de los orígenes. Como puede
ocurrir, la reforma puede requerir mayor profundidad o no, puede exigir
modificaciones intensas o no, pero los cimientos no deberían modificarse. La
Iglesia no puede sino ser un pueblo, conducido por el Espíritu Santo,
alimentado y movido por el amor. En esto hay “muchas moradas”, puede haber
diferentes espacios en los que vivir el amor, pero esos cimientos no pueden
modificarse sin perder la propia identidad. Sin Jesús, sin Espíritu Santo, sin
amor, sin reino de Dios no hay Iglesia (y donde hay Jesús, Espíritu, reino de
Dios y amor está, de algún modo, presente la Iglesia). Una Iglesia que debe
estar en permanente actitud de conversión (convertirse al reino) … es decir, ser
lo que es y debe, con la máxima fidelidad a nuestros tiempos. Pero, así como la
Iglesia no puede ser “nueva”, tampoco ha de mostrar un mero retoque; debe estar
en reforma permanente, cambio constante, renovación intensa. Los miedos a los
cambios, tan habituales en los seres humanos, no pueden olvidar que el
conductor de la Iglesia es el Espíritu, y es Cristo, el mismo ayer, hoy y
siempre, y que el amor no deja lugar al temor. Ciertamente, en los cambios
puede haber errores humanos, debilidades y pecados, pero de confianza en el
Espíritu Santo hablamos y no de que el miedo al error (o al pecado) nos
paralice y nos impida andar, nomás.
La
Iglesia acaba de celebrar a “san” Juan Pablo II. Papa que, según mi personal
impresión, hizo todo lo contrario de lo que acá señalo. No me atrevo a decir
que fue el peor papa del s.XX, primero que nada, porque no se trata de un
campeonato… y, además, hemos tenido otros nada celebrables. Pero realmente, y
lo he dicho en otras ocasiones, un papa que muchos hemos sufrido, antes que
acompañado. Ciertamente, expresión patente de una Iglesia en invierno.
Teológicamente,
no creo que la Iglesia sea “el papa” (y, por lo tanto, tampoco lo es Francisco…),
pero creo que el autoritarismo despótico caracterizó su papado; lamenté
profundamente los viajes papales (todos los viajes papales en general, no solo
los de Juan Pablo: creo que hacen mucho mal a las Iglesias locales; no me
refiero acá a encuentros internacionales, lo aclaro), y, especialmente, a la
negación y rechazo de toda novedad. Si algo no caracterizó el período eclesial
de Juan Pablo y de Benito fue la novedad (no creo que sea algo de destacar
tampoco con Francisco, aclaro). Volver a abrir puertas y ventanas, dejar soplar
el Espíritu, mirar de frente y con amor (= sin temor) el mundo contemporáneo,
confiar que el mundo está lleno de “Semillas del Verbo”, atentos a los “signos
de los tiempos”, y confiar en los frutos nuevos de la siembra quizás sea un
buen rostro nuevo de la Iglesia. No pretendo pensar una “Iglesia de cero”, pero
tampoco un mero lifting para simular que estamos mirando de frente la historia
y el mundo. Espero una Iglesia dispuesta a mirar a los ojos a mujeres y varones
de nuestro tiempo, dispuesta a abrazarlos, dispuesta a caminar juntos sin
juzgarlos / condenarlos, dispuesta a la libertad del espíritu y la alegría que
él trae. Creo que hoy la Iglesia está totalmente des-adecuada a la realidad;
creo que el miedo a lo nuevo paraliza en ocasiones y congela en otras. De ser
Iglesia de verdad fiel al proyecto de Jesús y fiel a nuestra realidad se trata.
De ser Iglesia dispuesta a navegar con las velas desplegadas, de ser despojada
y descalza, alegre y contemplativa, espiritual y jesuánica. ¡De ser de verdad
Iglesia se trata! ¡De esa renovación, o reforma hablamos!
Foto tomada de https://www.religiondigital.org/josep_miquel_bausset_24970/Francisco-repara-Iglesia_7_2479622017.html
¿Por qué es importante señalar que Teresa no fue reformadora?
Eduardo de la Serna
Hace
unos días, a raíz de un hecho ajeno a la “interna teresiana”, por el motivo de
haber ocurrido el día de Santa Teresa de Jesús, de Ávila, señalé que Teresa no
fue reformadora. ¿Por qué le di importancia al hecho?
Podría
parecer una cuestión menor, o algo que ocurre dentro de la Orden del Carmelo
descalzo; de la que no me siento lejano; incluso, de hecho, pocos días antes de
esto, también había señalado lo que menciono a raíz de un escrito que me habían
mostrado (y que nada tenía que ver con lo que motivó lo anterior). El tema, más
allá de lo que lo provoque, radicaba en mi oposición a señalar algo habitual
sobre Teresa.
¿Por
qué? ¿Hay diferencia? Creo que sí, ¡y que es grande!
En
primer lugar, un hecho de fidelidad a la historia. “Lo que no tiene es remedio”,
canta Serrat. Si algo ocurrió, o algo es, pues ocurrió. Pues es. Como ya lo
dije en el texto anterior, Teresa ingresa como religiosa en el Carmelo (hoy
llamados calzados) donde permanece muchos años. Mucho tiempo después (27 años) ocurre
que empieza con sus fundaciones. Pero no me detengo en esto (que es importante,
e interesante, porque pretendo ir a otras cuestiones). Teresa funda 17
conventos, con mayor o menor fortaleza, dificultades, objeciones y objetores…
es famoso el dicho que se le atribuye (aunque por lo que sé no figura en sus
escritos ni en los contemporáneos; pero que es “teresiano”, lo es sin dudas)
que ante una crisis gravísima ella pelea con Jesús diciéndole “con razón
tienes tan pocos amigos si a los que tienes los tratas así”. Es sabido que
esas dificultades se dieron en el interno de la Iglesia (el nuncio, obispos,
los “calzados”, entre otros) … basta recordar la prisión de Juan de la Cruz en
Toledo, a modo meramente simbólico. También se ha de tener presente que en
todas estas cuestiones el rey de España tenía capacidad de decisión, aprobación
o veto, y que, además, el tema económico (¿cómo se mantendrá tal o cual
convento?, dotes, donaciones, benefactores, etc.) era un tema principal. Pero
eso forma parte de la “historia del Carmelo”, en la que sería importante que
los datos, las fuentes, textos y contextos primen por sobre los deseos y
preconceptos a la hora de ser analizados y comunicados.
Sin
embargo, el planteo que subyace en la idea de destacar la “reforma” es que algo
estaba mal, o inadecuado y debía ser “reformado” para que se destacara el
sentido original, “fundacional”. Toda reforma de la Iglesia que pretenda ser
seria, profunda, debe mirar ante todo a Jesús y el surgimiento de la Iglesia en
los momentos fundacionales. Lo mismo debiera ocurrir, en este caso, si alguien
es presentado como “reformador” o “reformadora”. Los carmelos estarían “deformados”
por la lujuria, la relajación, la pérdida de lo importante y fue necesario una
mano firme, decidida y “religiosa” que devolviera las cosas a como “debieran
ser”. Y no quiero que parezca que digo que los carmelos de tiempos de Teresa
fueran modelos de vida religiosa, ¡que no! Lo que sí es que, viendo “lo que hay”,
Teresa decide “empezar algo del todo nuevo”. Como el escriba del Evangelio toma
lo viejo y lo nuevo (Mt 13,52), toma elementos de acá y otros de allá. Y decide
empezar algo conforme a lo que ella cree que ella y otras (y otros) pueden
vivir plenamente su fe, su consagración a Jesús, hijas e hijos de la Iglesia. Suele
ocurrir que muchas y muchos no pueden o no saben o no quieren entender,
aceptar, vivir las novedades. Es a eso, por ejemplo, que se refiere Jesús
cuando le preguntan por qué no ayuna y hace referencia a los odres nuevos y los
viejos (Mc 2,22). “No pretendan poner la novedad del Reino en los viejos
esquemas de sus planteos” … Sin duda, el “carmelo calzado” (s. XII) vivía con
sus reglas (la de San Alberto de Jerusalén), y – como todo lo humano – con momentos
de más y de menos esplendor y fidelidad. Teresa decide empezar algo del todo
nuevo. Incluso, en un primer momento, cuando la jerarquía le exige que presente
una regla (algo semejante ocurre con Francisco de Asís) ella se niega, e
incluso, en conjunto con Gracián, compone una “Regla del Cerro” que es irónica
y en broma, apta para las recreaciones de la comunidad. Se puede decir que, con
el tiempo, ella “va viviendo” y después de vivir y luego entender es que
destacará elementos propios y los formulará (lo que es bien propio de la
pedagogía teresiana). El problema radica no en la novedad, sino en la actitud
de quienes no logran aceptarla o recibirla (no se entienda que digo que todo lo
nuevo es bueno; pero en este caso ¡lo es!). Suele ocurrir… desde Jesús a
nuestros días. Por no entenderla pretenden – para lograrlo – acomodarla a los
viejos esquemas. Y entonces, lo que es nuevo se entiende como “reforma”. Esto
no implica que todos “debamos” aceptar, necesariamente, toda novedad. Menos aun
la carismática. Es sensato que incorporemos la novedad que Jesús trae (y no
está de más ver la cantidad de cosas que pretendemos ver “reformadas” para no
admitir la novedad: el templo, el sacerdocio, el culto, etc.), pero, en otros
casos, la novedad que un proyecto tiene no es, necesariamente, algo que todos debamos
asumir. Pero sí es sensato que la asuman quienes dicen asumirla. Sigue habiendo
“carmelos calzados”, por ejemplo. Pero, además, hay carmelos descalzos. Los que
siguen el camino del Carmelo descalzo sí sería de desear que abrieran sus
corazones a la novedad. Y la hicieran propia.
En
segundo lugar, me parece importante, entender qué es lo que para algunas
espiritualidades es “como debiera ser”; es evidente que hay cosas propias del Carmelo
que no tocan a los cristianos de “fuera”: la abstinencia de carne, en general,
las recreaciones, la regla, horarios y lugares, clausura, etc. Pero no está de
más preguntarnos de dónde se concluye que ser más rígidos, sacrificados,
penitentes, esforzados, sería más “agradable a Dios” (además de que nos debiéramos
preguntar ¿cómo es ese Dios que quiere “sangre” de sus amigos y amigas?). Me
parece una obviedad que antes de empezar a hablar y obrar, Jesús vivió una
profunda experiencia con Dios a quién conoció y amó como “abbá”. Recién cuando
entró en comunión con ese Dios pudo mostrarlo con actitudes y palabras, señalar
que puede reinar en medio nuestro, y enseñarnos a conocerlo y encontrarlo. No
es diferente, en este sentido, a lo que hace Teresa: ella se fue encontrando y
conociendo un Jesús (encarnado, histórico, como supo mostrarlo), con el que se
relacionó en su vida interior y exterior, y quiso invitar a hermanas y hermanos
a conocerlo y amarlo, porque de amistad se trataba. Muerta Teresa, como suele
ocurrir en tantas cosas humanas, y por lo tanto también eclesiales, comenzó el
proceso de “domesticación”. Al fin y al cabo, lo hemos hecho con Jesús, era de
esperar que también se hiciera con Teresa. Presentar una Teresa adaptada a la “domus”
(ecclesia) era razonable. El Dios que quiere sacrificios y no
misericordia empezó a encontrarse con otra Teresa. La mujer libre, la mujer
alegre y dadora de alegría, la mujer “fémina”, la mujer firme que no se dejó
avasallar porque solo Dios basta, y que tenía claro lo que Dios le pedía,
aunque la institución no lo entendiera. Esa mujer debía “amoldarse”, “reformarse”
según los odres viejos recomendaban.
Hizo
falta que se abrieran las ventanas para que el Espíritu atravesara las murallas
eclesiásticas para que son atreviéramos a dejarlo inspirar la vida de la Iglesia.
Hizo falta que no temiéramos a las novedades que Dios quiere proponer cada
tanto entre los suyos y suyas; que supiéramos dejar que, si un día Dios dijo
algo a su pueblo en Teresa, lo dejáramos hablar y supiéramos escuchar, y no creernos
los exégetas de Dios (que para eso está el Espíritu Santo). Hizo falta saber
que dentro de las muchas moradas que hay en la casa del Padre (Jn 14,2) algunos
pueden sentirse llamados a sacrificios, penitencias y rigores, pero que eso no
es mejor, ni más “como Dios manda” que otros caminos o proyectos. No parece muy
distinto al planteo de la otra Teresa, hija y amiga, la de Lisieux, cuando
habla de “pajaritos débiles” y de águilas, de “esfuerzos” y de “amor”, de
escalera y ascensor… Domesticar a Dios se parece bastante a “tomar su nombre en
vano”, domesticar a los santos, por lo menos, parece “pecar contra el Espíritu
Santo”, cosa que, un tal Jesús, dice que no es conveniente.
Foto
tomada de https://www.vinetur.com/2020112662574/pellejo-de-vino-uno-de-los-metodos-mas-antiguos-de-almacenar-vino.html
Las cosas por su nombre… los mapuche no son argentinos
Eduardo de la Serna
Empiezo
con una precisión: por lo que sé es incorrecto hablar de “mapuches” ya que el
sufijo “che” en mapugundun significa “gente de”; es, entonces, un
gentilicio: “gente de la tierra”, por lo que sería incorrecto utilizar el
plural. El plural (según la RAE) solo se admitiría en “lengua literaria”, no en
el cotidiano (ver voz “gente” en el Diccionario panispánico de dudas).
Y
señalo esto por una cuestión que entiendo elemental: se trata de entender a
aquellas personas con las que voy a dialogar, a estar o no de acuerdo, por
ejemplo, pero a las que quiero conocer, entender y a partir de entonces
encontrarme. Otro elemento a tener en cuenta es lo geográfico. Así como para
los guaraníes el rio es espacio de encuentro y no un límite, es paso y no
barrera, lo mismo – así lo señala el museo Mapuche de Temuco, Chile – lo es la
cordillera para los mapuche.
Ya
pasamos aquellos tiempos en los que para gestar un “Estado nación” todo debía
ser “uniforme”, unívoco (e incluyo el único dios en esto, por cierto). Así, se
volvió necesario en la América hispana, con mayor o menor suceso, ser “uniformes”,
ni negros, ni “indios”, ni judíos ni moros… (no es muy diferente de lo que hace
España cuando expulsa a judíos y moros en 1492, y la “santa Inquisición” se
dedica – particularmente – a combatir contra protestantes). Los Estado-nación
de América latina debían ser lo más uniformes posible. Y así se logró que países
como la Argentina fueran vistos casi como europeos. “Sin negros ni indios” y “país
católico”, se decía.
Pero,
con el tiempo, pudimos ver que hay otros paradigmas. Países como Bolivia “osan”
decir que son un “Estado plurinacional”: son varias naciones dentro del Estado.
Otros países como Canadá o España – pasados los tiempos autoritarios en que Joan
Manuel Serrat era prohibido por pretender cantar en catalán – conviven, con las
tensiones normales de la convivencia, por cierto, con “autonomías” (o los “inuit”
en Canadá).
El
problema empezó, quizás, como tantas veces, cuando “compramos” el discurso de
los vencedores, y nos olvidamos que “eso quiere decir que hay otra historia”. El
estado-nación Argentina, blanca y católica (y así, además, nos vendimos ante el
exterior) no da cabida para “otros” a menos que se sometan a nuestro “ser
nacional”. Al fin y al cabo, no somos Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala,
México, por ejemplo, países “llenos de indios”. Y, si en todo caso, habitantes
del noreste hablan guaraní o del noroeste hablan quecha es solamente algo “pintoresco”.
Artesanía.
Y,
como, además, no solamente la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana es el
pilar de la patria, la otra pata que nos sostiene es el ejército. Y este, con
la gallardía que lo caracteriza ocupó territorios en los que habitaban antes
los que “no son”. La última cucarda fue la campaña al desierto, tan dignamente
destacada en el último “gobierno militar” (sic). Queda algo que puede confundir,
y en mi caso lo logra, y es un gobierno llevado adelante por militares que
defienden apropiadores extranjeros, particularmente británicos, asesinando,
deportando o esclavizando nacionales (a lo mejor eso sirva para entender algo
de Malvinas, supongo). No parece muy distinto de las actuales apropiaciones por
la fuerza de territorios ocupados ancestralmente por campesinos o indígenas que
hoy son expulsados por desmontes e incendios provocados desde el poder.
Lo
cierto es que el sur, tan despoblado, ocupado en su inmensa extensión con
indígenas – muchos de ellos finalmente aniquilados, hasta el punto que no queda
ni uno o una; al fin y al cabo, envenenar ballenas encalladas, que serán su
alimento no es algo demasiado complicado – fueron apropiados por los grandes
apellidos que “hicieron patria” … Porque para algunos, la patria no “es el otro”
sino que “la patria soy yo”, remedando los autoritarios de aquí y allá.
Antes
que Argentina existiera estaba allí, pero, ahora que Argentina “es”, sobra… o
se “adapta” o debe desaparecer, parece la idea.
Sería
importante saber que los mapuche no son argentinos… y tampoco son chilenos.
¡Son mapuche! Y si nos reconociéramos, como la constitución invita a verlo,
como un estado plurinacional otra sería la convivencia. Pero mientras el poder
hegemónico siga hablando de “terrorismo” (parece que el hecho de que, ante las
apropiaciones y cautiverio en tiempos del general Roca, que las mujeres
estrellaran sus hijos contra una pared antes que fueran esclavizados, no era
visto como algo “terrorista”). Terrorista siempre es si es de los otros, lo nuestro
se llama “civilización”, ¡qué duda cabe!
Reconocer
la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
Foto tomada de https://journals.openedition.org/nuevomundo/67326?lang=es
“Señor mío y Dios mío”
Eduardo de la Serna
Los
términos “Señor mío” y “Dios mío” son bastante frecuentes en la Biblia, pero, integrados
en la fórmula señalada, solamente la encontramos en este texto. “Señor”, con
mucha frecuencia (especialmente en tiempos cristianos) remite a Dios, con lo
cual la frase sería una redundancia en la que la segunda parte refuerza la
dicho en la primera. La fórmula “Señor y Dios” se dice una vez como “Señor y
Dios de Abraham” (Est 4,17y) y dos veces como “Señor y Dios nuestro” (Est 4,17l
y en Ap 4,11; es decir, no es usada en la Biblia hebrea (las citas de Ester
pertenecen a los fragmentos griegos de este libro). Pero el término “Señor” con
frecuencia traduce el nombre divino “Yahvé” y la frase “Yahvé Dios” se
encuentra 38 veces en la Biblia (y se traduce en la Biblia griega como Señor
Dios”. Es, insistimos, un duplicado usado para reforzar la idea (la encontramos
19 veces en Génesis 2-3 y casi siempre en textos narrativos, no en oraciones
[ver Salmo 68,19] como es el caso que encontramos en Juan 20).
En
el texto de Apocalipsis recién citado se presenta una gran visión con la que
empieza la parte principal del libro; allí se señalan la presencia de uno en un
trono, de 24 tronos a su alrededor (recordar la importancia del número 12 en
Apocalipsis), y de 4 Vivientes… se vive un clima de adoración al que está
centrado en el Trono y concluye toda la unidad con la alabanza final:
«Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria,
el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas y por tu voluntad
existen y fueron creados».
Señalemos,
entonces, hasta aquí, que el uso de “Señor y Dios” es muy poco frecuente, y se
utiliza – por supuesto – referido a Dios, nunca a Jesús, como sí es el caso de
Juan 20.
Digamos
algo más, antes de entrar a mirar el texto: como es normal, el Nuevo Testamento
no llegará a afirmar “Jesús es Dios” o que es “verdadero Dios y verdadero humano”
como afirmamos hoy. Para llegar a esas afirmaciones de fe hizo falta mucho
debate, muchos conflictos y grandes pensadores. Así dicho recién se pudo formular
a principio del siglo IV, en los Concilios de Nicea (325) y luego, en el de
Constantinopla (381). El Nuevo Testamento lo va preparando, insinuando, sugiriendo,
pero no lo afirma claramente. Y esto lo hará, particularmente, en sus últimos
escritos. ¡Y el Evangelio de Juan, lo es!
En Juan
se avanza, como decimos, en insinuar este tema. En el comienzo del Evangelio,
dos veces se dice esto: “la Palabra era Dios” y “el Dios Hijo único, que está
en el seno del Padre, él lo ha narrado (o explicado)” (1,1.18). Todo a lo largo
de su Evangelio Juan nos quiere “revelar” a Jesús, invitarnos a conocerlo y creer.
Y este Jesús de Juan tiene frecuentes atributos divinos (por ejemplo, cuando
Jesús dice habitualmente “yo soy”). Así, al llegar al final del Evangelio,
cuando se aparece a sus amigos y amigas el resucitado, ante una manifestación
de duda – que es propia de él – Tomás recibe la reprimenda de Jesús y luego exclama: “Señor
mío y Dios mío”. Lo importante, además, está en la respuesta de Jesús: “felices
(= bienaventurados) los que creen sin haber visto”, es decir, se dirige a los
cristianos que vendrán después, los que estamos invitados a creer “sin ver”, como
sí lo hizo Tomás y lo hicieron los que están con él. Es decir, el Evangelio,
que está dirigido – precisamente – a los que no han visto, empieza y termina
resaltando la unión plena de Jesús, el Hijo, con Dios, el Padre.
No está
de más resaltar que el Emperador romano, que pretendía ser adorado como una
divinidad, exigía ser reconocido como “Señor y Dios nuestro” (eso especialmente
en la ciudad de Éfeso donde probablemente terminó la composición del Evangelio
de Juan y había un templo en honor al Cesar). Entonces, la fórmula de Tomás es
claramente política y crítica del Emperador: es decirle que “para nosotros, el
Señor y Dios es Jesús, no el emperador Domiciano”.
El Evangelio de Juan, entonces, quiere mostrar a su comunidad una imagen de Cristo muy elevada. Y de allí la confesión de fe del dubitativo Tomás. Él, en ese momento está representando a todos los discípulos, a los destinatarios del Evangelio, para que sepamos reconocer en Jesús al “Señor nuestro y Dios nuestro”.