Lo siento en el alma
Eduardo
de la Serna
Nuestro lenguaje cotidiano, y también el religioso, tiene introyectados algunos términos que no está mal pensarlos, sea para profundizarlos, precisarlos o, eventualmente, para descartarlos. Uno de ellos, ¡y muy común!, es el término “alma”.
No voy a comentar aquí todo lo
que esto significa y su origen y sentido, sino que me interesa pensarlo en
nuestra actualidad, nuestra catequesis y ambientes semejantes. La palabra “alma”
es parienta de la palabra “vida”, y, de hecho, los términos hebreos (nefesh)
y griego (psyjê) que la mencionan significan tanto una como la otra según sea el caso. La prohibición
de comer comida con sangre, entre los judíos, tiene que ver con eso, precisamente
porque la sangre, donde está la vida, es el alma de un animal (y, por lo tanto,
algo del mundo “santo”, divino), algo que – por eso mismo – no se debe comer. Es
decir, en el ambiente bíblico (Antiguo y Nuevo Testamento), al hablar de “alma”,
de la vida se trata.
Pero en el mundo griego, el
término “alma” es otra cosa. Es lo contrario de “cuerpo”. Y si en el
ambiente bíblico, el alma es todo el ser humano “animado”, vital, en el mundo griego,
son dos cosas diferentes (dualismo), “cuerpo y alma”. Para señalarlo
claramente: los diferentes aspectos humanos, por ejemplo, el corazón, los
riñones, el alma son vistos siempre de un modo unitario en la Biblia: se tratan
“del ser humano” pensante, sintiente, animado... En cambio, en el mundo griego,
que “distingue” para entender, se trata de diferentes “partes” de la persona. Por eso,
para los griegos, la muerte es la “separación del alma del cuerpo”. Este
dualismo, por ejemplo, lleva a entender que “el cuerpo es cárcel del alma”, como sostiene el platonismo, con
lo que, evidentemente, no sólo se entiende una evidente superioridad de esta
sobre aquel (en la muerte, el alma se libera), sino que, esto lleva también a
que muchos nieguen la pertinencia de la resurrección (contra estos escribe
Pablo en 1 Corintios 15, “¿cómo andan diciendo algunos que no hay resurrección?”);
es decir, si el alma se libera, no es lógico que vuelva a “encarcelarse” en la
resurrección. Estas imágenes llevaron, en la historia, a actitudes dualistas
como que el ser humano es una mezcla de ángel (el alma) y bestia (el cuerpo) en
los que éste debe ser controlado, o domado, de modo que no nos domine. Así se
explicaban ayunos y mortificaciones, cilicios y otras maneras de tratar al “hermano
burro”, como a veces llamaban al cuerpo.
Este dualismo (platonismo, en
general) llevó, por ejemplo, a leer la Biblia de un modo “espiritual” por encima de una “lectura material” (= histórica). Este helenismo empezó a ser cuestionado
y dejado de lado por alguno de los grandes místicos, que empezaron a entender a
Dios de un modo distinto. Por ejemplo, el gran teólogo Hans U. von Balthasar
afirma que “por la sola hazaña de haber eliminado de la Iglesia los últimos
residuos de la interpretación neoplatonica (santa Teresita) ya merece un
puesto dentro de la historia de la teología” [Teresa de Lisieux. Historia de
una misión, Barcelona 1989, 198 (es bueno recordar que también por eso, las dos Teresas. la de Ávila y la de Lisieux,
fueron proclamadas Doctoras de la Iglesia)].
Este dualismo marcó por
muchísimo tiempo la espiritualidad en la Iglesia desde que el ambiente griego y su cultura fue el instrumento utilizado por los cristianos de los siglos II y III para el diálogo con el mundo. Por ejemplo, san Justino
(s. II) quiso mostrar muy seriamente, a su medio ambiente del Imperio Romano, que,
en los textos de los grandes filósofos como Sócrates y Platón, había “semillas
del Verbo”. Y su aporte fue muy valorado. El problema ocurrió cuando ese aporte al
diálogo, se asumió erróneamente y, entonces, todo (la Biblia y la persona
humana) fue entendido de modo “griego”. Por eso muchos teólogos piensan que hoy
es indispensable “deshelenizar el cristianismo”. Hay muchas cosas que
solemos entenderlas de un modo más griego que bíblico, y hoy son piedras (o
abrojos) en el camino: la concepción de la mujer, es griega, lo mismo la de la belleza,
del poder, de la verdad y, por supuesto, ¡del alma!
La vieja frase “salva tu alma”,
por ejemplo, expresa esta idea (las “almas del purgatorio”). El cuerpo no
importa, “lo que se va al cielo es el alma”, con lo cual, afirmar que “creo en la
resurrección de la carne” no pareciera tener sentido. Esta imagen dualista
llevó a entender, por ejemplo, que hay “dos historias”, una es la historia
profana y otra la “historia sagrada”, la “de la salvación”; a nosotros nos
tocaría atender solo la “divina”, lo otro es “profano”. Mientras que una mentalidad
bíblica, en cambio, entiende que los creyentes debemos “meter a Dios” en la
historia humana. Israel debe enfrentar a Egipto, a los hititas, asirios,
babilónicos y demás pueblos de su entorno, y en medio de esas situaciones, ir
buscando vivir e implantar “el derecho y la justicia”, ser “luz para las naciones”. No es
una historia “espiritual” que “sobrevuela” la política, la sociedad… Lo mismo ocurre
en el cristianismo, donde Jesús “padeció bajo el poder de Poncio Pilato”, y
hubo Herodes y hubo mártires… En la historia (es decir, en lo social, lo político,
lo económico, lo cultural…) debemos regar – o, acompañar la siembra que Dios
hace – del reino (porque en la historia siempre hay “semillas del Verbo”, sin
duda).
Podríamos formular muchas
críticas y más preguntas a la imagen del alma como lo único importante;
desentenderse del cuerpo significa desentenderse del hambre, de la falta de
salud, de las torturas, la guerra y la violencia, cosa que – evidentemente – Jesús no
hizo, ni hicieron sus amigos en la historia. Es la persona humana (toda la
persona) la que está llamada a caminar las huellas de Jesús, el que regaló pan
y perdón, sanaba enfermos y anunciaba Buenas Noticias… y que a todas las
personas con las que “caminamos juntos” (sínodo) los convoca a buscar
juntos, para todas, todos y todes, vida plena. Una vida que busca “el pan
nuestro de cada día” y que pide al Padre, “perdona nuestras deudas”, una vida
que quiere que los pobres sean felices porque toda su persona, toda su “vida”
encuentra en Jesús la plenitud. Se trata de buscar la felicidad de todos, todas
y todes, con “toda el alma”, es decir, con todas las fuerzas y toda la vida.
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