lunes, 31 de octubre de 2016

La belleza del horror

La belleza del horror

Eduardo de la Serna



Las situaciones más dramáticas que nos tocan vivir, por supuesto, las enfrentamos con amargura, angustia, sufrimiento… O, para ser más precisos, cada uno las enfrenta como mejor sabe, o puede.

Un primer tema es que – como no puede ser de otra manera – el propio sufrimiento no se compara con ninguno. Simplemente porque es “nuestro” y el resto es de “otros”. Recuerdo que una vez me ocurrió que vinieron diferentes personas a charlar conmigo contando situaciones realmente dramáticas: hijas enfermas, circunstancias familiares agobiantes, momentos económicos sin salida… y, después de escuchar varias de estas, vino una chica adolescente destrozada porque a quien ella amaba no la correspondía. Obviamente si me ponía a comparar hubiera sido “sensato” decirle que no tenía la menor idea de lo que significa el dolor, en comparación con los anteriores. Pero ese era “su” dolor, un dolor que la abrumaba. Y obviamente no le dije nada de lo anterior sino que traté de aportarle algún alivio en la medida de mis posibilidades.

Claro que ya es diferente, pero a su vez no lo es, el sufrimiento de los que amamos. Porque no es "nuestro dolor" pero también es "nuestro". Tiene que ver con la solidaridad y puede iluminar lo que sigue.

La historia humana está llena de situaciones terribles de sufrimiento y dolor, y no es cuestión de hacer un “campeonato” para mensurar tragedias. La propia siempre es la – para nosotros – urgente. Pero esto no quita que podamos mirar otras tragedias, escuchar otros clamores, no para que “mal de muchos (sea) consuelo de tontos”, no para decir “si otros vivieron eso, ¿de qué me voy a quejar yo?” o cosas semejantes. Pero a veces sí para encontrar fuerzas, razones, luces que nos ayuden en medio del dolor.

Y no deja de ser fascinante ver que hay quienes saben, en medio del dolor, ¡y de dolores terribles!, encontrar alegría, o encontrar belleza.

No son pocas las veces en que un poeta canta en medio de la tragedia. Y canta con una belleza sublime, sea la muerte de su padre (Manrique), la situación de abandono que experimenta (incluso de Dios, en algunos casos; Juan de la Cruz) o incluso el holocausto:

Etty Hillesum escribe en una carta que ella en medio del campo comentó: “… ‘Se debería escribir una crónica de Westerbork’.Un hombre anciano, sentado a mi izquierda… replicó: ‘Sí, pero necesitaríamos un poeta’. Aquel hombre tenía razón, necesitaríamos un gran poeta, las crónicas periodísticas no bastarían” (carta a dos hermanas de La Haya, de fines de diciembre de 1942).

No ocurre de un modo diverso en la pintura (basta con pensar en Guernica, de Picasso) o la música (la Sinfonía 6ta de Tchaikovski precisamente se titula “Patética”, o el "Requiem" de Mozart). Y estos son simplemente algunos ejemplos de grandes personajes que han sabido extraer belleza del drama y el dolor.

Algo semejante ocurre con la alegría, que es posible vivir aun en medio del sufrimiento y el dolor, y de lo que tanto pueden enseñarnos los pobres y su fiesta. Y creo que cuando somos capaces de descubrir la alegría y la belleza, le arrancamos al dolor y el sufrimiento una de sus garras más poderosas que es la angustia o la desesperanza.

“¿Es posible hablar de Dios después de Auschwitz?” se preguntaron decenas de teólogos y escritores ante esa expresión sublime de la barbarie humana. Sin duda que la respuesta a esa pregunta (y grandes pensadores supieron hacerlo durante y después de esta tragedia) depende de la imagen de Dios que tenemos introyectada. Meditar con profundidad el drama debe ayudarnos a profundizar nuestra imagen de Dios, y dejar “morir” un Dios ‘titiritero’, que hace y deshace, que pone y saca, y que se vuelve incapaz de explicar cómo “permitió” semejante barbarie. Del mismo modo (y ciertamente no estoy comparando) se lo pregunta el papá ante la cama de su hija moribunda. La pregunta – y sus eventuales respuestas – creyentes o no, dependerán, o harán madurar o caer una “imagen de Dios”. Imagen que la alegría o la belleza pueden vislumbrar, o intuir. Imagen que suscita, por nuestra parte, un profundo compromiso ante el dolor, ante los dolientes. Si ante el dolor no nos vemos movidos por el compromiso, el “dios” que se trasunta (así, con minúscula) es un dios del que es necesario, es sano, es justo ser ateos.

Y – reitero que sin comparar – surgirán siempre nuevas preguntas: ¿se puede creer, es sensato creer, después de Ayacucho, el Mozote, la dictadura? ¿Se puede creer después de Macri?

Sólo si la fe nos conmueve, com-padece hacia los que sufren será fe sana, sensata, justa. De otro modo estaremos ante un Dios que no revela la belleza en medio del sufrimiento, sino ante una máscara, que no revela alegría ante el dolor, sino “opio del pueblo”. Creer será sensato en la medida que a ese Dios lo descubramos en medio del dolor y los dolientes y sepamos movernos hacia ellos, en la medida en que sepamos ser nosotros ojos de Dios, manos de Dios, voz de Dios para ellos. Ante una hermana que la hacía sufrir, Teresa de Lisieux nunca se lo hizo notar hasta el punto que ella pensaba ser su preferida, y le preguntó “¿Qué es lo que le atrae de mí?”; ella afirma: lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma... Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo...” (Mc “C” 14r).

A lo mejor la fe sea necesaria para “ver” a Jesús escondido, para ver alegría en el dolor, belleza en el sufrimiento y – sobre todo – ver hermanas y hermanos en los que sufren. A lo mejor es allí donde Dios se esconde y se revela. Y donde nos pone manos a la obra para bajar de la cruz a los crucificados. De eso se trata el amor.



Foto tomada de El Mundo

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