miércoles, 26 de enero de 2022

Manadas, jaurías y comunidad

 Manadas, jaurías y comunidad

Eduardo de la Serna



Es sabido que en el “reino animal” muchas especies construyen su fortaleza por el trabajo conjunto. Una manada de ñus, de cebras o de antílopes se vuelve casi inexpugnable para leones, hienas o chacales. Es necesario azuzarlos para que en la corrida uno quede aislado y pueda así, ser atrapado. Y esta importancia del conjunto vale para abejas y hormigas, pirañas y sardinas, y otros animales varios. Para atacar o defenderse muchas especies parecen saber la importancia de que “los hermanos sean unidos”, que “unámonos como hermanos, que nadie nos vencerá”, o “que no es cosa de salvarse cuando hay otros que jamás se han de salvar”. Que “la unión hace la fuerza” no es algo que los animales saben y por eso lo aplican, sino algo que ellos aplican y por eso nosotros lo sabemos. Y, no solo “nosotros”, sino también “los otros”. Por eso el “¡divide y vencerás!”, porque “si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.


Ahora bien, nada de esto tiene que ver con la importancia de la unidad en el movimiento de Jesús. No se trata de unidad para la defensa o el ataque (“del maligno enemigo defiéndeme”, sic), se trata de unidad porque “así somos”; eso somos. La Iglesia es comunidad, no la suma de individuos; es pueblo, no la suma de “ciudadanos” (por eso, entre paréntesis, me incomodan mucho las referencias o cantos en singular: “defiéndeme”, “espíritu… ven a mi vida…”, “tú puedes / debes” …). Esa comunidad es vista como una familia. Pero no como cualquier familia, sino una familia “al modo de Jesús”. Es evidente que, si bien la familia es una estructura de base de la sociedad, para Jesús esta debe relativizarse: “Que los muertos entierren a sus muertos”. Veamos un ejemplo: familias hay de muchos modos y maneras, ayer, y hoy. Y mañana. Abraham, nada menos, tuvo varias mujeres. Y lo mismo Jacob, ¡nada menos! Juan el Bautista y Jesús, por lo que sabemos, ¡ninguna! Pero Jesús propone otro tipo de familia, “los que escuchan la palabra y la practican” (es decir, los discípulos del Reino), y por eso, frente a su Pascua definitiva, que es comida de familia, Jesús pregunta por la sala para “comer la pascua con mis discípulos”, es decir, con la nueva familia. En esa familia hay un Padre (que es también Madre) que a todxs lxs transforma en hermanxs. Esa es la comunidad de Jesús. Más adelante, por ejemplo, Lucas, Pablo y Juan, insistirán en que esa comunidad, además, es “animada” por el Espíritu Santo. Nadie, entonces, ocupa un lugar jerárquico en la familia de hermanxs (“a nadie llamen padre”), el discipulado de iguales.


Como comunidad es evidente que hay diferentes roles, servicios, ministerios. Y nadie puede pensar que no tiene ninguno o, tampoco, que los que “no son como nosotros” no son importantes. Es más, Pablo les afirma a los Corintios (comunidad frecuentemente tentada por la división) que los más importantes son los más débiles. Nadie debe creer “yo no soy” ni tampoco debe hacer creer a otrxs “vos no sos”. Lo que importa es el cuerpo, sin duda. No se trata de jerarquías, entonces (jerarquía, de hieros, sagrado y arjê, principio; ¿puede haber otro “principio sagrado” en la Iglesia que no sea el Espíritu Santo?), se trata de ministerios, de servicios, de carismas. En esta comunidad hay diferentes servicios, sin duda, pero no se trata de “autoridades” o “jefes”. El Papa, o el Obispo, por ejemplo, son los garantes de la comunidad, los que deben (tienen la responsabilidad de) cuidar la unidad. Así, se deben entender algunas cosas, habitualmente malentendidas: un cisma es una ruptura, una división; una “herejía” es una facción, una parte (o una secta); una excomunión es el reconocimiento de que alguien no participa de la comunión… Lamentablemente estas imágenes, por ejemplo, se han entendido exclusivamente desde una mirada “legal”, punitiva, cuando no siempre son negativas (en el Evangelio de Juan es frecuente que Jesús provoque “división”, cisma [sjisma], o en Hechos de los Apóstoles los “cristianos” son vistos como una “secta”, haíresis de las muchas, como fariseos o saduceos)… Una cosa es reconocer que alguien no está en (plena) comunión y otra muy diferente es “echarlo” de la comunión (cosa posible en ocasiones, sin duda, pero no deseable). Debemos señalar, por ejemplo, que – aunque parezca extraño – quien que atestigua la eclesialidad es la misma Iglesia, y puede haber (¡y ha habido!) papas, u obispos que no sean instrumentos de la comunión. Esto es lo que en lenguaje teológico se llama la “recepción”, el reconocimiento de eclesialidad, de pertenencia, algo que – evidentemente – no se experimenta en un momento breve, sino que requiere un largo proceso de discernimiento que asegure la catolicidad (universalidad), la apostolicidad (fidelidad a la tradición apostólica), la santidad (por la conducción del Espíritu Santo) y la unidad (porque de comunidad se trata): es decir, no es un “decreto” el que indica la pertenencia sino la aceptación del pueblo de Dios. Por eso es importante tenerlo claro, la comunidad eclesial no es un cuartel con obediencia vertical, sino una comunidad-familia, con comunión de vidas y de mesa, donde todos los ministerios, servicios y carismas están puestos al servicio de la comunión / comunidad. Sólo siendo verdadera comunidad la Iglesia puede mostrar y predicar creíblemente a todxs los seres humanos la Buena Noticia que Jesús trae a los pobres, ¡que es para eso que existe! Si no, sería solo un rebaño, y andaría dispersa “como ovejas que no tienen pastor”.


Foto tomada de https://www.diariodemocracia.com/vida/sociedad/171729-multitudinaria-peregrinacion-lujan/

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